¿Para qué demonios estoy yo aquí?

Mi hijo mayor tiene una especial preocupación con la muerte.

No sé muy bien de dónde viene. Quizá el hecho de que algunas personas cercanas a él hayan fallecido inesperadamente en los últimos años le haya dejado algún tipo de huella. Quizá haya oído algo en casa o en el colegio que se ha quedado grabado en su cabeza. O quizá haya visto algo en la televisión.

Sea la razón que sea, le preocupa. Piensa mucho en ello. Y tiene miedo.

Hace algunas semanas, cuando hablábamos del tema en la cocina, cerveza y vaso de leche en mano, me dijo:

Papá, me da mucho miedo morirme.

Y yo le respondí algo así:

No creo que la muerte sea tan mala como crees, colega. Seguro que se lo pasan genial ahí arriba. Además, si la vida durara para siempre, seguro que no la aprovecharías tan bien. Te dormirías en los laureles porque no tendrías ninguna prisa para hacer nada, y no harías todas las cosas buenas que vas a hacer.

Él me miró durante un breve instante y después habló.

Pero papá, yo no quiero que tú te mueras, porque entonces no sabría qué tengo que hacer –  dijo.

Las lágrimas le caían por las mejillas. 

Yo, automáticamente, me reí. Me costó hacerlo, porque no fue un impulso natural. Era una maniobra de distracción para que la conmoción que sentí cuando le oí decir aquello no se reflejara demasiado en mi cara.

Al de unos segundos, le dije: No me pienso morir en mucho tiempo, colega. Y además, cuando eso suceda, que en algún momento sucederá, tú ya sabrás muy bien lo que tienes que hacer.

Pero ahora no lo sé – me dijo. 

Eres muy pequeño aún. Ya lo irás descubriendo. Y yo te ayudaré – le respondí.

Le empujé la cabeza hacia un lado, como siempre hago cuando bromeo con él, y se rio entre lágrimas. Después lo abracé y le susurré al oído:

No te preocupes, colega. Todo irá bien. Ve a ver un rato la tele con tu hermano.

 Se secó las lágrimas con la manga del pijama y se fue.

Y mientras veía cómo se alejaba, pensé:

Joder. Este mocoso de 10 años me acaba de preguntar por el sentido de la vida.

La pregunta del sentido de la vida

La pregunta de cuál es el sentido de la vida es muy curiosa.

A veces aparece en nuestras cabezas de forma explícita y se convierte en una obsesión que pesa como un saco de cien kilos y nos acompaña allá donde vayamos.

A veces aparece de repente, se esfuma durante un tiempo y después vuelve a aparecer con una indumentaria diferente.

A veces aparece cuando somos jóvenes y empezamos a tomar decisiones de futuro.

A veces aparece cuando nos adentramos en la crisis de los 40 (o de los 30 – ya sabes, ahora hay crisis para cada número redondo que se te ocurra) y empezamos a caer en la cuenta de que nuestra vida está repleta de restricciones que no nos hacen mucha gracia. O de que ya no nos queda tanto tiempo por delante para conquistar aquellos sueños de juventud que casi hemos olvidado.

Y a veces aparece en la última fase de nuestra vida, cuando hemos recorrido mucho más camino del que nos queda por recorrer y empezamos a hacer balance sobre qué tal hemos hecho las cosas.

Sin embargo, por muy variopinta que sea la casuística, hay una constante que se repite en la inmensa mayoría de nosotros, generación tras generación:

Esa dichosa pregunta de cuál es el sentido de la vida siempre aparece.

Más tarde o más temprano, de forma más o menos explícita, y en un plano más o menos consciente.

Pero siempre acaba apareciendo.

Y si esto es así, ¿cuál es la conclusión obvia?

Que darle una respuesta satisfactoria a esa pregunta es una necesidad consustancial al ser humano.

Una necesidad tan acuciante como el ansia de sentirnos seguros o de conectar con los demás.  

«Lo que el ser humano necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por un objetivo que merezca la pena» 

Viktor Frankl

Pero, al mismo tiempo, es una necesidad que se manifiesta de forma mucho más sutil. Es una necesidad más elevada, más profunda, que sólo sale a la luz y clava su aguijón cuando levantamos la cabeza de las trincheras del día a día y miramos durante unos segundos hacia arriba.

El problema es que no solemos mirar mucho hacia arriba. Y menos aún en el mundo en el que vivimos.

Para empezar, el entorno en el que nos encontramos no favorece nuestra capacidad de concentrar la atención en una sola cosa durante un tiempo prolongado. Hay muchísimos estímulos que invaden nuestros sentidos por infinidad de canales diferentes. Siempre hay algo mundano que hacer que se encuentra a nuestra disposición y eso desincentiva que levantemos la vista y nos hagamos grandes preguntas.

Por otro lado, nuestra sociedad se está volviendo cada vez más hedonista e hipersensibilizada. Las creencias y hábitos de comportamiento que alimentamos no van hacia la superación de dificultades, el crecimiento personal y la satisfacción vital a largo plazo, sino hacia la búsqueda del placer efímero, el mínimo esfuerzo y la ausencia de responsabilidad personal.

Y finalmente, la constante comparación con los demás y la presión social por sentirnos aceptados y conquistar eso que los demás llaman “el éxito” provoca que nos adentremos por caminos profesionales, construyamos relaciones y forjemos estilos de vida que no contribuyen en absoluto a nuestra felicidad, pero de los que resulta extraordinariamente difícil salir.

Todo eso genera ruido constante en nuestras cabezas.

Ruido que nos mantiene ocupados las 24 horas del día.

Ruido que nos impide levantar la vista.

Ruido que ensordece el sonido de la pregunta de cuál es el sentido de la vida.

Sin embargo, hay momentos en los que ese ruido se reduce. Incluso momentos en los que cesa.

Un fin de semana de tranquilidad. Unas vacaciones. Un paseo por el campo. Un descanso por enfermedad. Un café en una terraza sin mirar el móvil. Una sesión de meditación. Un rato en la sauna del gimnasio. Una carrera en bici. El momento de tener a tu hijo recién nacido en brazos. La muerte de un familiar. La jubilación.

En esos momentos en los que el mundo se para durante unos instantes y no hay tanto ruido, a veces miramos hacia arriba.

Y cuando miramos hacia arriba, la pregunta llega.

Palabra por palabra, la oímos.

¿Para qué coño estás tú aquí, colega? ¿Qué es lo que vas a hacer con este precioso tiempo que se te ha dado?

Pero no tenemos respuesta.

Y ahí nos damos cuenta de que necesitamos desesperadamente una.  

¿Qué es el sentido de la vida?

Empecemos por desmontar una de las más grandes falacias que nos han intentado vender desde el sagrado púlpito de la autoayuda – y se podría decir que han tenido éxito, porque millones de personas se la han comido con patatas.

¿Hay un único sentido de la vida para cada uno de nosotros?

¿Una única respuesta válida que se encuentra escondida detrás de un acertijo cósmico que debemos resolver?

¿Una sola cosa para la que estamos predestinados por un poder superior?

¿Un solo camino que, si no acertamos a recorrer, implicaría desperdiciar el regalo de la vida y desoír la llamada de la divinidad?

No me jodas.

¿Quién en su sano juicio adoptaría una visión tan absurdamente limitadora de lo que es encontrarle sentido a la vida?  

La respuesta es… mucha gente. Y esto no es una sorpresa, porque como hemos dicho antes, necesitamos desesperadamente responder a esa pregunta. Y cuando estamos desesperados, muchos charlatanes nos cuelan bicicletas sin sillín a precio de oro como churros. Una detrás de otra.

Pero claro, no encontramos nada. Porque asumimos que cuando lo hagamos, todo encajará como un guante, nuestras preocupaciones y miedos se esfumarán como por arte de magia y los ángeles tocarán sus doradas arpas para nosotros mientras comemos uvas y bebemos vino tirados en pelotas en un sofá.

Sin embargo, en la vida real, eso no pasa. La vida real es difícil. En la vida real no hay ángeles, ni arpas. Uvas en pelotas en el sofá quizá sí, pero no estoy muy seguro de que eso sea una buena señal.

Así que seguimos buscando. Y buscando. Y buscando. O dejamos de buscar y convivimos con la sorda desesperación de no haberle encontrado el sentido a la vida.

Lo curioso es que tenemos la respuesta delante de nuestras jodidas narices.

Veamos.

“Cuál es el sentido de la vida” es una pregunta muy intimidante. No te ves capacitado para resolverla. Y ahí es cuando recurres a la sabiduría de los charlatanes que te venden bicicletas sin sillín en forma de cursos de autoayuda, charlas y libros repletos de palabras como “iluminación”, “empoderamiento”, “esencia”, “divino” y demás gilipolleces.

Desbrocemos la pregunta en cuestión. ¿Qué nos estamos preguntando realmente cuando decimos “cuál es el sentido de la vida”?

Lo que nos estamos preguntando es esto:

¿Cómo puedo sentir que he hecho algo que ha merecido la pena?

Y si profundizamos en lo que hay detrás de esa última pregunta, llegamos a esta otra:

¿Cómo puedo emplear mi tiempo en algo importante para mí?

Esta pregunta es mucho menos intimidante, ¿no es así?

Y lo es por una razón muy importante: Tú decides lo que es importante para ti.

Es tu elección y de nadie más.

No hay ningún poder superior que ha escondido el secreto del sentido de tu vida detrás de trescientas cortinas de humo y que te observa sádicamente desde lo alto comiendo palomitas mientras te afanas en encontrarlo.

No. Es tu show. Tú eres quien decide, colega.

Y esto cambia las cosas un poco, ¿no es verdad?

Ahora no te enfrentas al reto de encontrar algo que se encuentra oculto, sino a la responsabilidad de elegir entre algunas de las muchas cosas que se encuentran al alcance de tu mano y dotarlas de significado con tu enfoque y con tus actos del día a día.

Ahora veamos cómo puedes hacer esto en la práctica para que funcione.  

El enfoque adecuado para elegir el sentido de tu vida

Para adoptar el enfoque adecuado necesitas prestar atención a dos cosas. Sí, hay muchas otras, pero si le echas bien el lazo a estas dos, no tendrás que preocuparte demasiado por las demás.

  1. Por qué eliges lo que eliges
  2. Dónde pones el foco
1. Por qué eliges lo que eliges

Para que aquello en lo que decides concentrar tu tiempo y energía produzca los resultados deseados y te haga sentir que tu vida tiene sentido, tienes que ser muy sincero contigo mismo. Si no lo eres, no funcionará.

Eso significa que tienes que pasar el test de la cadena de por qués, hasta llegar a una respuesta de base que conecte de forma muy sólida con tus valores y tu filosofía de vida.

Por ejemplo, imagina que, en el ámbito profesional, crees que el emprendimiento es tu camino para encontrarle sentido a la vida.

Antes de lanzarte a ello, conviene que profundices en la cadena de por qués, para ver a qué respuesta de base llegas.

Quieres emprender… ¿por qué?

Puedes decir: Porque quiero ser libre. Pero ésa no es la base. Sigue escarbando.

Quieres ser libre… ¿por qué?  

Para poder decidir lo que quiero hacer en el día a día.

Quieres poder decidir… ¿por qué?

Mmm… porque no quiero que nadie me dé órdenes.

Ya.

Eso no parece un motivo muy sólido. Si ésa es tu respuesta de base, es posible que no le encuentres tanto sentido como crees a la experiencia de emprender. Quizá te veas inclinado a hacer eso más por huir de ciertas cosas o por conseguir validación de los demás, que porque realmente lo deseas.

Imagina esto otro:

Quieres emprender… ¿por qué?

Porque quiero ser libre.

Quieres ser libre… ¿por qué? 

Para decidir lo que quiero hacer en el día a día.

Quieres poder decidir… ¿por qué?

Porque así podré tener un impacto más directo en el mundo que trabajando para una gran empresa.

Quieres mejorar el mundo … ¿por qué? 

Porque ayudar a los demás me hace sentir bien a mí.

Ésa sí es una respuesta de base que se ancla de forma sólida en mis valores y mi filosofía de vida. ¿Ves la diferencia?

No te hagas trampas al solitario. Si lo que eliges no es realmente importante para ti a un nivel básico y esencial, no funcionará. Da igual que sea popular, que le encante a tus amigos, a tu padre o a tu suegra, o que te permita escapar de algo que te molesta profundamente. Si no surge de tu núcleo primario de motivación para vivir, de la energía vital que te impulsa hacia delante, acabarás fiambre. Espiritualmente hablando, al menos. No conseguirás sentir lo que buscas.

2. Dónde pones el foco

La otra variable importante de este asunto es que lo que elijas hacer tiene que ser difícil. Pero no difícil porque sí, en plan masoquista degenerado, sino para que puedas sentir que estás sacrificándote para conseguir algo que va más allá de tu propio culo.

Te lo repetiré otra vez: Algo que va más allá de tu propio culo.

Trascender tu propio ego es clave para experimentar que tu vida tiene sentido. Si tu dedicación se centra solamente en ti, no llegarás muy lejos.

Dedicar una hora al día a hacerte un experto con los videojuegos o ver series en Netflix, no. Dedicar esa hora a hacer los deberes con tu hijo, escuchar a un amigo que pasa un momento difícil o hacer una visita a tu madre, sí.

Aprender algo para conseguir un aumento de sueldo para conseguir más estatus a ojos de los demás, no. Aprender algo para conseguir un aumento de sueldo para pagar el colegio de tus hijos, sí.

Emprender para ser cool, no. Emprender para hacer del mundo un lugar mejor en tu zona de influencia, sí.

Comprar una casa para sentir que encajas mejor en tu círculo social, no. Comprar una casa para expandir tu capacidad para actuar en el mundo con mayor libertad, sí.

Elegir un trabajo bien pagado que exige muchas horas de dedicación para sentirte aceptado por tus padres, no. Elegir ese mismo trabajo para dar mayores posibilidades vitales a tu familia, sí.

Según vas profundizando en la dichosa pregunta del sentido de la vida, más te irás dando cuenta de que la respuesta no gira tanto alrededor de tu propio culo, sino que va más allá de ti.

Y ahora pasemos a la última idea que debes tener en cuenta para que todo este tinglado se mantenga a flote según va pasando el tiempo.

Diversifica tus fuentes de sentido

No debes tener una única fuente de sentido. Por una sencilla y a la vez aplastante razón: Si esa fuente desaparece, estás jodido.

Esto te puede parecer una perogrullada, pero no deja de asombrarme cuántas personas hay que se pasan este principio alegremente por el Arco del Triunfo.

Profesionales que se centran casi exclusivamente en su trabajo como fuente de sentido.

Amantes que se centran casi exclusivamente en su pareja como fuente de sentido.

Madres que se centran casi exclusivamente en sus hijos como fuente de sentido.

Deportistas que se centran casi exclusivamente en su práctica deportiva como fuente de sentido.

Emprendedores que se centran casi exclusivamente en su negocio como fuente de sentido.

Y hasta piraos que se centran casi exclusivamente en su equipo de fútbol como fuente de sentido.

La vida da muchas vueltas. Las cosas cambian. Si sólo tienes una fuente de sentido, eres vulnerable. Y no tienes por qué ser vulnerable. Sobre todo, cuando puedes elegir. Y en esto puedes elegir.

Diversifica. Incorpora otras fuentes de sentido a tu vida en las diferentes áreas que representan los grandes pilares de la felicidad para ti. Recuerda, cuál es tu fuente de sentido es cosa tuya. Sólo tienes que ser sincero en cuanto a lo que de verdad te importa y mirar un poco más allá de ti mismo.

Fácil, ¿no?

Pues problema resuelto. Sin arcos iris, ni unicornios. Sólo tú y tu capacidad para tomar decisiones.

Pura vida,

Frank.   

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1 comentario en “¿Para qué demonios estoy yo aquí?”

  1. Jose Eloy Valerio Treviño

    Sería importante que la docencia entienda esto y los planes académicos, incluyan desde la formación básica elementos que le vayan permitiendo a los alumnos tener este contexto y y así dirigir su carácter para formar su identidad.

    Esta información con fondo me gusta y previamente es un sentido de vida, por que aportas y trasciendes y vibras con tus aportaciones.
    En hora buena , saludos

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