Hace algunos años, en una entrevista de trabajo, el entrevistador, un tipo inglés alto, delgado y a primera vista afable, le planteó a un joven Frank Spartan el siguiente problema:
Imagina que estás en una habitación con tres interruptores. En la habitación contigua, cuyo interior no puedes ver, hay tres bombillas. ¿Cómo podrías saber a qué bombilla corresponde cada interruptor si solamente pudieras ir una vez a la otra habitación?
Y después se acomodó en su sillón, más ancho que largo, mirándome directamente a los ojos.
Recuerdo perfectamente que pensé: Estoy jodido.
Sin embargo, a pesar de la aparente dificultad de aquel dilema, sucedió algo interesante. Le di la respuesta correcta en menos de 15 segundos.
Nadie lo ha resuelto tan rápido – me dijo el larguirucho afable – ¿Lo sabías ya?
Pero no, no lo sabía.
Lo único que hice, sin ser totalmente consciente de ello, fue invertir la pregunta. Se me ocurrió empezar pensando en las posibles soluciones que no funcionaban o que producían el efecto contrario al que yo buscaba. Y según lo hacía, la solución correcta me cayó en el regazo, como por arte de magia, sin ningún esfuerzo.
Se podría decir que tuve mucha suerte con el método de razonamiento. Y así fue. En ese momento la tuve, porque lo utilicé por pura intuición.
Horas más tarde, mientras me bebía una cerveza fría en un pub londinense de dudosa reputación y me daba a mí mismo unas palmaditas en la espalda por haber salido de aquella emboscada con todas las plumas, reflexioné sobre la forma en la que había abordado aquella pregunta. Especialmente sobre la facilidad con la que había llegado a la respuesta. Había hablado momentos antes por teléfono con mi padre, a quien considero muchísimo más dotado que yo para estas cosas, y él tardó aproximadamente diez minutos en solucionarlo.
Después de aquel día, la inversión se convirtió en un modelo mental clave para Frank Spartan. Es probablemente el primer truco que saco de la chistera cuando tengo que tomar cualquier decisión en la que no tengo el camino claro.
Veamos en qué consiste con un poco más de detalle.
Por qué invertir una pregunta genera claridad mental
Cuando tomamos decisiones, nuestra inclinación natural es hacer una construcción mental de aquello que creemos que queremos y después tratar de encontrar el camino que nos lleve a ello:
Qué tipo de trabajo me gustaría hacer, qué tipo de persona me gustaría como pareja, qué tipo de amigos me gustaría tener, qué tipo de ropa me gustaría ponerme, qué tipo de comida me gustaría comer, qué tipo de información me gustaría consumir, qué tipo de actividades de ocio me gustaría hacer, etcétera, etcétera.
Todo esto parece muy lógico, pero existe un pequeño problema: Somos muy torpes en lo que se refiere a saber exactamente lo que queremos. Cuando intentamos predecir qué es lo que nos proporcionará mayor satisfacción, no solemos dar precisamente en el blanco.
El motivo de esta falta de puntería es doble:
- Tenemos limitaciones de encaje: Nos resulta difícil elegir qué alternativa, entre las muchas que hay ahí fuera, se adecuará mejor a nuestros deseos. ¿Será mejor el trabajo A o el trabajo B? ¿La persona A o la persona B? ¿El camino A o el camino B?
- Tenemos limitaciones de información, porque hay posibilidades que no conocemos: ¿Por qué ceñirme solamente a la opción A o a la opción B? ¿Y si hubiera por ahí una opción C que aún no conozco?
Estas limitaciones que tenemos provocan que percibamos que algunas situaciones en las que nos encontramos son demasiado complejas. En esos casos, no vemos nada clara la solución. Y nuestro cerebro, cachondo él, tiende a recurrir a atajos mentales (también llamados “heurísticas”) o trucos cognitivos para tomar decisiones.
Seguro que estas heurísticas y trucos cognitivos te suenan. Hay docenas de ellos que permanecen alojados como okupas en tu cabeza sin que nadie les haya invitado. Son como pequeños duendecillos de sonrisas traviesas que mueven, en la sombra, los hilos de tus decisiones a su antojo.
Por ejemplo, muchos de nosotros tomamos decisiones influenciados por “razonamientos” o atajos mentales como estos:
- Las ocupaciones profesionales que los demás desean son las que me proporcionarán mayor satisfacción vital.
- La ropa que está de moda es la que me hará gustar más a los demás.
- Si alguien ha tenido éxito en algo, su opinión es más válida y sus habilidades mayores que si no lo ha tenido.
- No tiene sentido hacer eso porque mi amigo Pepito hizo algo parecido y le salió mal.
- Si alguien tiene un puesto de trabajo importante y un tren de vida elevado, es que tiene mucho dinero y su vida es más fácil que la de los demás.
- Cuantos más amigos tenga y más popular sea, mejor me sentiré.
- Las situaciones incómodas es mejor evitarlas.
- Lo adecuado para tener una visión correcta de cómo funciona el mundo es consumir el tipo de información que confirma lo que ya creo.
- Es preferible decir lo que a los demás les gusta escuchar.
- Si empiezo algo, he de acabarlo o estaría echando a perder todo el tiempo y esfuerzo que he invertido en ello.
Nuestro cerebro funciona utilizando muchas heurísticas de este estilo. Y lo hace de forma automática. Si lo dejamos operar a su antojo, utilizará estos mecanismos sin que apenas nos demos cuenta de ello. Y cuando tomemos la decisión en cuestión, la alternativa que elegimos nos parecerá muy lógica, razonada y equilibrada.
Pero … ¿es realmente así?
Quizá no.
De hecho, en la gran mayoría de los casos, no lo es.
No lo es porque estas heurísticas y trucos cognitivos tienden a imponerse por goleada a nuestro sistema reflexivo y racional a la hora de tomar muchas de nuestras decisiones, lo cual nos acaba conduciendo por caminos que no necesariamente son los más adecuados para nosotros, aunque puntualmente tengamos la sensación de que lo son.
Pues bien, el beneficio fundamental del modelo mental de inversión, o de buscar el efecto contrario al deseado, es que nos permite reducir la complejidad que percibimos a la hora de abordar una decisión concreta. Y por tanto mitiga esa tendencia a que nuestras heurísticas y trucos cognitivos se activen – o al menos, a que lo hagan demasiado pronto – y distorsionen la forma en la que enfocamos nuestras decisiones.
¿Y por qué invertir funciona? ¿Por qué mirar las cosas al revés nos proporciona mayor claridad mental?
Sencillamente, porque nos resulta mucho más fácil descartar lo que no queremos (o identificar lo que queremos evitar) que identificar lo que queremos obtener.
Observa tu caso particular: Apuesto a que hay muchas veces que no sabes muy bien lo que quieres, pero, al mismo tiempo, tienes muy claro lo que no quieres.
La construcción mental de lo que queremos suele ser muy difusa en nuestra cabeza (lo cual multiplica la sensación de complejidad y favorece que los duendecillos de nuestro cerebro se despierten y se pongan a enredar), mientras que la construcción mental de lo que no queremos suele ser muy nítida y poco compleja (lo cual favorece que los duendecillos sigan dormidos).
Lo que no queremos es un concepto mucho más visceral e instintivo. Nos salta a la cara inmediatamente, porque conecta de forma muy directa con nosotros mismos, con nuestra verdadera naturaleza y nuestros deseos más profundos. Es un “click” que se produce a un nivel interno muy sutil, pero muy poderoso.
Pero no solemos fijarnos tanto en lo que no queremos, ¿no es verdad? Nuestra atención permanece fija en intentar resolver el complicado puzle de lo que sí queremos. Un puzle que, muy a menudo, nos cuesta horrores resolver.
Sin embargo, si cambiamos la perspectiva y enfocamos nuestra atención en evitar lo que no queremos, lo cual es mucho más sencillo, conseguimos reducir rápidamente el universo de opciones posibles. Nuestra visión deja de ser dispersa y difusa y se va centrando cada vez más en una franja mucho más estrecha. Es como si fuéramos apartando a manotazos una niebla muy espesa.
Poco a poco, el problema o decisión que nos da tantos quebraderos de cabeza se va volviendo en nuestra mente, misteriosamente, mucho menos complejo de lo que parecía.
Y al percibir menor complejidad, los duendecillos de nuestro cerebro no se despiertan tan pronto. Lo vemos todo mucho más claro, con lo que somos menos vulnerables a los atajos y trucos mentales que distorsionan nuestras decisiones. Somos menos vulnerables a hacer lo que hacen los demás simplemente por no desentonar. Somos menos vulnerables a asignar atención exclusiva a aquella información que avala nuestras creencias previas. Somos menos vulnerables a ver el mundo como otros nos lo presentan para satisfacer sus propios intereses egoístas. Somos menos vulnerables a actuar sin detenernos, sin respirar hondo y sin reflexionar. Somos menos vulnerables a la inercia que nos ancla a los malos hábitos.
En otras palabras, somos menos vulnerables a desconectarnos de nosotros mismos a la hora de decidir lo que nos conviene.
Lo que nos lleva a… ¿qué?
Et voilá, a decidir mejor. Y gastando menos energía.
¿A que mola esto de invertir?
Veamos ahora dónde podemos aplicarlo en nuestro día a día.
Cómo aplicar el modelo mental de inversión a la vida real
Empecemos por lo más básico. La inversión se puede aplicar a prácticamente todo. El concepto es tan valioso como escasamente utilizado.
Pasemos ahora a lo que no es tan básico: Para poder aplicar la inversión con fluidez, lo que implica ser capaz de descartar las opciones que no nos convienen sin demasiada dificultad, conviene hacer dos cosas:
- No tener demasiados criterios de descarte
- Tener esos criterios bien definidos
El número óptimo de criterios de descarte es un tema muy personal, pero Frank Spartan sugiere tres como máximo. Utilizar más de tres suele complicar las cosas en exceso. En cada gran decisión, elige un máximo de tres cosas que te provoquen mayor rechazo – sea un rechazo racional, intuitivo o emocional – y tira millas.
Aquí tienes algunas aplicaciones del modelo mental de inversión en la vida real, poniéndome a mí mismo como ejemplo:
Ocupación profesional
Ahora, cuando se me presentan oportunidades profesionales, tengo tres criterios de descarte extraordinariamente claros en mi cabeza:
- Una misión u objetivo último que es débil o inexistente desde el punto de vista espiritual: Si ese trabajo no hace del mundo un lugar mejor, sayonara baby.
- Que alguien me dicte lo que tengo que hacer: Si no tengo autonomía, sayonara baby.
- Que no me ayude a crecer: Si el entorno de trabajo no facilita mi desarrollo personal en áreas que me interesan, sayonara baby.
Al tener estos criterios de descarte muy bien definidos, cuando aparece una nueva oportunidad profesional sé, en cuestión de segundos, si tiene alto potencial de funcionar para mí, o no. Si uno o más de estos criterios se incumplen, mi cabeza descarta esa oportunidad automáticamente y sin contemplaciones.
¿El resultado? Mi atención se concentra en explorar un universo mucho más reducido de opciones profesionales, pero con mucho mayor potencial de encajar en lo que de verdad deseo.
Todo es mucho más certero y consume mucha menos energía.
Pareja
Para considerar seriamente a alguien en una relación de pareja con un elevado nivel de compromiso, tengo cuatro criterios de descarte muy claros (sí, ya sé que antes he dicho tres como máximo, pero es que esta decisión es particularmente importante, colega):
- Que sea una persona poco humilde o entitled ( = que crea que se merece las cosas por su cara bonita): Si tiene una lectura poco consciente del mundo y de su lugar en él, sayonara baby.
- Que sea una persona inflexible o dogmática: Si es una persona rígida y poco adaptable, sayonara baby.
- Que sea una persona con mal carácter o propensa a la ira: Si se enfada y alza la voz constantemente, sayonara baby.
- Que sea una persona dependiente emocionalmente: Si no sabe ser feliz por sí misma y no tiene autonomía emocional, sayonara baby.
Consejo espartano: En esta área no te andes con remilgos para aplicar las conclusiones del modelo mental de inversión. Si esa persona que contemplas como pareja incumple uno o más de tus criterios claves de descarte, conviene plantearse seriamente romper la baraja, aunque tus sentimientos y emociones tiren de ti hacia otro lado.
El amor romántico es genial, pero no es ni de lejos suficiente para tener una relación de pareja satisfactoria en el largo plazo. Hay otras cosas más importantes cuando llega el momento de comprometerse.
Insúltame lo que quieras. Me lo agradecerás más adelante.
Amigos
Ah, los amigos. Esas personas que conocemos de toda la vida y a las que debemos atención y lealtad por los siglos de los siglos.
Majaderías.
Tu atención es sagrada y debes asignarla allí donde merece la pena. Ni más, ni menos. Y los amigos no son en absoluto una excepción a esta regla.
Cuando decido a qué amistades priorizo mi tiempo y atención, tengo tres criterios de descarte fundamentales:
- Que sean personas vagas, atrapadas en su rutina y que no se esfuercen en mantener la amistad viva: Si yo me esfuerzo y ellos no, sayonara baby.
- Que sean personas egoístas y enfocadas en sí mismas: Si siempre eres tú el primero o la primera, y no muestras suficiente consideración por los demás, sayonara baby.
- Que no demuestren cariño: Si no percibo en tus actos o en tus palabras (aunque le doy a las palabras mucho menos peso que a los actos) que soy una persona importante para ti, sayonara baby.
No te cortes. Deja de dedicar tanto tiempo a las personas que cruzan habitualmente tus líneas rojas, por mucha nostalgia, historia y fotos de abrazos azucarados que tengas en ese álbum polvoriento que ya nunca abres.
No hay nada de malo en seguir en contacto con personas que han sido importantes en tu vida pasada, pero priorizar la asignación de tu tiempo y atención hacia aquellas personas que te hacen sentir bien a día de hoy es una apuesta con mayores probabilidades de ganar. Y es muy posible que preguntarte quién no te hace sentir tan bien resuelva el enigma de qué personas deben ser tus prioridades con mucha más facilidad.
Conclusiones
Enfocar las decisiones partiendo de lo que no queremos, en lugar de seguir el patrón cerebral natural de buscar lo que creemos que queremos, es un modelo mental extraordinariamente efectivo para generar claridad mental. Ya has visto algunas de sus muchas aplicaciones posibles.
Invertir preguntas y darles la vuelta nos permite adoptar perspectivas diferentes, lo que a su vez facilita la introspección y estimula nuestra capacidad de entender mucho mejor en qué dirección nos conviene ir. Algo que no es moco de pavo para unos seres absurdos e irracionales como los humanos, que por algún motivo no solemos tener ni pajolera idea de qué demonios queremos y por qué.
Acostúmbrate a poner el foco en cómo obtener el efecto contrario al que buscas: Piensa en lo que más dificulta que te sientas sano y ligero y evítalo. Piensa en lo que más impide que tu jefe perciba que haces un buen trabajo y evítalo. Piensa en las personas que más energía te drenan y evítalas. Piensa en el tipo de información y entretenimiento que más te atontan y evítalos. Piensa en las actividades que más hacen que tu ánimo decaiga y evítalas.
Si adoptas esta herramienta mental y la aplicas a decisiones aparentemente complejas, comprobarás que todo se vuelve muy obvio. Simplemente sucede, al igual que sucedió con aquella pregunta tan puñetera de las tres bombillas.
Y es que no era una pregunta tan difícil.
¿O sí?
Pura vida,
Frank.
“Piensa en lo que más dificulta que te sientas sano y ligero y evítalo. Piensa en lo que más impide que tu jefe perciba que haces un buen trabajo y evítalo. Piensa en las personas que más energía te drenan y evítalas. Piensa en el tipo de información y entretenimiento que más te atontan y evítalos. Piensa en las actividades que más hacen que tu ánimo decaiga y evítalas”.
Esta parte de tu exposición es una Biblia en si misma. Una y otra vez, aunque lo tenemos claro, caemos como pichones.
Nota: no he sabido resolver el dilema de las bombillas. Ahora sí (lo he mirado en Internet)). Apagada fría, apagada caliente y encendida.
Abrazo.