Puede que hayas visto o hayas oído hablar de la serie Frasier. Comenzó a emitirse en 1993, se prolongó en televisión durante once años y fue muy aclamada por público y crítica. Narra la historia de un psiquiatra, El doctor Frasier Crane, que vuelve a Seattle después de divorciarse y acaba compartiendo el apartamento con su padre, Martin Crane, un detective retirado que pasa casi todo el tiempo en casa tras recibir un disparo.
En uno de los episodios, Frasier se ve involucrado en una serie de situaciones en las que la gente no le trata de forma demasiado amable, entra en cólera y hace un alegato muy pasional denunciando la falta de cortesía que hay en el mundo, a gritos desde la terraza de su apartamento. Es una escena desternillante y que recuerdo siempre que me pasa algo parecido, porque me ayuda a darle menos importancia a ese tipo de situaciones cuando se producen, cosa que por desgracia sucede bastante a menudo.
¿Y por qué todo esto es relevante? – te preguntarás – La gente no es demasiado amable, vale, pero eso tampoco es el fin del mundo.
Frank Spartan es de otra opinión. Y esa opinión es que la actitud que lleva a ese tipo de comportamientos poco amables es la causa principal de que creamos que el mundo está jodido.
Veamos por qué.
¿Está el mundo realmente tan jodido?
Seguro que te has encontrado con muchas personas que argumentan que el mundo es un lugar horrible y que todo se está yendo a pique por correo urgente. Puede que incluso tú seas una de ellas. Ese tipo de opiniones son bastante frecuentes hoy en día. Pero lo cierto es que todo depende de nuestro grado de perspectiva.
No es difícil llegar a esa conclusión cuando nos centramos en nuestras circunstancias particulares y nuestros deseos insatisfechos, e ignoramos nuestra capacidad para relativizar y establecer contrastes. Pero la aplastante evidencia es que, como civilización mundial en su conjunto e incluso en la inmensa mayoría de universos de civilización más pequeños, nos encontramos en una situación mucho más privilegiada que la de hace cientos de años.
Es cierto que para un joven de ahora resulta más difícil comprarse un piso y permitirse tener hijos que para la generación anterior. Es cierto que existen injusticias, que el medio ambiente está en peligro, que los políticos no solucionan nuestros principales problemas, que muchas personas viven en la miseria y que las mujeres aún no han conseguido igualdad de tratamiento en muchas áreas. Nada de eso es incierto. Pero centrarse en eso y concluir que el mundo está jodido es función de observar la realidad desde nuestro pequeño microcosmos. Y la perspectiva que surge de ese pequeño microcosmos es incompleta y sesgada, porque ignora aspectos muy importantes de la realidad en la que nos encontramos y cómo compara dicha realidad con el pasado.
Digamos que estás en una situación en la que tienes que vivir desempeñando trabajos precarios. No llegas a fin de mes. No tienes claro qué quieres hacer con tu vida. Tu vida amorosa no funciona. No eres la persona más popular dentro de tu grupo de amigos o amigas ni tienes muchos likes en Instagram.
Puede que sientas que eso es una putada. Y Frank Spartan lo entiende perfectamente.
Ahora subamos unos cuantos metros para adoptar una perspectiva un poco más amplia de la misma situación y poder utilizar el elemento contraste:
Tus abuelos – en sentido figurado, o quizá también literal – han estado en al menos una guerra. Han vivido una dictadura que les ha desprovisto de derechos humanos. Han visto morir a personas cercanas antes de tiempo. Han temido por la supervivencia de sus hijos. Han estado expuestos a hambrunas, al riesgo de no poder cubrir sus necesidades más básicas y a multitud de enfermedades mortales.
Eso también es una putada. Y de un calibre bastante mayor que la tuya anterior.
Lo que ocurre en nuestra sociedad es que al haber superado dislocaciones sociales críticas como la esclavitud, la falta de universalidad de derechos civiles, multitud de enfermedades incurables, la exclusividad de educación para las clases privilegiadas, la incertidumbre del acceso a alimentos, luz, cobijo y calor, la falta de oportunidades laborales dignas para los estratos más bajos de la sociedad y la ausencia de protección gubernamental a los desfavorecidos, nuestra atención se ha desviado hacia otras cosas. Ahora apreciamos otros problemas. Pero esos problemas que ahora nos atormentan son, para cualquier observador crítico que tenga un poco de perspectiva, mucho menos graves y menos dañinos para la humanidad que los que existían antaño.
En conclusión, la realidad externa no demuestra en absoluto que el mundo esté tan jodido, por lo menos en términos relativos. Todo lo contrario, resulta evidente que el mundo está significativamente mejor que antes.
¿Por qué entonces concluimos lo contrario? ¿Por qué, aunque seamos vagamente conscientes de que estamos mejor que antes, eso no parece ser demasiado útil para reducir nuestra insatisfacción? ¿Por qué seguimos pensando que el mundo es un polvorín a punto de estallar?
La realidad interna
El progresivo impulso de los derechos individuales ha hecho que nos sintamos más empoderados para exigir cambios en todo aquello que no nos gusta. Y la sofisticación de los medios de comunicación y la maquinaria publicitaria, unido al uso masivo de las redes sociales han magnificado nuestra sensación de que existen muchas cosas que no nos gustan y que debemos cambiar. Estos procesos han alterado progresivamente nuestra realidad interna y nos han influenciado para ser más exigentes con respecto a lo que deberíamos ser y tener, tanto nosotros mismos como los demás.
Como consecuencia de esta dinámica, ahora juzgamos sin parar. Juzgamos todo, opinamos sobre todo, tenemos una solución para todo. Queremos más y queremos mejor de cualquier cosa que capta nuestra atención, porque gracias a la influencia de toda esa maquinaria de comunicación que nos rodea, hemos adoptado la creencia de que nos lo merecemos. Nos sentimos legitimados para exigir. Y de esa forma hemos desarrollado una sed interminable que resulta imposible satisfacer.
La consecuencia de esa sed insatisfecha es que no estamos en paz. No nos aceptamos a nosotros mismos ni aceptamos la realidad a nuestro alrededor. Y esa “no-aceptación” genera frustración interna y se manifiesta en comportamientos agresivos, egoístas y desconfiados. Comportamientos reactivos, desconectados de nosotros mismos y del mundo al que pertenecemos.
En una palabra, no nos sentimos equilibrados y en armonía con nuestro entorno. Por esa razón, no somos amables.
Y eso es una lástima, porque es el punto de partida de todos nuestros problemas.
Las consecuencias de la falta de amabilidad
La falta de amabilidad hacia nosotros mismos y los demás genera consecuencias que van mucho más allá de lo que nos imaginamos, porque las influencias de nuestro comportamiento se extienden como la pólvora. Y esto es especialmente cierto en un mundo hiperconectado como el de ahora.
A menudo pensamos que nuestras acciones afectan simplemente a nuestro pequeño ecosistema y que no tienen gran trascendencia en el conjunto del mundo. Y eso diluye nuestra conciencia y nuestra responsabilidad, porque nos volvemos menos vigilantes de nuestras carencias de comportamiento.
A nivel personal, nos culpamos a nosotros mismos por no encajar en las expectativas de los demás, nos decimos a nosotros mismos que somos inadecuados, maltratamos nuestro cuerpo y mente con alimentación poco saludable y actividades de entretenimiento que nos embotan. A nivel relacional, no mostramos verdadero agradecimiento a los demás, no miramos a la cara de la gente que nos atiende, no escuchamos con atención, no hacemos un esfuerzo por ponernos en la posición del otro en una discusión. A nivel ético, mentimos, engañamos, hacemos trampas, faltamos a nuestros compromisos, recomendamos cosas a otros buscando nuestro propio beneficio. A nivel de conciencia medioambiental, no modificamos nuestros hábitos de consumo de carne, plástico, combustibles, ropa y otros elementos nocivos para la preservación del planeta para no alterar nuestro estilo de vida y nuestra sensación de comodidad.
Podría seguir, pero ya estoy aburrido y creo que captas el argumento: No somos amables, ni con nosotros mismos ni con el mundo que nos rodea.
Sin embargo, dedicamos un montón de energía a protestar y a exigir cambios en las políticas institucionales. Ponemos el foco en que las instituciones solucionen todos nuestros problemas, amparados por nuestra inflada y manipulada sensación de libertad individual y el megáfono de las redes sociales que se encuentra a nuestra disposición en todo momento. Empezamos el día con alegatos en Facebook para salvar el Amazonas y lo terminamos con un tweet que denuncia que la chica del mostrador en el MacDonald’s de la esquina no nos ha atendido del todo bien. Al hacerlo, recibimos un montón de likes de gente anónima a la que le importamos un carajo, creemos que hemos cambiado algo y un segundo después todo el mundo vuelve a hacer las mismas gilipolleces de siempre.
Casi nunca conseguimos cambiar nada por ese camino. Y la razón es que, aunque la presión sobre las instituciones sea necesaria y en ocasiones consiga progresos, no es el motor más potente de cambio, ni el elemento más poderoso para conseguir transformar el sistema a mejor. Porque ese camino es hostil y lleva a la agresividad. Y una vida que se canaliza a través de la agresividad perpetúa los conflictos a todos los niveles. Quizá consiga terminar con algunos, pero genera otros a menudo más graves. Y nunca consigue corregir ese desequilibrio interno del que hablábamos antes, porque el problema nos acompaña allí donde vamos.
El resumen de todo esto es que una de las fuerzas que más mueve el mundo actual es un afán colectivo, más extendido y universal que nunca, de cambiar las innumerables cosas que nos insatisfacen por medio de la agresividad. Los conflictos y las luchas de poder se multiplican por todos lados, porque nadie es amable con nadie.
Hay otra forma mucho más efectiva que la agresividad para cambiar las cosas. Y lo bueno es que no necesitamos remover cielo y tierra para torcerle el brazo a ninguna poderosa institución, sino que depende de nosotros mismos: El elemento más poderoso para transformar el sistema, la verdadera revolución, se encuentra en ser más amables con nosotros mismos y con los demás en nuestro pequeño ecosistema.
La amabilidad en nuestro pequeño ecosistema
Hace poco, una amiga que organiza actividades extra-escolares para niños me dijo que un día, después de hacer una sesión con algunos de ellos, envió a cada padre un mensaje personalizado detallando cómo se habían comportado sus hijos, lo que habían aprendido y cómo habían interactuado con los demás niños. No tenía por qué hacerlo y le llevó mucho tiempo, pero pensó que a los padres les gustaría saberlo.
¿Sabes cuántas respuestas recibió dándole las gracias?
Cero.
Sí. None. Zéro. Null.
Si Frasier estuviera aquí, habría salido a dar gritos a la terraza otra vez.
A todos nos gusta que nos traten bien. Que se nos valore, que se reconozcan nuestros méritos, nuestros gestos, nuestras pequeñas acciones. Sin embargo, vamos por el mundo como jodidos zombis, con total ausencia de autocrítica, culpando al mundo de todos nuestros problemas y sin mostrar la más mínima amabilidad con los demás y con nosotros mismos.
Si crees que esa actitud individual, extrapolada al ámbito colectivo, no tiene ningún impacto en el conjunto del mundo, estás más ciego que un gato de escayola, como dirían en el pueblo natal de mi señor padre. Esa actitud colectiva determina desde cómo nos atienden en la ventanilla del banco de la esquina, hasta quién está sentado ahora mismo en el despacho Oval de la Casa Blanca. Todo, absolutamente todo lo que pasa en el mundo, la forma en la que se relacionan las personas y cómo elegimos solucionar los conflictos, surge de esa actitud.
Y Frank Spartan va aún más allá: Si piensas que no tienes ninguna responsabilidad en todo esto, te equivocas. La raíz del cambio, la única posibilidad de transformación integral y duradera para la sociedad, se encuentra en ti. Mirar hacia otro lado y no incorporar más amabilidad a la forma en la que te relacionas con tu pequeño ecosistema te hace cómplice indirecto de todas las imperfecciones que hay en el mundo. Esto es un hecho tan evidente de causa-efecto como la fuerza de la gravedad, pero la solución se dilata en el tiempo porque la gran mayoría de nosotros, o bien no somos demasiado conscientes de ello, o bien decidimos hacer caso omiso y no asumir nuestra parte de responsabilidad.
Esta escena de una película inglesa resume muy bien a lo que me refiero. Está en ingles, pero aunque no seas Lord Byron seguro que captas el mensaje:
Da las gracias. Sonríe. Abre la puerta y deja entrar a otra persona antes que tú. Pregunta a las personas que te atienden qué tal les va el día e interésate por la respuesta. Mira a los ojos. Escucha con atención. Haz cumplidos sinceros y regalos inesperados. Elige ver lo bueno de los demás y confiar en ellos sin desprotegerte del todo. Intenta ponerte de verdad en el lugar de aquellos que tienen distinta opinión a la tuya. Haz ejercicio. Aliméntate bien. Duerme lo suficiente. No te culpes tanto por tus errores. Acepta tus limitaciones y tu imperfección. Aprende cosas nuevas y esfuérzate para ser un poco mejor cada día. Piensa un poco en los demás y en el medio ambiente cuando tomes decisiones de consumo. Respeta a los animales y a la naturaleza. Y antes de acostarte, agradece todas las cosas buenas que hay en tu vida, que seguro que son muchas.
Elige ser amable contigo mismo y con los demás en tu pequeño ecosistema. Poco a poco, sin proponértelo, cambiarás el mundo.
Pura vida,
Frank.
Un punto de vista interesante, que me hace reflexionar y me lleva a ser consciente de mi actitud para mejorar.
Pura vida