Las tres razones por las que no sabes por dónde vas

En la historia del mundo siempre ha existido un debate intenso sobre cuál es el mejor camino para ser feliz, para vivir una vida plena, para autorealizarse. Las distintas sociedades han ido construyendo sus propias fórmulas para conseguirlo y depurando la receta, que sigue evolucionando con el paso del tiempo.

En las épocas del Imperio Romano, Genghis Khan y Alejandro Magno, la tendencia de moda era conquistar el mundo entero, aplastar cráneos y erigir la felicidad sobre la satisfacción del poder sobre los territorios conquistados. Un poco neandertal, pero para gustos los colores.

En la segunda parte del siglo XX nos dio por la acumulación de bienes materiales, tendencia impulsada por la creencia en el sueño americano y la universalización del acceso a caprichos y comodidades. Comprar, gastar, quedarse sin ahorros, endeudarse, correr hasta reventar para ganar más dinero… and round and round we go. No tan cafre como aplastar cráneos, pero bastante agotador y autodestructivo.

El último giro, liderado en un primer momento por la generación Millenial y más recientemente por la generación Z, ha sido el mantra de la conquista de la felicidad a través del ejercicio de la libertad individual y las redes digitales de colaboración. Estos movimientos sociales comenzaron con un enfoque de denuncia hacia los excesos y falsas promesas de la generación anterior, y poco a poco fueron adoptando un cariz más constructivo, basado en el interés idealista de crear una nueva realidad que les permitiera conquistar sus sueños.

Visto desde el cielo a mil kilómetros de altura, podría decirse que la sociedad en su conjunto va a mejor. Sin embargo, si bajamos a la tierra y examinamos la situación a un nivel interno, podemos concluir, sin demasiado riesgo de equivocarnos, que nuestra habilidad para ser felices no ha evolucionado tanto como parece. A pesar de que los derechos civiles, la ciencia, la tecnología y en general las posibilidades que tenemos a nuestro alcance se han desarrollado enormemente con respecto a tiempos pasados, Frank Spartan está convencido de que seguimos siendo tan torpes en el proceso de búsqueda de felicidad como antes.

En concreto, hay tres niveles de torpeza que dinamitan nuestra capacidad para encontrar ese sentimiento de satisfacción, esa vida plena, esa realización que tanto anhelamos.

Veamos a continuación cada uno de ellos.

Nivel 1: Torpeza de pensamiento

Hace poco tuve una charla con un profesor que impartía varias asignaturas técnicas en la universidad. Me decía que en la educación tradicional no se enseña a los alumnos a pensar, sino a memorizar procedimientos para llegar a la respuesta correcta. Mientras le escuchaba pensé que eso era desde luego cierto, pero también que la realidad era mucho más sombría que ésa: No sólo no sabemos pensar en la resolución de problemas técnicos, sino tampoco a un nivel de consciencia básica.

Tomemos, por ejemplo, las dinámicas de un día cualquiera. Aunque no seamos conscientes de ello, la inmensa mayoría de las cosas que hacemos siguen un patrón que está programado en nuestra mente, en el que nuestra toma activa de decisiones tiene escasa representación. Nos levantamos, desayunamos y nos vestimos siguiendo un patrón, vamos al trabajo siguiendo un patrón, trabajamos en base a unas dinámicas establecidas por la repetición, ejecutamos la coreografía de la clase de zumba ejem – siguiendo un patrón, volvemos a casa siguiendo un patrón y concluimos el día siguiendo un patrón.

Frank Spartan no tiene nada en contra de los patrones. Son atajos que bien utilizados nos permiten ser más eficientes al evitarnos tomar cien mil decisiones nuevas cada día. Ése no es el problema. El problema es que manejamos los espacios que se producen entre esos patrones, esos silencios que se producen entre las notas musicales, esos momentos mágicos donde podemos respirar y conectar con nosotros mismos, siguiendo otro patrón mucho más peligroso que los otros: El hábito de buscar distracciones.

El buscar distracciones para llenar los espacios es una práctica muy antigua, pero en nuestro tiempo ha adquirido dimensiones megalómanas. Tenemos tanto entretenimiento disponible e inmediato al alcance de la mano que hemos desarrollado un hábito inconsciente de acceder a él en cuanto tenemos un momento libre. Es como si denegáramos la posibilidad de reconectar con nuestro interior para evaluar – y corregir si fuera necesario – cómo estamos enfocando las cosas, y en vez de eso decidiéramos cubrir el pensamiento con varias capas de cemento que lo atrofian hasta anular su función práctica en nuestro día a día.

Esto puede parecerte una chorrada. Pero ese hábito de salto inmediato a la distracción a la mínima posibilidad es el motivo principal de que la mayoría de nosotros vayamos por la vida como zombis sin ser conscientes de prácticamente nada relevante que sucede.

Y claro, cuando el camarero del bar nos atiende mal o un coche nos adelanta de forma un poco brusca, explotamos en cólera. Y estamos legitimados para ello, porque somos el centro del universo. ¿O no?

Pues no.

A pesar de que apreciemos que somos el centro del universo y experimentemos la realidad a través del prisma intocable de nuestro “Yo”, las cosas no son así. El universo sigue unas pautas completamente independientes de lo que creemos que es justo y correcto o de lo que creemos que debería ser o no ser. Y nuestras necesidades y deseos, aunque a nosotros nos parezcan los más importantes del mundo, al universo no le importan un carajo. Cada persona tiene los suyos y los considera mucho más importantes que los nuestros. Y por si eso fuera poco, las fuerzas de la naturaleza siguen su curso haciendo caso omiso a tus planes, los míos, y los de la raza humana en su totalidad.

No somos el centro del universo. No somos sino una pequeñísima parte de una historia que aún no somos capaces de comprender. Así que quizá no debamos darnos tanta importancia cuando navegamos por la vida.

Cuando leemos este argumento, es posible que estemos de acuerdo con él en un plano intelectual. Pero no nos comportamos así. No hemos interiorizado esta idea a un nivel profundo y por esa razón no se manifiesta en nuestra forma de actuar. Y no la hemos interiorizado por una razón muy sencilla: No sabemos pensar.

¿Qué estás diciendo, Frank, que yo no sé pensar?

Pues sí. No te ofendas, pero es exactamente lo que digo. No hemos aprendido aún a hacerlo. El hábito de tapar los espacios con distracciones nos lo ha impedido. Por eso entramos en un bar con el convencimiento de que merecemos que nos traten bien, o vamos por la carretera con el convencimiento de que no merecemos que nadie nos adelante bruscamente. Y eso no es así en absoluto. No merecemos o dejamos de merecer nada de nada. Las cosas suceden y tienen su razón de ser, aunque muchas veces no entendamos cuál es. Puede que el camarero que te atiende haya tenido un problema personal grave y esté de mal humor. O puede que el conductor que te adelanta bruscamente tenga que ir al hospital para ver a un familiar al que le ha dado un infarto.

Lo más importante de todo esto es que, aunque lo más probable sea que no es así, aunque lo más probable sea que el camarero no tenga un problema personal grave ni el conductor un familiar en el hospital, puede ser que sí sea así. Y el mero hecho de contemplar la posibilidad de que pueda serlo marca la diferencia. Porque te recuerda a un nivel profundo que no eres el centro del universo, sino una minúscula parte de él. Y eso hace que te comportes y reacciones a lo que te sucede de distinta manera. Eso es saber pensar. Y aprender a hacerlo requiere un poco de humildad, reflexión y práctica, en vez de buscar distracciones desesperadamente a la mínima oportunidad.

Nivel 2: Torpeza de sentimiento

Además de no saber pensar, la mayoría de nosotros somos tremendamente torpes gestionando nuestras emociones. Esta torpeza tiene tres categorías:

  1. La capacidad de ser conscientes de nuestras emociones
  2. La capacidad de entender nuestras emociones
  3. La capacidad de discernir la relevancia de las distintas emociones

Esto es territorio inexplorado para muchos de nosotros. Nos encontramos criticando a nuestra pareja por algo y no alcanzamos a ser conscientes de que hay una emoción que está guiando nuestro comportamiento y nuestra forma de comunicarnos. No alcanzamos a entender que esa emoción puede estar anclada en un acontecimiento que sucedió horas o incluso días antes y con el que nuestra pareja no tiene absolutamente nada que ver. Y no alcanzamos a discernir si esa emoción tiene significado alguno y requiere profundizar en ella, o por el contrario no significa gran cosa y resulta más práctico ignorarla.

Estas dinámicas tienen una importancia enorme en cómo navegamos por la vida. Las emociones pueden guiar nuestro comportamiento de forma mucho más potente que el pensamiento lógico y resulta primordial que aprendamos a entenderlas y a discernir si debemos hacerles caso y profundizar en lo que hay detrás de ellas, o simplemente dejarlas correr.

Hay quién considera que las emociones son el aspecto más importante de nuestra identidad. Que cómo te sientes cuando suceden cosas es el mejor termómetro de quién eres. Pero no es muy prudente asumir sin más que las emociones son el mayor indicativo de nuestra naturaleza o incluso la brújula en la que debemos fijarnos al tomar decisiones, porque muchas de esas emociones no significan gran cosa en la práctica.

Digamos que experimentas un profundo sentimiento de enamoramiento hacia una persona. Esa persona es perfecta a tus ojos, quieres estar con ella a todas horas y oyes la banda sonora de Titanic en tu cabeza cuando te encuentras en sus brazos.

Sin embargo, la realidad es que esas emociones y sentimientos no son tan relevantes, por lo menos si lo que buscas es una relación que te satisfaga a largo plazo. Lo que de verdad importa es que esa persona se relacione contigo con respeto, empatía, que sepa escuchar, que sea amable, que se interese de verdad por tus inquietudes, que vea tus debilidades de forma constructiva, que sea optimista, que te ayude a crecer, que te permita mantener y desarrollar tu individualidad. Eso es lo realmente relevante en la práctica. El sentimiento de amor estilo película de Hollywood entre vosotros puede ser muy intenso, pero si le das demasiada importancia puede que pases por alto otras cosas que son mucho más relevantes en el largo plazo para que te sientas satisfecho con esa relación.

Digamos que ver a un mendigo en la calle te produce una emoción de tristeza. Esa emoción te dice que eres una persona sensible, vale, pero aparte de eso puede no tener demasiada utilidad. Si esa emoción no esconde un anhelo profundo de llevar a cabo acciones altruistas o de cambiar las cosas de algún modo, olvidarás esa emoción y seguirás con tu vida como si nada. En ese contexto, ¿tiene alguna relevancia esa emoción? Probablemente, no.

Hay cientos de emociones que sentimos en el día a día que no significan nada más que la constatación de que somos seres sensibles. Muchas veces nos perdemos en este tipo de emociones y a menudo las identificamos con nuestro yo profundo, con quiénes somos en realidad. Pero muchas de ellas no son más que impulsos nerviosos sin demasiado significado.

Ahora bien, hay un tipo de emociones a las que sí debemos prestar atención, porque conectan directamente con nuestra voz interior y nuestra identidad. Sentirnos vacíos con nuestra profesión, frustrados con nuestra pareja, incomprendidos por nuestros amigos o avergonzados de nosotros mismos son emociones negativas que requieren atención. De la misma forma, sentirnos totalmente en armonía cuando estamos solos en la naturaleza, en estado de flujo cuando escribimos historias, conectados con nuestra pareja cuando compartimos un momento de intimidad o en estado de gratitud cuando un amigo nos escucha de verdad son emociones positivas que también requieren atención. Esas emociones son de otro calibre, de otra liga. Son relevantes. Y en esas emociones sí conviene profundizar.

Nuestro reto es discernir a qué emociones resulta importante prestar atención y a qué emociones es más práctico no hacer ni puñetero caso. Pero, tanto a la hora de desenmascarar nuestras emociones como a la hora de filtrarlas hacia una u otra categoría, somos también tremendamente torpes.

Nivel 3: Torpeza de acción

El tercer nivel de torpeza tiene que ver con el método que solemos utilizar para buscar claridad antes de tomar una decisión: Reflexionar.

Reflexionar, en sí mismo, no es algo malo. Se convierte en algo malo cuando depositamos todas nuestras expectativas en que reflexionar nos aclarará el camino y nos dará la motivación necesaria para superar las dificultades. Se convierte en algo malo cuando pretendemos que sea el vehículo para sentirnos seguros antes de actuar.

La forma más efectiva de encontrar claridad y motivación no es reflexionar. Es hacer. Es empezar, descubrir, equivocarnos, corregir, cambiar de rumbo, dar giros, estrellarnos y levantarnos otra vez. Reflexionar tiene una utilidad práctica muy corta. Y debes desconfiar de tu capacidad de reflexión, porque se encuentra anclada en creencias que has desarrollado en función de dónde has crecido y cómo te han educado, pero que no necesariamente son correctas ni – peor aún – útiles. Actuar es lo que te demuestra si esas creencias que tienes son válidas y útiles, o por el contrario debes adoptar otras nuevas.

Empieza a actuar, aunque no tengas todas las respuestas. Porque sólo encontrarás esas respuestas en la acción, no en la reflexión. Es la acción la que, mediante ensayo y error, te abrirá nuevos caminos y te descubrirá nuevas realidades a las que nunca tendrías acceso a través de la pura reflexión.

Sin embargo, no solemos apreciar que esto es así. No solemos adoptar esta creencia. Seguimos buscando refugio en la reflexión para encontrar claridad y seguridad antes de actuar. Y por eso somos tremendamente torpes a la hora de tomar decisiones importantes.

Conclusión

La mayoría de nosotros tenemos muy pocas razones para fiarnos demasiado de nosotros mismos, por lo menos en lo que se refiere a nuestra capacidad para encontrar el camino hacia la felicidad. De hecho, puede que un mono borracho y con los ojos vendados tenga probabilidades similares de acertar que nosotros.

En primer lugar, no hemos aprendido a pensar. Navegamos por el día como autómatas, siguiendo una serie de patrones programados. Cuando tenemos a nuestra disposición algún espacio lo llenamos apresuradamente con distracciones, en vez de aprovecharlo para calibrar – y redirigir si es necesario – nuestra perspectiva del mundo. Y eso hace que reaccionemos con extrema torpeza ante lo que nos sucede.

En segundo lugar, no estamos conectados con nuestras emociones. Somos poco conscientes de cómo dirigen nuestra conducta y poco capaces de identificar su verdadera naturaleza y de dónde emergen. Y las pocas veces que lo hacemos, nos cuesta horrores discernir con acierto qué emociones tienen un significado real y requieren profundizar y actuar al respecto, y qué emociones son, por así decirlo, relativamente irrelevantes y a las que no resulta útil prestar mucha atención.

En tercer lugar, somos tan osados que, a pesar de no saber pensar ni descifrar lo que sentimos, decidimos ampararnos en la reflexión para encontrar seguridad y claridad antes de tomar una decisión que consideramos importante. Y luego nos sorprendemos cuando no nos sentimos del todo satisfechos como consecuencia del conjunto de todas las decisiones importantes que hemos tomado en nuestra vida.

¿A qué nos llevan esos tres niveles de torpeza? A no saber por dónde vamos. Por mucho que hayan mejorado las cosas en el conjunto de la sociedad, como individuos todavía nos hallamos muy lejos del camino que lleva a la felicidad, porque permanecemos tremendamente desconectados de nosotros mismos y de los hábitos que nos hacen aprender y crecer.

¿Necesitamos resolver complicados algoritmos matemáticos para encontrar la felicidad? ¿O dicho de forma más exacta, para sentir alegría, equilibrio, significado, satisfacción vital?

No lo creo. La respuesta es probablemente mucho más simple de lo que parece a primera vista. Puede que sólo necesitemos poner en práctica el antídoto a esos tres niveles de torpeza que acabamos de describir.

Puede que sólo necesitemos hacernos más conscientes durante los espacios. Quizá mediante una nota mental que sirva de recordatorio cuando éstos se presenten y que nos ayude a resistir el impulso natural de buscar distracciones, quizá aprendiendo a convivir con la desconocida sensación de no hacer nada, quizá aprendiendo a reconocer la importancia que tomarse un momento de vez en cuando tiene en el conjunto de nuestra vida. Y una vez nos encontremos en esos espacios de forma despierta y consciente, quizá empecemos a ser un poco más humildes con respecto a nuestras opiniones y creencias, reconocer la sabiduría encerrada en formas alternativas de ver las cosas y, de esa forma, continuar creciendo.

Puede que sólo necesitemos afinar el oído interior para escuchar un poco mejor a nuestras emociones y desarrollar el hábito de categorizarlas entre relevantes y no relevantes. Quizá escribiendo un diario, quizá practicando un poco de meditación antes de empezar el día, quizá compartiendo esas emociones con los demás. Y una vez vayamos aprendiendo a escucharnos, quizá alcancemos poco a poco un estado de equilibrio interior que nos permita juzgar con mayor destreza lo que nos conviene y lo que no.

Puede que sólo necesitemos decidirnos a actuar, aunque sintamos que no tenemos todas las respuestas. Quizá buscando un poco de ayuda que nos sirva de guía, quizá reconstruyendo nuestra definición de éxito, quizá interiorizando que no somos perfectos y nunca lo seremos, pero que sí podemos ser mejores a través de la acción. Y una vez demos el paso de actuar, quizá empecemos a disfrutar del camino a través del aprendizaje y el descubrimiento.

Puede que sea tan simple como eso.

Pura vida,

Frank.

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