Los tres demonios del cambio

Muchos de nosotros tenemos en la cabeza cosas que nos gustaría mucho hacer, pero que, año tras año, continuamos posponiendo.

A veces, se trata de temas relacionados con el ocio o la aventura. Por ejemplo, cuando te pica el gusanillo sobre subir al Kilimanjaro, aprender a tocar la guitarra o hacer sombras chinescas.

En estos casos, la barrera que hay que superar es relativamente baja. Es cuestión de ahorrar el dinero necesario y/o dedicar el tiempo necesario. Puede que no encontremos la forma de hacerlo, pero probablemente sea porque el deseo de hacer esas cosas no nos aprieta lo bastante como para hacerlo realidad. Se mire como se mire, estos temas representan, prácticamente siempre, una barrera fácilmente superable si nos lo proponemos de verdad.

Otras veces, sin embargo, se trata de temas más trascendentales para nuestra satisfacción a medio y largo plazo, como decisiones sobre nuestra profesión, nuestras relaciones personales o nuestro estilo de vida. Situaciones que requieren renunciar de alguna manera a la situación actual y adentrarnos en un camino diferente. Un camino que casa mejor con nuestra esencia, vocación o como queramos llamarlo, pero que resulta más incierto.

Aquí la decisión es más compleja, porque la barrera que hemos de superar es mucho más alta. Esos temas tan trascendentales se encuentran enraizados en varias palancas clave de nuestra felicidad, como la aceptación de nuestro entorno social, nuestro desarrollo personal, nuestro sentido de propósito y nuestra situación económica.

En otras palabras, no son temas menores. Son decisiones que intimidan.

En estos casos, nuestra mente, siempre encantadora ella, se pone a funcionar a pleno rendimiento y crea una serie de demonios. Unos demonios cuyo cometido no es otro que desarmar nuestra voluntad de perseguir ese tipo de sueños.

Estos demonios hacen muy bien su trabajo, pero no son invencibles. Así que vamos a desenmascararlos y a darles un poco de caña.

Nuestra dependencia emocional de la opinión de los demás

Este demonio aparece una y otra vez en los artículos de Frank Spartan. Y lo hace porque su omnipresencia es prácticamente ilimitada.

Cuando Frank Spartan tenía alrededor de 10 u 11 años, me gustaba una chica del pueblo en el que veraneaba llamada Ana. Ana era algo mayor que yo y muy cool. Yo estaba totalmente enamorado de ella, o al menos, eso era lo que me susurraba al oído mi caótica mente preadolescente.

Un día, una de sus amigas me preguntó quién me gustaba. Y yo, inocente de mí, dije la verdad. “Ana”, le respondí con una gran sonrisa. No podía haber nada de malo en eso, ¿no? Era la verdad, qué narices.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad. En cuestión de segundos, observé con horror cómo el entorno a mi alrededor se transformaba en una trampa mortal. Todo el barrio se enteró de mis inclinaciones amorosas inmediatamente y allá donde iba era objeto de risitas burlonas y comentarios hirientes sobre lo imposible que era que Ana se interesara por mí. Hasta que, finalmente, la información llegó hasta la misma Ana, que hizo lo posible por mantenerse alejada de mi durante todo aquel verano.

Mi vida como la conocía había terminado. Había sido reducido a cenizas en un santiamén.

Aquella experiencia traumática me enseñó una gran lección: Es extremadamente peligroso ser tú mismo y debes tener sumo cuidado en todo momento en cómo te perciben los demás.

Esto puede parecer una historia irrelevante de un chaval entre un millón, pero no es así. La dependencia emocional de la opinión de los demás es una enfermedad que ha infectado como un virus a la práctica totalidad de la especie humana. Hasta el punto de que es el barómetro principal de la mayoría de decisiones que tomamos.

Esta fijación en la opinión que los demás tienen sobre nosotros tenía un sentido miles de años atrás, porque nuestra supervivencia (en sentido físico) dependía literalmente de la capacidad de mantenernos aceptados en la tribu. Sin embargo, nuestra civilización ha avanzado rápidamente y esa supervivencia física no se encuentra ya amenazada de ninguna manera.

El problema es que nuestra naturaleza biológica no ha evolucionado tan rápido como nuestra civilización. Esa dependencia de la tribu sigue existiendo en nuestro plano instintivo. Sólo que, en lugar de anclarse en la supervivencia física, ahora se ancla en la supervivencia emocional. Nuestro cerebro sigue buscando la aceptación de los demás cuando tomamos prácticamente cualquier decisión y nos frena cuando contemplamos dar algún paso que ponga esa aceptación potencialmente en peligro.

Este demonio es el que hace que gastemos tanto dinero en ropa, el que marca dónde nos vamos de vacaciones, el que nos hace fijar la atención como halcones en el número de likes que recibimos en las redes sociales, el que nos hace sentirnos raros viajando, yendo al cine o a un restaurante sin compañía, el que hace que nos inclinemos por una marca de coche u otra, el que nos impide comprometernos con una persona de una clase social muy diferente, el que provoca que nos importe demasiado qué carrera deciden estudiar nuestros hijos y el que nos mantiene aferrados a cierta relación de pareja o carrera profesional a pesar de que nuestro fuero interno apunte hacia otro sitio.

Pues bien, tengo dos noticias para ti, una buena y otra mala.

Empecemos por la mala.

La mala noticia es que no vas a poder eliminar a este demonio completamente de tu vida. Lleva demasiados años acompañando al ser humano como para dejarse aniquilar simplemente porque hayas tomado conciencia de su existencia y se te haya metido en la cabeza borrarle del mapa.

No podrás hacerlo. Somos animales sociales y, muy probablemente, siempre lo seremos. Así que te ahorro la energía de intentarlo y el suspense sobre el resultado.

La buena noticia es que este demonio puede ser poderoso, pero no tiene tan buen juicio ni te ayuda tanto como parece, por una serie de razones.

La primera razón es que no eres tan importante en la vida de los demás como ese demonio te hace creer. Las personas, tanto las que te importan mucho como las que te importan menos, no están tan pendientes de ti. Están ocupadas con sus propias vidas y la mayoría del tiempo haciendo esto:

¿Recuerdas esa sensación de nerviosismo cuando estás hablando en público? A veces es tan intensa que creemos que los demás van a percibirla con la misma magnitud que la percibimos nosotros mismos en nuestro interior. Pero no es así. Si no llamas la atención hacia tu nerviosismo de forma activa, los demás apenas se dan cuenta.

Pues bien, esto es lo mismo. Lo más probable es que a nadie le importe demasiado lo que haces o dejas de hacer y que ni siquiera se den cuenta la inmensa mayoría del tiempo. Así que… relax, colega.

La segunda razón es que siempre va a haber alguien al que no le va a gustar lo que haces. Hagas lo que hagas, siempre vas a encontrar a personas que te critiquen por algo. Si no me crees, pregúntaselo a Bill Gates, quien después de contribuir al progreso tecnológico como pocas personas lo han hecho y donar su fortuna a causas benéficas, se ha convertido en el centro de las teorías conspiratorias de dominación del mundo.

No intentes gustar a todo el mundo. Muchas personas están llenas de complejos y encontrarán una forma de que no les gustes. Es un esfuerzo inútil.

La tercera razón es que el demonio nos susurra al oído que cuando sentimos amor o afecto por alguien, o incluso cuando nos sentimos en deuda con esa persona, debemos actuar del modo que satisfaga sus expectativas o no le haga daño alguno. Y si no, seremos desagradecidos y malvados, dignos de compartir cubierto con El Joker de Batman o Jack el Destripador.

Y no, eso no es así. Por la sencilla razón de que esa forma de relacionarse con alguien es insana. La única forma sana de relacionarse con alguien es permitirle ser libre. Tú debes sentirte libre para hacer lo que de verdad quieres hacer y la otra persona debe sentirse libre para decidir cómo reacciona ante eso. Si funciona así, la relación es sana. Si alguna de las dos partes hace algo de manera forzada, no lo es. Con independencia de que la relación continúe o se termine.

La cuarta razón es que los consejos de ese demonio generalmente no son buenos para ti. Si te comportas como ese demonio te dice, para empezar serás poco interesante, porque tu yo auténtico estará oculto y no podrá brillar delante de los demás. Además, atraerás a tu vida a personas mediocres. Personas que se guían por los mismos principios de aceptación social y no hacen nada especial o fuera de lo común, en lugar de a personas interesantes, frescas, con formas diferentes de ver el mundo. Y finalmente, te será más difícil aprender. Si no te arriesgas a no gustar a los demás permanecerás en una especie de estado de hibernación, en el que no experimentas nada nuevo ni descubres nuevas dimensiones de tu personalidad.

En cierto modo, este demonio te mata lentamente, porque te priva de las posibilidades más radiantes de la vida. Así que, aunque se empeñe en pegarse a tu culo, no le dejes demasiado el volante. A pesar de lo seguro de sí mismo que parece, la verdad es que no sabe conducir muy bien.

La resistencia a renunciar a lo que tienes

Este demonio es muy sibilino. Su principal fuente de poder es nuestra tendencia a sobrevalorar lo que tenemos y por tanto la importancia de perderlo. Es lo que se conoce como el riesgo de aversión a la pérdida, un fenómeno que ha sido explorado en profundidad por los psicólogos desde diferentes ángulos:

  • Amos Tversky y Daniel Kahneman concluyeron que una pérdida nos duele 2,5 veces más que el disfrute que experimentamos por una ganancia equivalente y que nuestra tendencia natural es asignar un valor más elevado a los objetos por el simple hecho de poseerlos.
  • Asimismo, Tversky, Knetch y Thaler llegaron a la conclusión de que la propiedad de un objeto distorsiona enormemente nuestra percepción de su valor frente a la percepción de otra persona que no ha sido propietaria de ese objeto.
  • Terrance Odean analizó las cuentas de los inversores de una sociedad de valores en un periodo de 10 años y encontró que los inversores vendieron, en promedio, un 15% de las acciones ganadoras y solamente un 9% de las acciones perdedoras. En otras palabras, los inversores son 1.7 veces más propensos a vender una acción ganadora que una perdedora.

De forma gráfica, esta forma de decidir tiene el siguiente aspecto:


El fenómeno de aversión a la pérdida, aplicado a cualquier decisión que implique cierto grado de incertidumbre sobre nuestra situación actual, nos empuja a poner el status quo en una especie de pedestal y a desarrollar una gran resistencia a bajarlo de ahí para explorar otras cosas. Tenemos la sensación de que si perdemos lo que tenemos, por mediocre e insatisfactorio que sea, la tierra se abrirá y nos tragará, no sin antes ser sodomizados por un cuadrumano de espalda plateada que pasaba casualmente por allí.

Pero eso no suele pasar, ¿verdad que no? Al menos, no es lo que yo veo. Frank Spartan trata a menudo con personas que han decidido abandonar el status quo y adentrarse por nuevos caminos y no suelo encontrarme con ningún drama.

Es cierto que puede haber cosas de la situación anterior que se echan de menos, pero la norma general que yo me encuentro es que, a pesar del peso de la incertidumbre, solemos estar más ilusionados, tener más energía y sentirnos más llenos de vida cuando recorremos un camino incierto que conecta con nuestros deseos profundos.

Tenemos mayor capacidad de adaptación de lo que podemos llegar a creer cuando estamos abrazados al status quo como si fuera nuestro amor platónico del colegio. Hay más peces en el mar. Y la probabilidad de que te vayas a casa con la red vacía cuando de verdad te interesa algo y lo persigues con ganas durante un tiempo, en la opinión de tu amigo Frank, es muy baja.

Este demonio es muy peligroso, porque nos hace ignorar la pérdida que elegimos tener al permanecer en la situación actual: El coste de oportunidad. Y ésa es una pérdida muy real, porque nos priva de todo lo que podríamos conseguir si decidiéramos probar cosas nuevas. Nos priva de sacarle partido a todo nuestro potencial y de extraer más jugo de la vida. Y al final, de eso es de lo que va este juego al que todos estamos jugando.

Puedes pasar tu vida dibujando líneas, o puedes vivir tu vida cruzándolas.

Shonda Rhimes

El no saber cómo poner en práctica tus sueños

El tercer demonio hace acto de presencia cuando tenemos una noción de lo que nos gustaría hacer, pero no sabemos muy bien cómo llevarlo a la practica. Esa falta de claridad mental sobre los pasos que debemos dar para llegar al destino deseado nos inmoviliza, porque muchos de nosotros necesitamos visualizarlo de forma muy clara antes de empezar a andar.

Sin esa claridad es frecuente que nos vengamos abajo y sucumbamos a las resistencias a cambiar nuestra situación actual, especialmente cuando alguno de los otros dos demonios nos intentan meter el dedo en el ojo al mismo tiempo. Llegamos ya jadeantes a la decisión, y es cuando este tercer demonio nos da la puntilla y nos hace sacar la bandera blanca.

La capacidad de derrotar a este demonio requiere un acto de fe. Digo fe, porque no es posible tener la respuesta que buscamos antes de empezar a andar. Debemos tener relativamente claro el destino, el qué estamos persiguiendo al cambiar de rumbo, pero el cómo es algo que, inevitablemente, iremos descubriendo durante el camino.

Incluso cuando tenemos una idea más o menos nítida sobre el cómo antes de empezar a andar, lo habitual en la práctica es que terminemos haciendo las cosas de otra manera diferente a como preveíamos, simplemente porque van surgiendo cosas en el camino que no anticipábamos. Puedes preguntárselo a cualquier emprendedor con un poco de experiencia.

En otras palabras, pretender controlar el cómo desde la casilla de salida es en sí una incongruencia. Lo irás descubriendo mientras caminas. Puedes ir más rápido o más despacio, pero la respuesta se halla en el camino, no fuera de él.

El no tener completa visibilidad sobre el cómo es algo que intimida. Este demonio ha engatusado a Frank Spartan más de una vez, porque es extremadamente convincente y parece que está de tu lado. Pero aunque lo parezca, no es así. El problema es que para poder verlo hay que tener fe. Y para que esa fe se traduzca en realidad, hay que tener paciencia, perseverancia y también un poco de suerte.

Estos tres demonios te atacarán, probablemente al unísono, cuando te enfrentes a la decisión de cambiar algo importante en tu vida. A veces, te dirán cosas con sentido. Pero muchas otras, solo farfullarán majaderías. Debes entenderlos bien para saber distinguir. Y es cierto que, incluso si los derrotas y decides lanzarte a perseguir lo que realmente quieres, no tendrás garantía de éxito.

Pero nunca hay garantía de éxito, ni en el camino nuevo ni en el viejo. Así que… ¿por qué no jugar, antes de que se nos acabe el tiempo de hacerlo?

Pura vida,
Frank.

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