Cómo ganar una discusión

En los tiempos que corren, a menudo nos vemos envueltos en acaloradas discusiones con otras personas sobre los temas más variopintos. A veces sucede con nuestra pareja, a veces con amigos o familiares, a veces con completos desconocidos. A veces en persona, a veces por teléfono, a veces por Internet. A veces por cosas importantes, a veces por auténticas chorradas.

Las razones de que este fenómeno se produzca de forma tan frecuente son muchas, pero podemos destacar tres de ellas como algunas de las más significativas:

  • En primer lugar, tenemos una gran inclinación a expresar nuestra opinión. Vivimos, señoras y señores, en la era de la opinión y la libertad de expresión. Lo cual, gracias al vasto paisaje de la imperfección humana, se traduce en que cualquier persona se ve a sí misma cualificada para opinar sobre prácticamente cualquier cosa, por poco conocimiento y experiencia que tenga, y al mismo tiempo para desconfiar sobre la opinión de los demás, por mucho conocimiento y experiencia que ellos tengan.

Esta ubicuidad de la opinión influencia nuestro comportamiento. Todo el mundo opina, así que nosotros también lo hacemos. De hecho, el no opinar nos coloca en una situación en el espectro social que resulta extraña e incómoda. Una situación en la que parecemos no ser relevantes, porque quien atrae la atención de los demás son los que opinan. Y renunciar a esa atención no es algo que estemos dispuestos a hacer tan fácilmente.

  • En segundo lugar, vivimos en una sociedad en la que los conflictos entre grupos sociales e ideologías se producen constantemente. Una sociedad cada vez más polarizada, en la que se busca categorizar a las personas y ponerles etiquetas en función de su postura con respecto a los temas que más atención acaparan en cada momento.

En este contexto, si no queremos que nos adjudiquen una categoría que no creemos que nos corresponde, no nos queda más remedio que intentar convencer a quien lo intente de que se está equivocando y así salvaguardar nuestra identidad, o lo que quiera que pensemos que eso significa. Y esa encarnizada defensa de nuestra identidad suele conllevar algún tipo de debate o discusión con aquellos que la amenazan.

  • En tercer lugar, vivimos con prisas. Apenas tenemos tiempo para hacer frente a nuestras obligaciones del día a día o abordar todo aquello que nos gustaría. Ese frenetismo vital provoca que busquemos atajos en las interacciones con los demás, intentando influenciar su comportamiento para conseguir lo que queremos de la forma más rápida posible.

Cuando funcionamos con esa sensación de falta de tiempo, concluimos que no hay otro remedio que presionar a los demás de diversas formas para conseguir encajar las piezas. Y esa tendencia a la presión también genera fricciones de diversos tipos con las personas de nuestro entorno.

La consecuencia de estas tres fuerzas es que nos vemos envueltos con frecuencia en discusiones en las que intentamos imponer nuestra posición a los demás. Para conseguir ese objetivo, a veces utilizamos argumentos lógicos. Otras veces nos dejamos llevar por nuestras emociones. Y otras veces hacemos ambas cosas.

En estas circunstancias, en las que discutir se ha convertido en un hábito de práctica tan frecuente, parece evidente que incrementar nuestra destreza en el arte de la discusión es una habilidad que puede reportarnos múltiples beneficios.

¿Acaso no te gustaría tener a tu disposición un arsenal de tácticas para ganar discusiones, imponer tu opinión a los demás y de esa forma conseguir tus objetivos con más facilidad?

Por supuesto que me gustaría – me dirás. Vaya preguntas que haces, Frank.

Muy bien, pues vamos allá.

¿Qué es lo que buscamos al discutir?

Lo que generalmente buscamos al discutir es una satisfacción personal de dos dimensiones:

  • Primero, expresarnos. Ésta es una necesidad que se encuentra profundamente enraizada en nosotros y que nuestra mente interpreta como una manifestación de nuestra identidad, de lo que somos, en el mundo exterior. Un deseo de dejar algún tipo de huella externa de nuestra realidad interna.   
  • Segundo, convencer a los demás. En otras palabras, conseguir que cambien de opinión y estén de acuerdo con nosotros.

Esto es algo que hacemos constantemente y nos parece lo más normal del mundo, por mucho que en la práctica resulte muy difícil conseguir hacer cambiar de opinión a alguien.

A veces, estas discusiones se producen cuando intentamos conseguir algo que realmente necesitamos. Pero otras veces, la inmensa mayoría, lo que buscamos es simplemente satisfacer nuestra vanidad.

Si no hemos desarrollado el hábito de observar cómo nos comportamos e intentar entender cuáles son las motivaciones reales de nuestra conducta, lo más probable es que vayamos por la vida esclavizados por nuestro ego. Es nuestro ego quien manda. Y nuestro ego nos instruye a pensar que salirnos con la nuestra en una discusión es algo bueno para nosotros, porque nos proporciona evidencia de que nuestra creencia de que somos el centro del universo es correcta.

Pero no es así, porque salirte con la tuya no es tan importante. Tu opinión no es tan importante. De hecho, a nada que eleves un pelín la perspectiva, verás que importa bien poco.

El anhelo de experimentar ese sentimiento de importancia es la causa principal de que nos empeñemos tanto en imponer nuestra opinión sobre la de otras personas. A veces lo conseguimos (o más bien tenemos la sensación de que lo conseguimos) y a veces no. Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que estamos predispuestos a discutir ante cualquier experiencia, por nimia que sea, que amenace nuestro ego.

Y ahí es donde metemos la pata hasta el fondo, porque el enfocar nuestra energía en imponer nuestra opinión tiene un coste de oportunidad. En otras palabras, hay algo que sacrificamos por el camino para conseguir experimentar ese sentimiento de importancia.

Algo que tiene mucho más valor de lo que parece.

Las víctimas accidentales del ego

Cuando decidimos enzarzamos en una discusión con la intención de hacer valer nuestra opinión, se produce un curioso fenómeno. Nuestra atención y nuestras energías se concentran fundamentalmente en el objetivo primordial de satisfacer a nuestro ego, ignorando dos elementos que pueden tener grandes repercusiones en nuestro bienestar y nuestra felicidad.

1. La armonía de la relación

El primer elemento es la armonía de la relación con esa persona. El buen rollo, por así decirlo.

Cuando vamos por ahí con nuestras opiniones por delante como un búfalo con los ojos vendados y crisis nerviosa entrando en una cristalería, no solemos reparar en un pequeño detalle: Si bien es nuestro ego el que lleva las riendas de lo que decimos y lo que hacemos en esa discusión, lo mismo sucede en el caso de la otra persona.

La mayoría de las discusiones son una lucha de egos. Por eso, imponer nuestra opinión y obtener ese sentimiento de importancia implica generar el efecto diametralmente opuesto para la otra parte, es decir, un sentimiento de inferioridad. Y ese sentimiento de inferioridad se transforma con increíble facilidad en otra cosa:

Resentimiento.   

Cuando alguien siente resentimiento hacia otra persona, su relación con ella se va al carajo. Al carajo de verdad, porque ese misil hace un agujero tan grande en el casco del barco que resulta muy difícil impedir que éste se vaya a pique. Incluso si conseguimos achicar toda el agua que ha entrado y tapar el agujero, el barco queda tocado y no vuelve a navegar como antes.

El resentimiento se queda pegado al alma como una lapa se pega a la roca. Las personas pueden perdonar muchas cosas, pero que alguien les haga sentir inferiores es una de las más difíciles de perdonar y prácticamente imposible de olvidar.

2. La paz interior

El segundo elemento es la paz interior.

Cuando nos metemos en discusiones con la intención de ganarlas, nuestro estado de ánimo se ve alterado. El conflicto, sea físico o social, impacta en nuestro sistema nervioso. Y la agitación que experimentamos no sólo se limita al momento concreto del conflicto, sino que se extiende a momentos posteriores, a veces durante largos periodos de tiempo.

¿Es esto tan importante?

Sí, lo es.

La paz interior es algo sagrado. Es un tesoro que rara vez merece la pena correr el riesgo de perder, porque de ella emana cómo haces todo lo que haces. De ella emana la forma en la que te relacionas con el mundo, la actitud con la que tratas a los demás, la perspectiva que adoptas al interpretar lo que te sucede. Sin ella, estás a merced de la impredecible partitura que siguen tus emociones, las cuales no suelen ser las mejores consejeras a la hora de guiar nuestros comportamientos.   

En resumen, meterte en discusiones no sólo provoca malestar en el plano externo (la armonía de tus relaciones se deteriora) sino también malestar en el plano interno (tu paz interior se deteriora).

¿Y para qué?

En la mayoría de los casos, simplemente para satisfacer a tu vanidad.

Fuck that.

Ésa es una mala elección. Lo que sacrificas no compensa ni de lejos lo que obtienes a cambio. Sólo los estúpidos, los inconscientes y los políticos deciden así.

Hay una máxima que debes tener siempre en cuenta cuando sientas que el aguijón del ego se clava en ti para empujarte a que te involucres en una discusión:

La única forma de ganar una discusión es no tenerla.

En otras palabras, pasa olímpicamente del tema. Pasa olímpicamente de lo que tu ego te dice que hagas.

Para entender esta idea de verdad y que después se manifieste en tus decisiones has de darle a la palabra “ganar” un significado un poco más amplio que el que el ego te susurra al oído. Ganar no es machacar al otro con tus argumentos hasta que escupa bilis por la boca, sino evitar perder la calma y evitar dañar tu relación con la otra persona.

Eso es ganar. Ganar de verdad. Lo otro es perder, por mucho que el ego nos intente hacer creer lo contrario.

Hay una pregunta que conviene que nos hagamos a nosotros mismos antes de zambullirnos de cabeza en una discusión. Y esa pregunta es ésta:

¿Qué voy a ganar yo realmente metiéndome ahí?

Esta pregunta es muy útil, porque nos permite recuperar el timón y dejar a nuestro ego en pausa durante unos segundos mientras decidimos qué hacer. Y eso, a menudo, suele ser suficiente para decidir con un poco más de criterio.

¿Y si no podemos evitarlo?

Todo esto está muy bien, Frank. Pero a veces hay que discutir – me dirás.

Y eso es cierto. A veces hay que hacerlo. Pero aquí es donde entramos en el mensaje principal de este artículo: Has de elegir cuidadosamente en qué situaciones tiene sentido discutir.

¿Por qué?

Muy sencillo: Cuanta mayor sea la frecuencia con la que discutes, más probabilidades tendrás de dañar tus relaciones y de mermar tu paz interior. En otras palabras, más probabilidades tendrás de perder algo que tiene mucho más valor del que parece cuando las emociones vuelan alto.

Esta habilidad de saber detenerte a tiempo no surgirá en ti por generación espontánea. Primero tendrás que hacer un poco de trabajo interior para entender mejor qué cosas son realmente importantes para ti y qué cosas lo son menos. Tendrás que priorizar unas sobre otras. Las personas que discuten constantemente no priorizan: Todo es igual de importante y todo es motivo suficiente para discutir.

Frank Spartan ha tenido problemas con este tema durante mucho tiempo. Siempre he tenido cierta tendencia a meterme en discusiones para hacer valer mis argumentos, porque mi personalidad y mis experiencias previas me inducían a ello. Eso, visto con un poco de perspectiva, fue un error, porque provocó las consecuencias que he mencionado con anterioridad.

Sin embargo, también aprendí mucho de esa experiencia. Como se suele decir, aquél que no aprende por discernimiento, aprende por sufrimiento.

Aún me queda mucho por mejorar en este tema, pero ahora soy bastante más selectivo a la hora de meterme en líos. En la mayoría de los casos, cuando alguien dice algo que no me gusta o con lo que estoy en desacuerdo, simplemente sonrío, me encojo de hombros y, o bien no digo nada, o bien le digo a la otra persona que no estoy en desacuerdo con ella.

En otras palabras, intento eludir los conflictos innecesarios. Y gracias a una cosa tan simple, la calidad de mi vida ha subido varios enteros.  

Ahora bien, a pesar de la validez general de este principio, habrá determinadas situaciones en las que tenga sentido discutir porque son relativas a algo que es importante para nosotros. En esos casos es probablemente acertado plantar cara y luchar por lo que creemos, pero conviene no perder de vista el objetivo principal:

El objetivo principal no es sentirnos importantes y salirnos con la nuestra, sino que ambas partes sientan que han ganado. Y para eso hemos de comunicarnos con la otra persona con destreza e interactuar de forma constructiva, no como el cafre del ego nos impulsa a hacerlo.

Si ambas personas sienten que la discusión ha contribuido de alguna manera a mejorar su situación, con toda seguridad obtendremos mucho más, a medio y largo plazo, de lo que habríamos obtenido si operamos con la intención de aplastar al adversario. Sólo tienes que probarlo y lo comprobarás. De cien veces sucede las cien.

Eso sí, a corto plazo es posible que no te sientas tan importante.

¿Podrás vivir con eso?

Pura vida,

Frank.

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