Quizá no seas quien crees ser

¿Quién eres?

Una interesante pregunta, ¿no es verdad?

Aunque quizás no lo parezca a primera vista.

Muchos de nosotros tenemos otras preguntas más acuciantes que responder y otras prioridades a las que asignar nuestra atención en el día a día. Tenemos facturas que pagar, series de televisión que ver, cervezas que consumir y vacaciones que organizar. Plantearse la pregunta de “quién soy” e intentar averiguar la respuesta no parece excesivamente urgente, ni tampoco excesivamente importante.

Pero hay un pequeño detalle de fondo: Si observas cómo funciona tu vida con una pizca de cuidado, verás que todo lo que haces, por qué lo haces y cómo lo haces emana de una percepción subjetiva, sea consciente o inconsciente, de quién eres. O, mejor dicho, de quién crees que eres.

Así que me temo que, en la práctica, entender si eres realmente quien crees ser es bastante importante. Y también bastante urgente, porque tu tiempo de baile no es ilimitado y es posible que no haya ninguna secuela en la película de tu vida cuando se corra el telón. Cosas del directo.

El problema es que todo este galimatías de quiénes somos intimida un poco. Y además, es complejo. Abordarlo requiere tiempo y esfuerzo de reflexión.

Ya. Pero es que estás leyendo a Frank. ¿Qué narices esperabas? ¿Una palmadita en la espalda por el tiempo que pasas en Instagram?

Empecemos.

Quiénes creemos que somos

La inmensa mayoría de nosotros no hemos profundizado en averiguar quiénes somos. Y no lo hemos hecho porque la pregunta no existe realmente en nuestras cabezas. Simplemente, inducimos quiénes somos en base a una serie de elementos que se van manifestando en nuestra vida y en los que reparan nuestros pensamientos.

Somos de Madrid, ingenieros, con un tipo de personalidad, unos hábitos de comportamiento, unas creencias y unas preferencias, experimentamos placer con unas cosas y dolor con otras.

Básicamente eso es todo lo que solemos tener en cuenta para visualizar intuitivamente nuestra autoimagen, ¿no es verdad? Esas cosas conforman la práctica totalidad de nuestra realidad subjetiva consciente, y por tanto asumimos – a menudo sin darnos cuenta – que son las que definen nuestra identidad. Lo damos por hecho. Ni siquiera se nos pasa por la cabeza cuestionarlo lo más mínimo.

Parpadeamos un par de veces, arrancamos el coche y nos ponemos a tomar decisiones sobre si debemos ir hacia un lado o hacia el otro, con esa imagen de nosotros mismos en el espejo retrovisor.

Pero… ¿es esto realmente como parece ser?

Quizá no tanto.

Veamos algunos de los elementos más característicos que muchas personas creen que definen radicalmente su identidad, como el ser fans de un equipo de fútbol, su ocupación profesional o su ideología política.

Lo que suele pasar en la inmensa mayoría de los casos es que alguien es fan de un equipo de fútbol porque ha nacido en esa ciudad y/o ha tenido algún tipo de influencia externa fortuita que le ha llevado a aficionarse por ese equipo y no por otro.

Esos motivos no son esenciales, sino circunstanciales. O, dicho de otro modo, son fruto de los caprichosos designios del azar.

Podrías haber nacido en otra ciudad u otro país, y podrías haber tenido otras influencias fortuitas. Y el resultado habría sido, muy probablemente, otro distinto. Puedes decirme que no es así, porque estás seguro de que hay una fuerza sobrenatural que dirige tu destino y te lleva, inexorablemente, a ser fan del Athletic de Bilbao y no del Inter de Milán, y que así seguiría siendo si hubieras nacido en Milán hace 100 años y no existiera la televisión.

Y sí, entiendo por qué dirías eso. Nuestro cerebro necesita poder explicar que las cosas suceden por alguna razón y abomina convivir con la incertidumbre y la ausencia de control. Pero eso es una cosa, y que el destino te haya llevado inexorablemente a ser fan del Athletic es otra muy distinta.

Lo mismo ocurre con tu carrera profesional. La inmensa mayoría de personas han aterrizado en su ocupación laboral por una serie de eventos concatenados que partieron de la casilla de salida de una decisión de estudiar una cosa y no otra. Una decisión que se tomó en base a unos criterios largamente circunstanciales, como lo que te recomendaron hacer tus padres, qué era lo que ofrecía buenas perspectivas de encontrar empleo por aquel entonces y qué era lo que te parecía interesante desde la barrera, aunque no tuvieras ninguna visibilidad de cómo iba a ser tu día a día en esa ocupación profesional en la práctica, ni si aquello iba a encajar contigo.

Una cosa llevó a la otra y aterrizaste en un empleo. Empezaste a pagar facturas y a hacerte más dependiente de ese empleo. Y de ese empleo surgieron oportunidades relacionadas con empleos similares, o con personas en cuyo camino te cruzaste, por meras casualidades de la vida.

A pesar de la enorme carga de randomness que nos llevó a aterrizar en nuestros empleos, la inmensa mayoría de nosotros nos identificamos intensamente con ellos. No decimos “trabajo en ingeniería”, sino “soy ingeniero”. Esa expresión no es casualidad. Usamos esas palabras porque creemos, a un nivel muy visceral, que nuestra ocupación profesional es una parte fundamental de la esencia de nuestro ser.

Sin embargo, la visión más cercana a la verdad es probablemente ésta: Si tus padres te hubieran recomendado otra cosa, o esos estudios no hubieran ofrecido buenas posibilidades de empleo en ese preciso momento, o incluso si tu mejor amigo o tu pareja de entonces te hubiera dicho “¿por qué no estudiamos esto otro?”, es muy posible que hubieras acabado en una ocupación profesional distinta a la de ahora.

Sí, colega. Tienes mucho menos control sobre el desenlace de los acontecimientos de lo que crees.

Lo mismo ocurre con tu ideología política. La inmensa mayoría de nosotros tenemos unas preferencias políticas u otras porque estamos fuertemente influenciados por nuestros padres, las personas que nos rodean, las cosas que nos suceden y las circunstancias de nuestra vida. No nacemos con una ideología política concreta, sino que “aterrizamos” en ella por una serie de factores que, en un muy alto grado, escapan a nuestro control y son largamente fruto del azar.  

Quizá pienses que la justicia social es lo más importante del mundo y que eso forma parte de la esencia de quién eres. Pero si hubieras nacido en el seno de una familia emprendedora y hubieras visto a tus padres arriesgarlo todo, trabajar de sol a sol y después de muchos sacrificios conseguir buenos resultados, quizás no verías con tan buenos ojos que otras personas exigieran que tu familia compartiera a la fuerza los beneficios de su trabajo con ellas, elevando su calidad humana por encima de las vuestras, simplemente porque no les parece “justo” que otras personas tengan más que ellas.

¿A dónde quiere llegar tu amigo Frank con todo esto?

A que es muy posible que todo eso que crees que define quién eres sea, fundamentalmente, fruto del azar.

Puede que le hayas dado un significado cósmico y profundo a los elementos que tu mente y tus procesos de pensamiento te dicen que conforman tu identidad, pero quizás, en la práctica, esos elementos sean mucho más aleatorios de lo que parece.

Quizás el impulso de la marea haya tenido mucha más influencia en el hecho de que te encuentres donde estás ahora, que tus supuestos golpes de timón.

Piénsalo con serenidad y con mente abierta. ¿No es así en gran parte como sucedió?

Curioso, ¿verdad? Y probablemente un poco difícil de admitir también.

Pero no sufras. Veamos qué significa todo esto.

El peso del azar en nuestra autopercepción

Si aceptamos la hipótesis de que la influencia del azar en la concepción que tenemos de nosotros mismos ha sido muy relevante, podemos extraer varias conclusiones.

En primer lugar, hay una serie de elementos que tradicionalmente asociamos con nuestra identidad que quizá no debamos considerar tan importantes, o que quizá no debamos tomarnos tan en serio.

  • El que hayamos nacido en cierto lugar, por ejemplo. Las banderas, los nacionalismos, las costumbres.
  • El trabajo concreto que hacemos, por ejemplo. Las profesiones, la posición jerárquica, los sueldos, el estatus.
  • Con quién interactuamos habitualmente, por ejemplo. Colegas, amigos, conocidos.
  • El estilo de vida que llevamos, por ejemplo. Comodidades, gastos, aficiones.
  • Los logros que hemos cosechado, por ejemplo. Triunfos, premios, elogios, conquistas.

Sí, puede que todos estos elementos te gusten o que te hagan sentir bien. O puede que no. Pero sea como sea … ¿definen realmente tu identidad? ¿Son parte integral de tu esencia?

Quizás no tanto como tu mente te hace creer.

Esos elementos son los que son, pero podrían ser otros diferentes por la influencia del azar. ¿Y eso qué significaría? ¿Que tu esencia sería distinta? ¿Que ya no serías tú?

Primera conclusión: Cuestiona el papel que ciertas cosas tienen en quién eres realmente. Especialmente las que más ruido hacen en el ámbito sociocultural. En la gran mayoría de los casos, esas cosas son meros ornamentos del árbol… y no tienen mucho que ver con el árbol en sí.   

En segundo lugar, resistir cualquier tipo de cambio que “amenace” la integridad de nuestra autopercepción quizá no sea tan importante para nuestra supervivencia como parece.

La inmensa mayoría de nosotros vivimos bajo el yugo del Ego. El poder del Ego se ancla en la resistencia al cambio y la dependencia de nuestra autopercepción. El Ego es el que nos impulsa a reaccionar de ciertas maneras y el que nos susurra al oído que nos está ayudando, cuando en la práctica nos está empujando sin contemplaciones a un charco de barro.

Cuando alguien nos dice que estamos haciendo algo mal en un plano vital que es relevante para nosotros, solemos reaccionar a la defensiva. Y mucho más si sabemos, en nuestro fuero interno, que lo que nos dicen es verdad. ¿Por qué? Porque cuanto más real es la amenaza hacia nuestra autopercepción, más alta se alza la empalizada del Ego para protegerla.

El Ego es resistencia, juicio, expectativa, miedo, orgullo. Se hace fuerte cuando estás demasiado ligado a cierta concepción de ti mismo, y se debilita cuando dejas ir. Cuando empiezas a aceptar que lo que antes considerabas tu identidad está basado en elementos que se encuentran, en un alto grado, más allá de tu control. Y que, por tanto, no son realmente una parte sustancial de tu identidad.

Segunda conclusión: El Ego se resistirá a la evolución de tu autopercepción y a la transición a un nivel superior de entendimiento sobre quién eres. Permanece en guardia frente a esas resistencias y reconócelas cuando aparezcan.

¿Qué compone, entonces, la esencia de nuestra identidad?

Si quieres profundizar en quién eres, has de funcionar con un modelo mental de “primeros principios” y atravesar varias capas de niebla para acercarte al núcleo donde se encuentra la esencia de tu identidad. Has de dejar atrás las superficialidades del trabajo que haces, el lugar en el que vives, tu situación familiar, las personas con las que te relacionas, los deportes que practicas y la marca de zapatillas que usas.

Para adoptar esta nueva perspectiva, has de dejar atrás el qué y el cómo, para concentrarte en otra cosa mucho más importante.

El porqué.

El porqué es lo que realmente define quién eres.

Lo que importa no es que seas amable, sino por qué lo eres. Que seas amable les importa a los demás, porque ellos experimentan la manifestación externa de tu amabilidad. Pero el por qué eres amable es tu realidad interna. Nadie ve dónde reside el origen de tu amabilidad. Sólo lo ves tú.

Una persona puede ser amable con el objetivo de conseguir algo material y otra persona puede serlo porque se siente agradecida con su vida. Son dos energías diferentes y dos identidades diferentes, porque sus porqués son diferentes.

Los valores que conforman tu filosofía de vida son las hebras que conforman tus porqués. A través de ellas eliges: 1) qué es realmente importante para ti, 2) qué es más importante que qué, en caso de conflicto entre ambos, y 3) por qué todo eso es así y no de otra manera.

Cuando construyes una filosofía de vida y tomas decisiones consistentes con ella, tu identidad se manifiesta en todo su esplendor. Pero ambas condiciones son necesarias: No es suficiente con tener un porqué. Hay que plasmar ese porqué en actos que manifiesten esa energía interna en el mundo exterior. Sin esos actos, tu identidad es como una canción que has compuesto con mucho cariño, pero que no has escuchado nunca.

Al avanzar por ese camino comprobarás que algo empieza a cambiar. Ya no es tu realidad externa la que define quién eres, sino que el orden se invierte: Es la definición de quién eres y tu compromiso con esa identidad lo que empieza a determinar cómo te relacionas con la realidad externa.

Ahora tienes una motivación intrínseca para ser amable, para ser buen amigo, para hacer tu trabajo con excelencia, para ser buena pareja, buen hijo, buen padre o buen hermano, para cuidar tu cuerpo, para escuchar con atención, para tratar bien a los animales, para abordar los conflictos, para hacer unas cosas y no otras. Esas motivaciones intrínsecas, esos porqués, son las piezas que conforman tu verdadera identidad.

¿Cómo podemos conectar con nuestra identidad?

En nuestra cultura actual, la inmensa mayoría de personas están desconectadas de su identidad. Y eso sucede por dos grandes motivos:

Por un lado, están las personas que no tienen un porqué interno y auténtico, sino uno autoimpuesto por las circunstancias externas. Hago este trabajo porque necesito el dinero, me relaciono con estas personas por comodidad y rutina, practico esta afición en mi tiempo libre porque está de moda. En una palabra, se dejan llevar por la corriente. Estas personas no conocen su verdadera identidad, pero tampoco son demasiado conscientes de ello. Sólo perciben intermitentemente que algo chirría en su interior, pero no saben muy bien qué es.

“La mayoría de las personas son otras personas. Sus pensamientos son las opiniones de otro, su vida una imitación, sus pasiones una cita.” 

–  Oscar Wilde

Por otro lado, están las personas que sí tienen un porqué interno y auténtico, pero no lo ponen en práctica en la vida real debido a ciertas resistencias. Escuchan la llamada de su voz interior y saben lo que deberían hacer, pero no acaban de hacerlo. Y ello les causa conflicto interno, porque, a diferencia de las anteriores, estas personas sí intuyen cuál es su identidad, pero no la manifiestan con actos concretos en el mundo exterior. Es como si se pusieran el traje de Superman, pero en vez de salvar a Lois Lane de caer de aquel helicóptero, se escondieran con su traje debajo de la almohada porque tienen miedo a las alturas. Se sienten muy culpables de ello, sí, pero la pobre Lois se rompe la crisma.

“No hay mayor ilusión que el miedo”

–  Lao Tzu

Conectar con tu identidad requiere tres cosas. Si cualquiera de las tres falla, el tren no llegará a puerto, por mucho que te empeñes en echar leña a la caldera.

  • La primera es sinceridad contigo mismo. Debes construir una filosofía de vida que encaje de verdad con tu voz interior, aunque eso sea inconsistente con los comportamientos que ves a tu alrededor.
  • La segunda es coraje. Tendrás que poner esa filosofía en práctica con actos y decisiones concretas que puede que impliquen movimientos transformadores – como cambiar de rumbo profesional o abandonar ciertas relaciones – pero que son necesarios para que tu filosofía de vida interna se manifieste en la realidad externa.
  • La tercera es disciplina: Has de mantener el rumbo con las pequeñas decisiones del día a día, a pesar de la pesada e interminable insistencia del mundo en el que vives para que dejes de ser tú mismo.

Cuando esas tres cosas confluyen es cuando experimentas la auténtica conexión con tu identidad. El conflicto interno cesa y se produce la armonía entre tu energía interna y la realidad externa. Y ahí es cuando, por primera vez, te sientes conectado con todo lo que te rodea. Ya no actúas desde el Ego, sino desde el Ser. Algo que, por desgracia, muy pocas personas experimentan.  

Pero todo este rollo… ¿es realista, Frank? ¿Se puede vivir así en los tiempos que corren?

No sólo se puede, colega. Más que nunca, se debe. La cultura avanza en una dirección en la que todo lo que nos rodea no facilita sino una cada mayor desconexión con nuestra identidad. Reconectar y vivir con nuestra identidad en el centro es un imperativo moral para con nosotros mismos, además de ser un ejemplo inspirador para los demás y contribuir a liderar un cambio de paradigma cada vez más necesario para la supervivencia espiritual de nuestra sociedad.

Ahora bien, tracemos una pincelada de realidad: Para poder manifestar tu identidad en las diferentes dimensiones de tu vida de manera recurrente, en el complicado mundo en el que vivimos, has de construir un estilo de vida autosostenible.

¿Qué significa esto?

Que te lo tienes que currar. Y mucho.

Repetir mantras delante del espejo, en pijama y con expresión de estar iluminado, no es suficiente. Lo único que vas a conseguir es asustar a los vecinos.

Debes hacerte capaz de aportar valor al mundo, para poder valerte por ti mismo sin necesidad de traicionar tu esencia.

Para poder expresar tu identidad y, al mismo tiempo, vivir una vida de abundancia y no de privación, debes ser competente: Aprender cosas nuevas, desarrollar habilidades útiles, hacerte realmente bueno en algo.

Todo esto lleva tiempo, esfuerzo y paciencia. Pero una vez hayas desarrollado esa capacidad de aportar valor al mundo, te será mucho más sencillo canalizar tu identidad en una forma de vivir que sea sostenible en el tiempo, y experimentar la conexión con el Ser en todo lo que haces. Prestar mayor atención al momento presente y experimentar que esa identidad, que tan diferente y única antaño creías que era, tiene en verdad mucho que ver con todo lo que te rodea.

Difícil, sí. Pero un objetivo que merece de verdad la pena.

Además, ¿para qué estás aquí si no?

“El privilegio de toda una vida es poder convertirse en quien realmente eres”

–  Carl Jung

Pura vida,

Frank.

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1 comentario en “Quizá no seas quien crees ser”

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