Cómo domesticar las emociones de un mal día

Todos hemos tenido un mal día alguna vez. Un día en el que las circunstancias conspiran contra nosotros y los acontecimientos se encadenan como por arte de magia para hundirnos cada vez más en una ciénaga emocional que no parece tener fondo.

Hay personas a las que esto les pasa más frecuentemente que a otras. Personalidades más propensas a tomarse las cosas con actitud poco constructiva, o simplemente personas que han nacido con el nada halagüeño don de la mala fortuna y atraen todo tipo de calamidades hacia sí mismos. Pero quien más, quien menos, todos hemos pasado por algo así. Y Frank Spartan no es una excepción.

En esta nueva etapa que estoy atravesando, me tomo las cosas con mucha más filosofía que antes y además comienzo el día con una serie de hábitos que ayudan a alimentar la actitud positiva. Esa forma de enfocar las cosas me proporciona una armadura muy resistente a la influencia de los acontecimientos del día a día en mi estado emocional.

Ahora bien, eso no quiere decir en absoluto que no me encuentre con multitud de situaciones con razón de peso para hacerme perder los papeles. Y aunque ahora no me suelo dejar llevar, algunas veces siento la tentación de meter alguna que otra cabeza en una prensa hidráulica y girar la manivela con la sangre fría de un verdugo de la Edad Media.

Nadie es perfecto.

Mi antigua mentalidad

A pesar de mi esporádica vocación de verdugo, Frank Spartan ha conseguido grandes progresos en la tarea de mantener sus emociones bajo control.

Recuerdo muy bien cómo enfocaba este tipo de cosas antaño. Cuando tenía mal día, me parecía que el mundo entero se confabulaba para tocarme los cojones. Hubo un día en concreto, hace alrededor de un año, que ilustra muy bien cómo solía reaccionar entonces.

Estaba en mi ciudad natal tomándome unos días de descanso con la familia. Me levanté con dolor de cuello y sensación de no haber descansado bien. Como si una niebla espesa y testaruda se hubiera colado por mis oídos mientras dormía y no me dejara pensar con claridad.

Las circunstancias domésticas no me ayudaron demasiado a sentirme mejor. Había obras en el piso de al lado y el ruido de un taladro, que parecía controlado por Lucifer cuando tiene verdaderas ganas de joder, se colaba a través de la pared con la facilidad con la que entra el cuchillo en la mantequilla.

A regañadientes, puse la tostadora en funcionamiento. Al de unos pocos segundos se fue la luz.

Mierda, mascullé.

Decidí vestirme a toda prisa y salir a la calle para evitar que Lucifer y la niebla testaruda de mi cabeza acabaran definitivamente con mi paciencia. Y entonces empezaron a suceder todo tipo de acontecimientos que dieron fe de la existencia del lado oscuro de la raza humana. O al menos, eso fue lo que empecé a pensar a medida que avanzaba el día.

El entrañable conductor

Eran alrededor de las 9 de la mañana. Decidí aprovechar la oportunidad de estar en la calle para hacer un recado. Cuando estaba a punto de cruzar la carretera justo al lado de mi casa, un coche que circulaba a toda velocidad se saltó el paso de cebra que me disponía a atravesar y estuvo a punto de atropellarme.

Un descuido lo puede tener cualquiera, pensé, y miré a la ventanilla del conductor para recibir, con actitud magnánima, el gesto de arrepentimiento que mi inocente sentido cívico esperaba. Sin embargo, el destino me obsequió con una mano cerrada en un férreo puño al otro lado de aquella ventanilla. Y un solo dedo, el central, se erguía desafiante con su uña encarando a mi persona.

Quizá no lo he visto bien, fue el pensamiento que me vino a la cabeza. Pero la providencia, siempre presente cuando se la necesita, me obsequió con una visión nítida del rostro del conductor, en cuyos labios se leía de forma incuestionable una expresión muy conciliadora: “Hijo de puta”. El énfasis en la ultima vocal a través de su boca abierta y sus ojos inyectados en sangre se prolongaron hasta que el coche escapó de mi ángulo de visión girando en la siguiente esquina con un chirrido de neumáticos viejos.

Con el corazón latiendo al ritmo de un solo de batería de Metallica, crucé la carretera y llegué al otro lado, sintiendo una combinación de perplejidad y divertimento por lo absurdo y desproporcionado del comportamiento de aquel energúmeno con ruedas.

Poco anticipaba que aquello era sólo el comienzo de un día aciago.

El Gremlin del mostrador

Llegué a mi destino, una conocida librería de la ciudad. Rara vez compro ya los libros en librerías, pero quería hacerle un regalo a un amigo especial el día de su cumpleaños y no estaba dispuesto a correr el riesgo de que hubiera retrasos inesperados en el envío. Busqué el título en la sección correspondiente de la librería sin encontrarlo, así que me dirigí al mostrador a preguntar.

La chica encargada de atender a los clientes estaba hablado con otra empleada. Esperé unos segundos tras hacerme notar.

La conversación continuó, imperturbable y ajena a mi presencia allí. No era precisamente una conversación de cariz crítico, tipo lo que habría que hacer en caso de que un cliente presentara síntomas de infarto cerebral, cómo usar el extintor del establecimiento en caso de incendio o dónde estaba guardado el spray de pimienta por si un acosador saltaba aquel mostrador con un cuchillo entre los dientes e intenciones poco honorables.

No, no era nada de eso.

Era una queja ininterrumpida contra una tienda de moda que no tenía bañadores de cierta talla en su inventario.

Pacientemente, seguí esperando.

Nada. Las dos seguían hablando de aquella tienda y sus puñeteros bañadores.

Observé la expresión de aquella señorita e intuí que tenía la misma capacidad y disposición de ayudar que el Gremlin del mechón blanco tras atiborrarse de pizza después de medianoche, así que salí de allí y me dirigí a buscar otra librería.

El servilletero

Encontré el libro que buscaba en otra librería. No me apetecía demasiado volver a casa y asistir al concierto de taladro de Lucifer, así que entré en un bar a comer algo. Me senté en la barra y cuando acabé de comer cogí una servilleta de papel del servilletero que tenía delante. Inmediatamente después, un hombre de unos cincuenta años con una gorra de béisbol cogió el mismo servilletero y se lo llevó a su mesa sin pronunciar palabra. Era el único servilletero de la barra.

Le miré durante unos segundos intentando comprender cómo aquel ser, aparentemente pensante, podía haber llegado a la conclusión de que ese gesto fuera algo normal y aceptable en una sociedad civilizada. Pero no hubo suerte. La clarividencia necesaria para comprenderlo no llegó a mi cabeza.

Al salir del bar, y mientras paseaba por la calle, empecé a calentarme como el cenicero de un bingo. ¿Por qué había tanta mala educación en el mundo? ¿Tan difícil era mostrar un poco de amabilidad?¿Era realmente necesario vivir siendo un jodido capullo al que le importa todo un carajo?  

Pero, como con todas las preguntas anteriores que me había hecho a mí mismo aquel día, no encontré respuesta.

Cabizbajo, me dirigí apresuradamente a recoger a mis hijos para llevarles a su cursillo de natación, mientras una nube negra de enormes proporciones se iba colocando exactamente encima de mi cabeza, que se hallaba aún repleta de la niebla testaruda con la que me había levantado aquella mañana.

Recogí a mis hijos y entré con ellos a la piscina. Y allí tuvo lugar el acontecimiento que hizo que el instinto asesino de Frank Spartan saliera de su escondite con la misma fuerza con la que un volcán entra en erupción tras varias décadas de inactividad.

La señora y el abrigo

Llegué al vestuario de la piscina con algo de prisa, porque la clase estaba a punto de empezar. Al abrir la puerta, vi que una señora de unos 65 años venía detrás de mi, así que sostuve la puerta y me aparté para que ella entrara primero.

Y la señora entró, como el avión que entra en la pista para despegar.

Ni una mirada, ni un amago de vacilación para que entrara yo primero, ni un solo cambio en la expresión de su cara. Y como no podía ser de otra manera en aquel día, las palabras de agradecimiento que salieron de su boca fueron tantas como unicornios borrachos de colores se pasean entre la gente.

Vale. Bien. Respira hondo. Paso a paso. Prepara a los niños, que hagan la clase de los cojones y que acabe este jodido día cuanto antes. 

Y entonces la diosa Fortuna puso en mí, cruelmente, su punto de mira para divertirse un rato.

El abrigo del nieto de aquella señora se parecía muchísimo al de mi hijo mayor. Y yo, entre las prisas y el sobrecalentamiento testicular, lo cogí por error. La señora, lejos de plantearse otras posibles opciones, como por ejemplo que era bastante improbable que alguien con dos niños y expresión de querer estar en otra parte hubiera decidido elegir el vestuario de una piscina para dar rienda suelta a su vocación frustrada de ladrón de abrigos, asumió de inmediato que lo había cogido a propósito, lo que indirectamente implicaba que mi intención era robarlo.

La primera andanada de comentarios y críticas de la enfurecida dama se produjo sin hacerse esperar. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, me disculpé y le dije que había sido un error.

Cuando la segunda andanada tuvo lugar, escasos segundos después y con un tono aún más impertinente, permanecí en silencio. El único sonido que mi cuerpo emitió fueron los cada vez más sonoros latidos de la vena que engordaba por momentos en el lado izquierdo de mi cuello.

A la tercera andanada, y tras asegurarme de que no había niños cerca, Frank Spartan estalló como el Krakatoa.

No voy a reproducir aquí todo lo que le dije a aquella señora y cómo se lo dije. Podría argumentar que es por motivo de etiqueta de lenguaje, pero la verdadera razón es que no me siento orgulloso de todo lo que salió de mi boca aquel día, ni de cómo aquella señora tan locuaz en sus críticas se diluyó como un azucarillo en un bote de ácido sulfúrico. No me siento orgulloso en absoluto. Pero sucedió, como una profecía autocumplida.

Y es que lo que empieza mal tiene muchas probabilidades de acabar mal. Y viceversa.

Cómo gestionar un mal día

Prácticamente todo el mundo conoce la teoría sobre lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer en este tipo de situaciones. Pero resulta tremendamente difícil llevarla a la práctica cuando las circunstancias no están de tu lado. Para poder salir de ese atolladero con éxito en la vida real, es necesario algo más que saber la teoría y leer citas de gurús de desarrollo emocional en Instagram.

Siempre he sido una persona de sangre caliente. Creo que en parte es herencia genética y en parte fruto de las actividades en las que me he involucrado mientras forjaba mi personalidad, muchas de las cuales han sido intensas en adrenalina. Sea como fuere, mi naturaleza siempre ha sido de gatillo fácil. Y eso me ha dado más de un disgusto en el apartado de relaciones interpersonales, tanto a nivel social como a nivel laboral.

A medida que Frank Spartan florecía dentro de mí e iba aprendiendo más cosas sobre cómo manejar este tipo de asuntos con mayor destreza, fui descubriendo la práctica más efectiva para blindar mi estado emocional frente a los ataques de las circunstancias. Soy totalmente consciente de que hay mil formas posibles de hacerlo, y probablemente he leído sobre la mayoría de ellas. Pero ésta es la que mejor resultado me ha dado hasta ahora con diferencia.

Es algo tan simple como esto:

  1. Te levantas 2 horas antes de empezar a interactuar con la gente. Por ejemplo, si habitualmente sales de casa a las 8.30 de la mañana para ir a trabajar, te levantas a las 6.30.
  2. Te espabilas. Agua fría en la cara, descargas eléctricas, un par de escenas de una película de Chuck Norris… lo que mejor te sirva.
  3. Bebes agua. Nada de café antes de beber una buena cantidad de agua.
  4. Dedicas un poco de tiempo a algo que te interese a título personal (aprender algo, meditar, escribir un diario, oír música, etcétera, etcétera) y a planificar las prioridades de tu día.
  5. Haces un poco de ejercicio físico.
  6. Dedicas 5 minutos a interiorizar la idea de que te vas a encontrar complicaciones a lo largo del día: problemas, situaciones injustas, personas que no se comportan bien, etcétera, etcétera. En esos 5 minutos, aceptas que todo eso va a pasar y te comprometes contigo mismo a asumir que esas situaciones tienen una razón de ser, aunque no la comprendas del todo, y a reaccionar de forma equilibrada sin dejarte llevar por las emociones.

Como te puedes imaginar, el último paso es la clave de todo. Esos 5 minutos que dedicas a interiorizar esa idea son mágicos, porque te predisponen a encontrarte con situaciones difíciles y a reaccionar con mayor sabiduría. Y eso, aunque parezca una gilipollez, implica un mundo de diferencia en la práctica. No solamente lo digo yo, sino también Marco Aurelio. Si no te suena el nombre, digamos que fue alguien que tuvo que lidiar con algún que otro día difícil desde el punto de vista emocional, y algo de experiencia tiene.

Ahora me dirás: Frank, capullo, ¿para 5 puñeteros minutos tengo que levantarme 2 horas antes? 

Y Frank Spartan te responde que no necesariamente. Esas 2 horas no son estrictamente necesarias, pero influyen y mucho. Todo lo que pasa antes del ejercicio de interiorización es absolutamente clave para que la calidad de esos 5 minutos sea suficiente para dar resultado. Porque la mente no está igual de receptiva nada más levantarte que después de hacer algo libremente elegido en un área que te interesa, planificar tus prioridades y hacer un poco de ejercicio físico. Sencillamente, no es lo mismo.

En cualquier caso, ésa es mi rutina, marinero. Y no tiene por qué ser la tuya. Has de encontrar lo que a ti te funcione mejor.

Una última cosa: Por si todas estas majaderías fallan, asegúrate de que no te equivocas de abrigo. Eso siempre ayuda.

Pura vida,

Frank.

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