“As far back as I can remember, I always wanted to be a gangster”
La frase es de la primera escena de “Uno de los Nuestros” (Goodfellas), dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Robert de Niro, Joe Pesci y Ray Liotta. La pronuncia el personaje principal de la trama, Henry, mientras cierra el maletero de su coche con un – recién estrenado y agujereado – cadáver dentro. Es uno de los comienzos de película más impactantes de la historia del cine.
Tomando prestada esa icónica frase, se podría decir que hasta cuando a Frank Spartan le alcanzan los recuerdos, siempre he tendido a priorizar la dirección frente al momento.
El futuro frente al presente. El horizonte frente a la ola.
Desde que tengo uso de razón, cuando he tenido una decisión relevante que tomar, prácticamente siempre he elegido hacer lo que creía que me llevaría a un destino que merecía la pena, aunque eso implicara tener que atravesar un desierto jodidamente duro y difícil en el presente.
La verdad es que nunca he tenido grandes dificultades a la hora de atravesar desiertos. Si tenía la sensación de que la dirección en la que me encontraba era buena, aquello dotaba milagrosamente de significado al mal trago del momento, por amargo que fuera. Y ese significado me permitía caminar sobre el fuego, allí donde otros salían aullando de dolor, sin despeinarme demasiado.
Supongo que todo este interés por no dejar de mejorar se debe en parte a que he desarrollado una conciencia hipersensibilizada sobre el poco tiempo que tenemos para vivir la vida y lo rápido que ésta se nos escapa entre los dedos. El breve instante del que disponemos para hacer algo que merece la pena. Para que nuestra existencia no sea irrelevante. Para dejar algún tipo de huella que no sea la de un culo fofo en el sofá.
Esa conciencia de que tenemos poco tiempo, unida a la magia de la providencia de haberme hecho nacer en un lugar lleno de posibilidades en vez de en una aldea de Somalia, hace que mi cerebro procese cualquier fase de ausencia de dirección o cualquier situación prolongada de estancamiento como un estado antinatural. Qué quieres que te diga, colega, yo funciono así. Tengo que estar en movimiento hacia algo que merece la pena.
Echando la vista atrás y haciendo un poco de balance, es justo decir que este fuego interno de mejora continua me ha servido bien. He elegido caminos difíciles que me han llevado a buenos lugares en prácticamente todos los ámbitos importantes de la vida y me han forjado como persona. No sólo eso. Ese interés por mejorar también ha estimulado mi capacidad de autocrítica y me ha ayudado a reconocer cuándo y dónde he metido la pata. O, si lo prefieres, a no comportarme tan a menudo como un capullo sabelotodo.
Decisiones difíciles, vida fácil. Decisiones fáciles, vida difícil.
Sin embargo, a pesar de los incuestionables beneficios de mirar al futuro con el rabillo del ojo y asegurarse de que la dirección que llevamos en el presente es buena, también es un arma de doble filo. Y si no aprecias que ese segundo filo está ahí, probablemente te cortes.
Veamos por qué.
La vida sin dirección
El caso habitual en nuestra sociedad no es el de centrar la atención en asegurarnos de que la dirección que llevamos es buena. El caso habitual es centrar la atención en no sufrir demasiado en el presente.
La dirección, el futuro, el horizonte y todo eso suena muy bien, pero, en la práctica, a la mayoría de nosotros nos importa un carajo. Si nos sentimos más o menos bien en nuestro día a día, o al menos no sentimos demasiada insatisfacción, renunciamos a alzar la cabeza para comprobar si la dirección es buena. Simplemente, remamos.
Si el bote sigue en movimiento y no se hunde, asumimos que todo está bien. O al menos, no demasiado mal. Y seguimos remando hasta que, de repente y sin previo aviso, se acaba el tiempo.
Las razones de este fenómeno son muchas, y la mayoría de ellas están ancladas en las ciencias del comportamiento y los sesgos cognitivos de la psicología prospectiva, popularizados por el premio Nobel de Economía Daniel Kahneman.
Para empezar, tenemos el sesgo del presente: Tendemos a valorar muchísimo más los beneficios presentes que los futuros. Cuando tratamos de evaluar el atractivo de un beneficio futuro, nuestro cerebro tiende a aplicar el llamado descuento hiperbólico. Y eso penaliza ese beneficio del futuro enormemente en comparación con el beneficio del presente. Simplemente, porque está muy lejos.
En segundo lugar, tenemos la aversión a la pérdida: Nos duelen mucho más las pérdidas de lo que nos satisfacen las ganancias. Y eso hace que nuestra función interna de “utilidad” a la hora de tomar decisiones no sea una recta, sino una curva. Una curva cuya pendiente se hace más pronunciada en el lado de las pérdidas que en el de las ganancias.
Centrarse en la dirección implica ponerse objetivos. Ponerse objetivos implica intentar conseguir algo. E intentar conseguir algo implica asumir la posibilidad de fallar y perder.
Olvidarse de la dirección y centrarse en remar es menos doloroso. Por eso lo hacemos.
En tercer lugar, tenemos el sesgo de disponibilidad: Tendemos a seleccionar lo que vemos a nuestro alrededor y a extrapolarlo al resto del mundo, como si nuestras experiencias personales fueran un reflejo de los complicados entresijos de la realidad humana en diferentes contextos y culturas. Y como lo que vemos a nuestro alrededor es que los demás también parecen concentrar su atención en remar, asumimos que ésa debe de ser la respuesta al enigma de la felicidad humana.
Y finalmente, tenemos la saliencia: Las cosas que más destacan y más ruido hacen son las que tienden a captar más nuestra atención. Y en el mundo en el que vivimos, las cosas que más ruido hacen son generalmente las gilipolleces. Las cosas realmente importantes, esas cosas por las que merece la pena luchar, pasan delante de nuestros ojos de forma sigilosa y no reparamos en ellas.
¿Cuál es la conclusión de todo esto?
Que en la sociedad en la que vivimos es absolutamente natural que nuestra atención y energía se concentren en mantenernos ocupados con cualquier cosa que nos sirva para evitar el dolor en el presente, sin que la dirección de futuro que llevamos nos importe gran cosa a la hora de tomar decisiones en el día a día.
En otras palabras, centrar la atención en la dirección que llevas no es lo natural. Para poder hacer eso tienes que dar, de manera proactiva e intencional, un golpe de timón. Sólo así podrás salir de la corriente por la que te arrastran el entorno en el que vives y los sesgos cognitivos inherentes en la naturaleza humana.
Entonces, lo que te está diciendo Frank Spartan es que la solución es centrar más la atención en la dirección que llevamos y no tanto en remar sin ton ni son, ¿no es verdad?
Sí… y no.
Las limitaciones de proyectarnos hacia el futuro
El problema de todo esto es que saber con exactitud qué lugar del futuro va a ser bueno para nosotros no es tan sencillo como parece. Puedes creer que estás seguro de que tus deseos, circunstancias y prioridades no van a cambiar, pero los experimentos al respecto (puedes leer el trabajo del psicólogo Daniel Gilbert) no reflejan esas conclusiones. Lo que reflejan es que la mayoría de las personas se desvían en sus estimaciones de futuro, y mucho.
Ya. Tú no. Tú eres especial. Tú sí que sabes con exactitud lo que vas a querer dentro de unos años.
Anda ya.
La realidad es ésta: Cuanto más concreto y específico seas en tu proyección, cuanto más nítida sea en tu cabeza la foto del futuro, más riesgo hay de que te equivoques. Más riesgo hay de que, cuando llegues por fin a tu soñado destino, constates que no es eso lo que realmente quieres.
¿Y cuál es la consecuencia de eso?
Que durante el camino habrás dejado pasar muchas olas. Olas que creías que no te iban a llevar a ese horizonte perfectamente definido que anhelabas. Olas en las que quizá te sentías muy bien, pero en las que no veías futuro. O, mejor dicho, no veías ese futuro concreto al que tan emocionalmente anclado estabas.
Sin embargo, puede que algunas de esas olas fueran buenas olas. Te habrían llevado a otro futuro diferente, sí, pero quizá, una vez allí, no te habría ido tan mal. Quizá habrías sido muy feliz.
Y por eso, colega, debes tener mucho cuidado a la hora de definir en qué dirección quieres ir. Si eres demasiado concreto, correrás un gran riesgo de equivocarte. Y dejarás ir olas que son buenas.
La forma correcta de maximizar las probabilidades de que te vaya bien en la vida es definir tu horizonte en base a principios generales y valores prioritarios, pero mantenerte flexible en el tipo de olas que quieres coger y el destino concreto al que te pueden llevar.
Veamos cómo funcionaría esta idea en la práctica.
Digamos que en el plano profesional se te mete en la cabeza que el destino al que quieres llegar es ser cirujano jefe del hospital. Si lo defines de esa manera tan específica, las olas que parecen buenas serán muy escasas: Solamente aquéllas que te acercan a ese objetivo. Y puede que, cuando llegues a tu preciado destino, compruebes que el estrés, las preocupaciones y los politiqueos que el puesto conlleva no compensan el sueldo y el estatus. Pero quizá ya sea demasiado tarde para buscar otras opciones y decidas comulgar con una situación insatisfactoria hasta el fin de tu vida profesional.
Sin embargo, si defines el horizonte de una forma más amplia y en base a tus valores prioritarios en el ámbito profesional, tus probabilidades de éxito se expanden. Imagina que lo que más valoras de tu profesión es poder desempeñar tu trabajo con autonomía, flexibilidad de horarios y tener un impacto directo de servicio a los demás. Ahí aparecerán muchas más olas que pueden ser buenas. Tienes más opciones que probar y más cintura mental para ir cambiando de una a otra si así lo deseas.
En otras palabras, no eres tan esclavo del destino. Puedes entregarte totalmente a disfrutar de la ola, con la tranquilidad de que cumple unos mínimos en los valores que tú consideras más importantes en tu vida profesional.
O digamos que en el plano sentimental se te mete en la cabeza que tú sólo eres compatible con una persona muy especial que tiene una serie de características. Y cuando tu pareja no cumple perfectamente esas expectativas y surge cualquier desencuentro, dejas de creer en el futuro de la relación y decides romper, porque tienes una visión muy clara en tu cabeza del tipo de persona con la que serías feliz.
Chorradas. No tienes ni pajolera idea, aunque creas que sí. Se puede ser feliz con tipos de personas muy diferentes, siempre que puntúen con nota en los lugares que más te importan.
Imagina que lo que más te importa en una pareja es la confianza y el cariño. Y estás en una relación en la que tu pareja te los da, pero discutís a menudo por nimiedades. Por mucho que en tu horizonte de pareja idílica todo vaya como la seda y nunca haya discusiones, romper la relación porque no parece ir en esa dirección es un movimiento altamente cuestionable. Lo que te importa de verdad existe. Esa ola huele a buena, aunque haya algo de ruido a su alrededor en este momento. Es muy probable que la mejor decisión sea darle más cuerda y ver a dónde te lleva.
Ahí tienes la solución al enigma de dónde centrar la atención para vivir una buena vida: En un horizonte de futuro sin gran definición, pero firmemente anclado en tus principios y valores prioritarios. Y en combinar esa visión de futuro con una actitud flexible en el presente a la hora de coger las olas que parece que puntúan en los aspectos clave, aunque no te parezcan perfectas.
“Lo perfecto” es una invención de tu mente. Hasta que no dejes que la ola en la que te encuentras revele toda su magia, no sabrás si estás en el sitio correcto. No eres tan listo ni te conoces tan bien como crees, colega.
Paradójicamente, aceptar la enorme magnitud de tu ignorancia es una de las mejores cosas que puedes hacer para que te vaya bien.
Pura vida,
Frank.