Hace algunas semanas me reuní con un grupo de viejos amigos para tomar unas cervezas. Todos ellos habían estado muy presentes en mi vida a lo largo de los años, especialmente en la década de los 20.
Como era de esperar, los temas banales más variopintos coparon la mayor parte de nuestra conversación. Fueron buenos momentos. Momentos en los que no necesitábamos mucho más que estar juntos para disfrutar. El brillo de los ojos, la profundidad de las risas y la vibración de los tonos de voz no dejaban espacio para la duda.
Al de unos minutos, uno de ellos recordó una anécdota de los tiempos en los que salíamos a divertirnos juntos por la noche. Y otro hizo una comparación con las formas de divertirse de los jóvenes de ahora. De ahí surgió un debate filosófico muy interesante, cuya conclusión voy a omitir por el momento, hasta que la fuerza inexorable de la gravedad arrastró el tema de conversación hacia el movimiento armónico del trasero de la chica que acababa de entrar en el bar.
Men will be men, qué puedo decir.
Pero volvamos a ese debate filosófico de tan corta mecha que tuvo lugar durante aquella conversación con mis amigos. Entre otras cosas, porque su temática es la pieza troncal de este post.
Cuando las personas de ya cierta edad observamos el modo de comportarse de las nuevas generaciones, solemos fruncir el ceño en señal de falta de entendimiento. Sus usos y costumbres nos parecen extraños, alocados, carentes de lógica y perspectiva. Y los jóvenes, por su parte, contemplan a nuestra generación como un rebaño de carcas desconectados de la realidad y anclados en filosofías de vida que les resultan incomprensibles y anacrónicas.
Esto no es una novedad. Generación tras generación, mayores y jóvenes, padres e hijos, tíos y sobrinos, sufren de este desalineamiento de creencias, prioridades y comportamientos. Y generación tras generación, las barreras de comunicación se alzan inexpugnables entre ellos. Los mayores aleccionan, juzgan y critican, y los jóvenes se encogen de hombros y les ignoran.
Esto podría parecer un problema serio, pero, sorprendentemente, no suele provocar ninguna tragedia en el progreso humano. De algún modo, los jóvenes se las acaban apañando y las piezas terminan encajando. Aprenden algo de sus errores, encuentran un camino, viven su vida, y eventualmente adoptan el papel espejo de consejeros, jueces y críticos con la generación siguiente de jóvenes.
Entonces… esto es más anecdótico que otra cosa, ¿no es así? No hay nada relevante que merezca la pena señalar.
Frank Spartan discrepa de esta conclusión. Lo hay. Y es algo mucho más importante de lo que parece a primera vista.
¿Y qué es?
Que esta vez es diferente.
La dinámica que gobierna la evolución de esta generación de jóvenes no es como las anteriores. Es más compleja, más inestable, más peligrosa. Y no sólo eso, sino que las carencias de entendimiento y las barreras de comunicación entre la generación veterana y la generación joven son más pronunciadas e infranqueables que nunca.
Veamos por qué.
¿Qué ocurre con los jóvenes de ahora?
“This time is different”.
Es posible que hayas oído antes esa expresión. Suele hacer referencia a las crisis económicas. Cuando llega una gran crisis, muchas personas adoptan la creencia de que va a tener consecuencias mucho más devastadoras que las crisis anteriores y que va a cambiar el mundo para siempre. Y los intelectuales con cierta perspectiva histórica contemplan las variadas expresiones de catastrofismo y se cachondean, pensando que lo único que sucede es que la historia se repite y que tarde o temprano las aguas volverán a su cauce.
Y, hasta ahora, eso es precisamente lo que ha sucedido. Una y otra vez, sin excepción.
Sin embargo, el plano cultural tiene unos cilindros de funcionamiento diferentes al plano económico. Si bien la economía tiende a seguir un patrón cíclico en línea con la naturaleza del ser humano y su inclinación a alternar secuencialmente avaricia y temor, complacencia y conservadurismo, osadía y pusilanimidad, la evolución cultural tiende a ser más errática. Ciertas experiencias, descubrimientos o incluso acontecimientos aparentemente irrelevantes pueden cambiar la cultura y los valores predominantes durante largos periodos de tiempo, o conducirlos por derroteros difícilmente predecibles.
Y eso es también, precisamente, lo que está sucediendo ahora mismo.
Cuando el teléfono móvil hizo su aparición en escena, todo parecían ser ventajas. De repente podías comunicarte a tu antojo con los demás, sin necesidad de utilizar un armatoste conectado permanentemente a la pared de la casa de tus padres. Y cuando la tecnología permitió incorporar el flujo de datos al ecosistema de comunicación, las ventajas se antojaban infinitas. Ahora ya era posible ejecutar todo tipo de tareas a través de Internet, y con ello ahorrar tiempo que poder emplear en otros menesteres.
Un mundo de autonomía y productividad sin límites, repleto de leche y miel. O eso creíamos.
Pero hay algo que no vimos venir.
Rebobinemos un poco para tomar perspectiva:
En épocas pasadas, durante la práctica totalidad de la historia de la humanidad, los niños y no tan niños crecieron en un ambiente de exposición limitada a la realidad externa. Sus interacciones con los demás se ceñían a los encuentros cara a cara, y su conocimiento de aquel mundo que se hallaba más allá de su entorno cercano provenía de las enseñanzas que recibían en el colegio.
Era un entorno controlado. Un entorno en el que los valores, las creencias, los aprendizajes y los hábitos de comportamiento navegaban de padres a hijos de forma más fluida. Y ello, en la inmensa de los casos, redundaba en el beneficio de los hijos. Por la sencilla razón de que los padres estaban naturalmente incentivados a comunicar lo que ellos creían, con toda su buena voluntad, que a los hijos mejor les iba a servir para tener una buena vida.
Sí, las barreras de comunicación y entendimiento entre generaciones existían también entonces. Los padres de aquella época creían que los hijos hacían cosas incomprensibles y los hijos de aquella época creían que los padres eran unos carcas. Pero los mensajes de padres a hijos acababan llegando sin demasiadas dificultades, porque el riesgo de que elementos externos alienaran la comunicación entre ellos era relativamente bajo. El entorno estaba más acotado y protegido frente a posibles influencias perniciosas. El riesgo de las malas compañías o la adicción a las drogas estaba ahí, pero siempre en un plano físico palpable y con cierto grado de línea visual.
El mundo de ahora es muy distinto a aquél.
Y aquél es un mundo que no tiene demasiados visos de volver, entre otras cosas porque la capacidad tecnológica y el uso humano de la misma tiende naturalmente a expandirse en el tiempo, no a contraerse.
Para ilustrar este punto, examinemos la experiencia vital de un niño cualquiera – llamémosle «Little Monster» – que nace en un país del mundo desarrollado en la época actual.
Little Monster recibe su primer acceso a los contenidos de un teléfono móvil (o tableta, o sucedáneos) a la edad de 2-3 años.
Al de unos años, Little Monster empieza a utilizar el ordenador en el colegio, con cierto acceso a Internet, y se va familiarizando con el acceso a contenidos a través del móvil de sus padres u otros aparatos electrónicos.
Cuando Little Monster alcanza los 11 o 12 años de edad, recibe su propio teléfono móvil.
Inmediatamente después, Little Monster encuentra la forma de acceder a todos los contenidos que desea con la ayuda de sus amigos, eludiendo el control parental.
A partir de ese momento, el canal al que Little Monster más atención presta, y a través del cual mayor volumen de información recibe, es su teléfono móvil. En la vida de Little Monster va surgiendo una nueva figura de autoridad, cada vez más incuestionable y poderosa, que es Internet. Y la importancia que Little Monster asigna a esta figura de autoridad se ve reforzada por su deseo de pertenencia a su grupo de amigos, en el que este comportamiento es generalizado.
A partir de los 12-13 años, prácticamente todo lo que le interesa a Little Monster está en Internet. Y todo lo que no está en Internet precisa de una expectativa de premio especial – o una amenaza de castigo especial – para que Little Monster le preste un mínimo de atención.
Esta realidad existe ya hoy en la inmensa mayoría de los niños. Y cuanto más nos acostumbramos a la tecnología, más profundidad adquieren estos comportamientos y más se reducen los rangos de edad a los que comienzan las diferentes fases por las que ha pasado nuestro querido Little Monster.
Ahora prestemos atención a los incentivos.
Como hemos mencionado, en la era pre-Internet la información que los niños recibían estaba controlada por su entorno más cercano, en concreto sus familiares y sus profesores. Y el fin último de esa transferencia de información era que los niños vivieran una buena vida, porque ése era el incentivo natural, fruto de su cercanía y vínculo emocional, de las personas que les rodeaban.
Pues bien, los contenidos que reciben los niños en Internet hoy en día responden a un incentivo natural que es diametralmente opuesto al anterior: Que los niños vivan una mala vida.
No, Frank Spartan no está diciendo que joderle la vida a los niños sea un objetivo maquiavélicamente premeditado por las compañías de telecomunicaciones o los poderes fácticos de la sociedad. Al menos, no tengo evidencia alguna de ello. Pero lo que sí digo es que existe una serie de patrones y dinámicas de causa-efecto que llevan inexorablemente a este resultado.
Veamos.
Por qué Internet nos conduce hacia una peor experiencia vital
Un aspecto interesante sobre la satisfacción vital y la felicidad – al menos los niveles de felicidad declarados subjetivamente por las personas – es que han ido aumentando con el tiempo, en correlación con el nivel de riqueza y progreso tecnológico.
Esto ha sido así durante muchas décadas desde la Revolución Industrial. Sin embargo, hay muchas métricas que indican que el nivel de progreso tecnológico con impacto en la calidad de vida de las personas se está ralentizando, y que los incrementos marginales de calidad de vida son cada vez más pequeños.
Por ejemplo, imagina que vives en Estados Unidos en el año 1870. Tu vida transcurre en el campo, cultivas tu propia comida y tejes tu propia ropa. No tienes electricidad y si quieres agua tienes que cargar pesados cubos durante varios kilómetros. Has de trabajar en el campo de sol a sol para poder comer. No tienes casi contacto con nadie que no sea tu familia y tu esperanza de vida son 39 años.
Ahora imagina que te duermes y despiertas 50 años más tarde, en 1920. Tienes electricidad, teléfono y hasta quizá un coche. El agua se desinfecta con regularidad y tienes menos probabilidades de contraer el cólera. Tu esperanza de vida asciende a los 55 años.
En una nueva vuelta de tuerca, te despiertas 50 años más tarde, en 1970. Tienes un inodoro en el baño, un horno, un frigorífico, una televisión y calefacción central. Puedes volar en avión y acabas de ver cómo hemos llegado a la Luna. Hay penicilina y vacunas, y la esperanza de vida alcanza los 71 años. Trabajas menos horas, tienes tiempo libre, vacaciones y jubilación.
Un nuevo sueño y te despiertas en 2020. Hay nuevos avances, sí, pero no tan pronunciados. Ahora tienes un microondas, una televisión mejor y más grande, y más facilidad para viajar, pero sigue habiendo coches y aviones. Tienes más entretenimiento y acceso a más contenidos, pero tu calidad de vida no ha cambiado tanto a mejor como en épocas pasadas. Tu esperanza de vida son 79 años, 8 años más que hace 50. El cambio más relevante es el uso de ordenadores y la conectividad global a través de Internet. Y si eres mujer seguro que sientes que tienes más libertad y facilidades para hacer lo que te apetece que en épocas pasadas, aunque ello no parece haber redundado en una mayor felicidad, porque las mujeres han reportado, al contrario que los hombres, una reducción en sus niveles subjetivos de felicidad en los últimos años.
Paradojas de la vida. O quizá no tanto.
Cuando ves esta evolución, no es difícil entender por qué la felicidad subjetiva de las personas fue creciendo con el tiempo. Los cambios en calidad de vida gracias al progreso tecnológico fueron muy relevantes hasta 1970. Pero en los últimos 50 años, el ritmo de progreso se ha ralentizado. Cada vez es más difícil, y cada vez cuesta más. En 1905, Einstein revolucionó el mundo de la Física descubriendo la teoría de la relatividad especial, además de otros grandes descubrimientos, él solito mientras trabajaba en un empleo de registro de patentes. El descubrimiento del Bosón de Higgs, sin menospreciar en absoluto su relevancia, ha requerido una enorme inversión financiera y un equipo multidisciplinar dedicado al proyecto durante muchos años.
Lo que tu amigo Frank te está diciendo es que los incrementos marginales de calidad de vida gracias a la tecnología ya son prácticamente indetectables, y que estamos en una era en la que la felicidad depende mucho más de tus decisiones personales que de la ola de progreso tecnológico que nos transporta a todos hacia delante.
Como decían en Top Gun, ahora lo que importa no es el avión, sino el piloto.
Este fenómeno tiene especial relevancia en los niños y jóvenes de la actualidad, para los que Internet es el imán de su atención y la figura de autoridad principal.
Veamos.
¿Qué contenidos reciben los niños y jóvenes en Internet? ¿Qué tipo de cosas fluyen de forma natural hacia ellos en las redes?
- Bromas de mal gusto
- Contenidos irreverentes
- Vídeos cortos en cascada
- Contenidos que elogian la popularidad y el éxito rápido
- Los contenidos más compartidos o de moda
- Porno
- Violencia
- Comentarios ofensivos y agresivos
… etcétera, etcétera.
En otras palabras, lo que fluye de forma natural hacia ellos es una retahíla de contenidos morbosos, que producen la misma reacción neuroquímica en el cerebro que las drogas: una liberación intensa de dopamina ligada a una expectativa de placer a corto plazo, que a través de la repetición crea adicción a la sobreestimulación.
¿Y por qué les llega esto a los jóvenes de forma natural?
Porque ese tipo de contenido alimenta los bajos instintos. Y lo que alimenta los bajos instintos tiende a generar más atención y a compartirse más entre los usuarios, que es lo que buscan las empresas que producen y distribuyen el contenido para obtener un beneficio económico.
Show me the incentive, and I will show you the behaviour.
Ahora multiplica esta pauta cerebral por varias horas al día, la mayoría de los días del año, durante un par de décadas, y después une los puntos.
¿Qué es lo que ves?
El resultado más probable es una generación de veinteañeros con poca capacidad de concentración, escasa claridad mental, estrés, limitaciones de empatía, resiliencia y confianza en sí mismos, problemas de comunicación, aversión a la intimidad, sentido de identidad frágil, incapacidad de pensar a largo plazo, impaciencia generalizada y rechazo visceral a la cultura del esfuerzo.
Y todo ello envuelto en un ingrediente esencial: El firme convencimiento de que “ya me las arreglaré, porque tengo muchas opciones y mucho tiempo por delante, soy libre y puedo hacer lo que quiera”.
Pues bien, jovencito, Frank tiene noticias para ti. Si estás siguiendo ese camino y tienes esa actitud ante la vida, permíteme que haga gala de mi gran diplomacia y corrección política y te diga esto:
La vida que estás construyendo y el potencial futuro que esa vida te proporciona son un enorme montón de mierda.
No tienes ni las opciones que crees, ni la libertad que crees, ni mucho menos puedes hacer lo que quieras.
Ahora te cuento por qué.
La ilusión de libertad
Hay una creencia que se encuentra cada vez más arraigada entre los jóvenes de las nuevas generaciones. Creen que tienen más libertad que nunca para hacer lo que quieran.
Y eso, en cierto modo, es cierto. La sociedad actual probablemente proporciona un mayor grado de libertad de actuación a sus miembros que cualquiera de las sociedades anteriores.
Pero hay una pieza fundamental que falta en ese puzzle: La libertad de la que puedes disfrutar en la práctica viene determinada por tu capacidad.
Puedes decirme que gozas de libertad total para subir una montaña. Pero si no has desarrollado la potencia física para hacerlo, porque has estado tumbado en el sofá comiendo bollos de crema en calzoncillos desde que naciste, esa libertad no existe en la práctica, ya que no tienes capacidad para ejercerla. Aunque en tu cabeza seas libre, no puedes manifestar esa libertad en el mundo real. Y por eso, a todos los efectos, esa libertad no existe para ti.
Lo mismo sucede en todas las demás facetas de la vida.
Tu libertad existe en proporción a tu capacidad.
Si quieres opciones, opciones a las que puedas acceder y que puedas ejecutar, te las tienes que ganar.
No podrás escapar de este principio. Nunca jamás. Es una verdad consustancial a la vida humana y su relación con el entorno. Opera en la sociedad de ahora, ha operado en todas las sociedades anteriores a ella, y operará en todas las sociedades que vienen después, con la excepción de aquellos modos de organización social en los que se suprime la libertad individual de forma autoritaria.
Por lo tanto, me temo que lo primero que debes hacer si quieres maximizar tu libertad es maximizar tu capacidad. Y maximizar tu capacidad no es ningún misterio, porque las palancas que la activan han permanecido largamente inmutables a lo largo del tiempo:
Concentrar tu atención y esfuerzo para convertirte en alguien muy competente en una materia que te interese, aprender a relacionarte con la gente, tener buenos hábitos, no dejar de aprender cosas nuevas, ser fiel a un sistema de valores que eleven tu vida y construir un propósito vital que trascienda tu propio placer e impacte positivamente en los demás.
Y ya está. No hace falta nada más.
No existen garantías en esta vida. Pero si haces todo esto, tu grado de libertad real y las probabilidades de que tengas una vida de la que te sientas satisfecho crecerán exponencialmente. Lo harán, porque no puede ser de otro modo.
En épocas pasadas, los jóvenes oíamos estas cosas directamente de nuestros padres. Incluso las veíamos ocasionalmente en su comportamiento del día a día. Y tarde o temprano, nos acababan llegando. Pero hoy en día ya no nos llegan. Estamos distraídos con contenidos de nuestras pantallas que nos alejan, cruel e impasiblemente, del buen camino. Y quizá la voz de nuestros padres suena más lejana, porque ellos no están tan presentes físicamente en nuestras vidas como lo estuvieron en épocas pasadas.
La conversación con mis amigos en el bar sobre las nuevas generaciones terminó con un deseo que todos nosotros suscribimos, cerveza en mano, sin dudarlo un instante: Que nuestros hijos se divirtieran tanto y tuvieran tan buenos momentos con sus amigos como los tuvimos nosotros cuando fuimos jóvenes. Algo que a todos los que estábamos allí, por alguna razón, nos parecía muy poco probable. Nadie dijo por qué, pero seguramente todos pensábamos lo mismo.
Y sí, es cierto: El entorno que ahora rodea a los jóvenes no les incentiva tanto a desarrollar sus capacidades como el entorno de antaño. Las influencias perniciosas a las que están expuestos son más sibilinas y poderosas, y la ola del progreso en calidad de vida ha aplanado su pendiente. Lo tienen más difícil para ser felices. En el resultado final, cada vez importa menos el avión, y más importa el piloto.
Este nuevo paradigma, aunque haya llegado para quedarse, no tiene por qué ser malo. Para aquellos que decidan tomar las riendas de su vida y actuar con intención, puede ser algo muy bueno. Pero no será así para los que bajen la guardia y se dejen llevar por la marea, porque la marea que lleva a nuestros jóvenes ya no es buena.
Como siempre, todo se reduce a una simple decisión: Vivir con la esperanza de que otros te permitan ser libre, o vivir haciendo lo que debes hacer para crear tu propia libertad.
Pura vida,
Frank.
Sin duda uno de tus mejores posts, Frank. Hay quien dice que la capacidad de concentración de los jóvenes será una variable crucial a futuro a la hora de medir su coeficiente intelectual, y sin duda está disminuyendo. La labor de los padres será fundamental para que puedan disponer de las herramientas básicas a la hora de navegar este nuevo entorno lleno de obstaculos tecnológicos, cada vez más intrusivos y que dificultan su sano desarrollo personal. Gracias como siempre por compartir tus pensamientos e inquietudes.
Genial reflexión Patxi, siempre con una mirada distinta. Gracias por hacernos pensar!
Grande Frank, magnífico post…
Parece mentira como pasa la vida de rápido.
Cada vez estoy más convencido de que la generación del 75 (ni te cuento la de Jesuitas de Bilbao) fuimos unos privilegiados por el momento que nos tocó vivir y la infancia y juventud pre-internet…
Tenemos un gran desafío en la educación de nuestros hijos, no hay duda.