Los dos «Yos»

“Ser feliz” es, probablemente, la respuesta más habitual a la pregunta de qué queremos de la vida. Sin embargo, a pesar de la aparente universalidad de la respuesta, muy pocas personas parecen alcanzar esa famosa felicidad de la que todo el mundo habla en las redes sociales y los libros de autoayuda. De hecho, cuando profundizamos un poco en las respuestas, nos damos cuenta de que existe una gran disparidad de interpretaciones sobre lo que significa eso de “ser feliz”.

A grandes rasgos, podemos hablar de dos grandes modelos de felicidad. Por un lado tenemos la filosofía oriental, que se encuentra más orientada a la eliminación del deseo y el apego como piedra angular del bienestar personal. Y por otro lado tenemos la filosofía occidental, que está más alineada con la consecución de logros y objetivos, aderezada con la experiencia epicúrea de placer sensorial.

Podríamos leer docenas de libros y formar una opinión sobre cuál de las dos filosofías nos convence más. Pero eso sería, en cierto modo, un experimento de laboratorio. La realidad es que vivimos nuestra vida en una cultura determinada, y pretender funcionar de forma radicalmente distinta a la mayoría de las personas que nos rodean es, cuando menos, complicado en la práctica. Nuestro entorno influencia nuestra forma de pensar y de comportarnos más de lo que creemos. Así que, salvo que estés dispuesto a mudarte a una caverna en medio de la nada y vivir en taparrabos en base a tus propias reglas, me temo que te va a tocar jugar en el tablero de ajedrez de la filosofía occidental.

El asunto es cómo filtras esta filosofía y tomas decisiones en tu propia vida para maximizar tu felicidad. Esto, como vamos a ver, es más complejo de lo que parece. Y una de las grandes razones de esa complejidad es que tu supuesto «Yo», esa identidad personal con la que interactúas a la hora de tomar decisiones, no tiene una sola cara.

Tiene dos.

El “Yo que Experimenta” y el “Yo que Recuerda”

Hace varios años, algunos meses antes de que Frank Spartan diera un giro radical a su vida, recuerdo que estuve reflexionando sobre qué modelo de toma de decisiones tenía más sentido para maximizar la felicidad en mi vida. En mi cabeza quería “sentirme bien” durante los momentos que componen el día a día (emoción), pero al mismo tiempo quería experimentar “satisfacción” a la hora de evaluar la vida que estaba viviendo o había vivido hasta entonces (sentido/propósito).

Por alguna extraña razón, algo me decía que había cierto conflicto entre ambos objetivos. No acertaba a explicar la naturaleza de ese conflicto con palabras, pero lo percibía de forma muy nítida a un nivel intuitivo.

Hasta que un día, casualmente, tropecé con la idea del “Ser que Experimenta” y el “Ser que Recuerda”, acuñada por Daniel Kahneman, el padre de la teoría prospectiva y uno de los más grandes contribuyentes a la psicología moderna en lo que se refiere a nuestra forma de pensar y tomar decisiones.

Kahneman argumenta que en nuestras cabezas conviven dos “Yos”, con diferentes mecanismos de funcionamiento y diferentes niveles de presencia. Por un lado, tenemos el “Yo que Experimenta”, que es el “Yo” que percibe las cosas según suceden y que interactúa con el mundo en cada uno de los momentos en los que estamos conscientes. Y por otro lado tenemos el “Yo que Recuerda”, que es el “Yo” que construye las historias que almacenamos en nuestra memoria sobre los acontecimientos pasados.

Según Kahneman, lo que satisface a estos dos “Yos” son cosas muy distintas. Y para ilustrar este punto, plantea el siguiente experimento:

Imagina que eliges un plan de vacaciones y te dicen que al final de la experiencia todas tus fotos se borrarán y que deberás tomar una pastilla que provoca que no recuerdes nada de lo que has hecho. ¿Seguirías eligiendo esas mismas vacaciones? 

Yo no. Y probablemente tú tampoco. 

¿Por qué no?

Porque queremos recordar.

Vivir algo que nos hace sentirnos bien, incluso muy bien, no resulta tan interesante para nosotros si después no podemos recordarlo, ¿no es así? Queremos perpetuar y reproducir la emoción del momento a través del recuerdo. Un recuerdo que altera la realidad objetiva de la experiencia a través de una serie de filtros cognitivos (no solemos recordar las cosas exactamente como fueron, sino como más nos conviene), pero que, a pesar de dichas alteraciones, impacta positivamente en nuestro estado anímico posterior.

Y aquí es donde surge el conflicto, porque el hecho es que tendemos a olvidar la inmensa mayoría de las cosas que hacemos. Vivimos y olvidamos, vivimos y olvidamos, una y otra vez.

¿Por qué?

Quizá porque la inmensa mayoría de las cosas que hacemos no son relevantes para el mecanismo que activa nuestra memoria. No destacan lo suficiente. No marcan ninguna diferencia con respecto al continuo experiencial por el que transcurre nuestra vida. Y como no son relevantes, el cerebro las desecha.

Éste es un tema fascinante, porque implica que muchas de las cosas que tendemos a hacer porque asumimos sin titubeos que nos hacen sentir bien no dejan muesca alguna en nuestra memoria. Desaparecen en el aire sin dejar rastro, como las vacaciones trucadas del cachondo de Kahneman.

Sin embargo, algunas otras cosas que hacemos o que nos suceden no desaparecen de la misma forma. Se quedan en nuestra memoria a pesar del paso del tiempo y las recordamos sin ningún esfuerzo.

¿Por qué?

Aquí es donde entran en juego las emociones.

La emoción ligada a una experiencia es el ingrediente fundamental que activa el mecanismo de la memoria. Sin embargo, no cualquier experiencia que genera emoción consigue activar dicho mecanismo. De hecho, la inmensa mayoría de experiencias no lo hacen.

Por ejemplo, ¿te acuerdas de lo que disfrutaste comiendo en aquel restaurante hace tres años? ¿O alojándote en aquel hotel? ¿O conduciendo aquel coche? ¿O llevando aquellos zapatos? ¿O de los “me gusta” de aquel post de Instagram?

Si te pones a pensar en ello es posible que creas que sí, pero eso es una ficción mental. No puedes rememorar ese sentimiento más allá de la experiencia puntual de entonces. Y si yo no lo hubiera mencionado, probablemente no habrías pensado nunca más en ello.

A todos los efectos, se ha volatilizado de tu mente. ¿Por qué?

Pasemos a otro tipo de experiencias: ¿Te acuerdas de lo que disfrutaste en aquel concierto con tus amigos? ¿O en aquel viaje con tu pareja? ¿O en aquel partido de fútbol en el que tu equipo ganó la final? ¿O aquellas vacaciones de Navidad con tu familia?

Probablemente sí. ¿Por qué?

Veamos ahora otro tipo de experiencias: ¿Te acuerdas del momento en el que acabaste la carrera universitaria? ¿Del momento de conseguir tu primer trabajo? ¿Del momento de aquel ascenso o de aquel premio? ¿Del momento de comprar tu primera casa? ¿Del momento del nacimiento de tu primer hijo? ¿Del momento de cuidar de aquel familiar enfermo? ¿Del momento de hacer muy bien algo que antes no hacías tan bien, pero en lo que te esforzarte para aprender?

Seguro que sí. ¿Por qué?

Hay dos grandes fuentes de activación de la memoria: Los momentos especiales que compartimos con los demás y las cosas que nos hacen sentirnos orgullosos de nosotros mismos. También hay una tercera, que son los acontecimientos traumáticos: la enfermedad o muerte de un familiar, una separación, un accidente, un despido en un momento difícil. Pero eso es algo que no perseguimos proactivamente, así que concentrémonos en las dos primeras.

El resto de las experiencias, por muy emocionalmente intensas que parezcan en el momento de vivirlas, suelen desaparecer en lugares recónditos de la memoria. Sólo somos capaces de rescatar efluvios fabricados de las mismas cuando alguien se empeña en llevarnos de las orejas hasta allí, por el motivo que sea.

Teniendo esto en cuenta, ¿cómo deberíamos asignar nuestra atención y energía para vivir una buena vida? ¿Cómo deberíamos tomar decisiones para ser “más felices”?

El “Yo” que debemos priorizar

La pregunta que inevitablemente surge es ésta: ¿A quién debemos conceder los mayores galones a la hora de dirigir nuestra vida? ¿Al “Yo que Experimenta” o al “Yo que Recuerda”?

Si prestas atención, verás que esta pregunta se puede reformular de otra forma:

¿Debo priorizar el sentirme bien en los momentos efímeros en los que me encuentro, o debo priorizar el cultivo de aquello que me haga sentirme, cuando evalúe mi trayectoria, satisfecho con mi vida?

Es una pregunta jodida, lo sé. Pero tienes que hacértela, colega. Es la única forma de poder vivir de forma intencional y no como un tronco a merced de las olas.

Lo ideal, evidentemente, es lograr dar en las dos dianas con la misma flecha. Sentirnos satisfechos con nuestra vida y al mismo tiempo sentirnos bien durante muchos momentos efímeros. Pero… ¿es eso posible? ¿Hay un terreno que pertenece a ambos mundos? ¿O son mundos independientes, excluyentes, sin zonas comunes?

Hay una zona en común entre ambos mundos, sí. Pero encontrarla requiere seguir un orden de prioridad a la hora de interactuar con tus dos “Yos”.

Para construir tu vida en condiciones, lo primero que debes hacer es sentarte cara a cara con el “Yo que Recuerda” y escuchar. Y deberás hacerlo varias veces a lo largo de tu vida, porque tu forma de pensar cambiará a medida que vas atravesando diferentes fases y viviendo diferentes experiencias. Y según vas cambiando, tu “Yo que Recuerda” te irá revelando peticiones diferentes.

¿Qué va a pedirte el “Yo que Recuerda” que hagas?

Reducido a su máxima esencia, dedicar tiempo y atención a aquello que activa el funcionamiento de la memoria. Y como hemos visto antes, hay dos categorías fundamentales de experiencias que lo hacen: 1) Los momentos especiales compartidos con los demás; y 2) Las cosas que te hacen sentirte orgulloso de ti mismo.  

Aquí es donde empieza el camino del guerrero y donde la mayoría de las personas abandona.

¿Por qué?

Porque es difícil.

Es más fácil dejar de escuchar al “Yo que Recuerda” y prestar atención a los cantos de sirena del “Yo que Experimenta”, perseguiendo aleatoriamente aquello que nos hace sentir bien en el momento efímero en el que nos encontramos. Pero ése no es el camino para vivir una buena vida. No debes dejar de escuchar al “Yo que Recuerda”, o renunciarás a la invaluable sensación de que tu vida ha merecido la pena.

En relación a esto, hay una serie de acciones que puedes llevar a cabo y que marcan la diferencia en nuestra forma de evaluar la satisfacción vital, porque multiplican nuestra capacidad de generar recuerdos relevantes. Pero no resultan fáciles, porque son incómodas. Son acciones a las que nos vamos a resistir de forma natural, por temor a exponernos demasiado y sufrir.

Ahora seguro que sabes lo que te va a decir Frank.

Bueno, ¿y qué? ¿Quieres vivir una buena vida, sí o no? 

Si la respuesta es sí, vas a tener que tragarte algunas plumas. La buena noticia es que tus temores son infundados, porque la recompensa es enorme y el riesgo “real” minúsculo, por mucho que psicológicamente intimide. Así que no tienes excusa, salvo que ser un calzonazos te proporcione una enorme satisfacción. Y eso por definición no es así, porque de serlo no estarías leyendo a Frank.

Vayamos por partes.

1. Los momentos especiales con los demás

La receta para multiplicar recuerdos en este campo es simple. Los pasos son tres: Filtrar, decir, hacer.

Filtrar

El proceso de filtrado tiene dos partes:

  1. Primero, reduce la atención que dedicas a las personas que no te aportan, y sé implacable con la atención que dedicas a los cretinos. Si te buscan, evítalos. Incómodo, sí; necesario, también. Al hacer esto, concentrarás el poder de tu atención en lo importante y aumentarás su productividad.
  2. Segundo, identifica al grupo de relaciones especiales en tu vida. Aquellos familiares y amigos que más te aportan y a los que aprecias de verdad. La crème de la crème. Tus padres, tu pareja, tus hijos, tus 5-10 mejores amigos. ¿Por qué? Porque tienes algunas cosas que hacer con respecto a ellos.
Decir

Pasemos a un nivel superior de dificultad en el proceso de generación de recuerdos. Este nivel implica decir a todos y cada uno de los miembros de tu grupo de relaciones especiales algunas cosas que no suelen oír. Y lo que les vas a decir es distinto en función de con quién estés hablando.

  • Si son tus padres u otro familiar cercano, vas a decirles que les estás muy agradecido por todo lo que han hecho por ti, que han sido un gran ejemplo para ti y que les quieres mucho.
  • Si son tus hijos, vas a decirles que estás orgulloso de ellos y que siempre vas a estar ahí cuando lo necesiten, pase lo que pase.
  • Si son tus amigos, vas a decirles que te sientes muy afortunado de tenerles como amigos, que les agradeces lo que han hecho por ti (algo relevante habrá) y que pueden contar contigo para lo que sea.

Decir cada una de estas cosas es clave para elevar esas relaciones a un nivel superior al nivel en el que ahora se encuentran, dependiendo de con quién estés hablando. Estas cosas no se suelen oír, porque solemos ceder a la incomodidad de decirlas. Pero cuando se oyen generan un sentimiento muy potente en la otra persona y una conexión especial entre ambas que permanece en el tiempo.

La mayoría de nosotros nos refugiamos en el “ya lo saben, no hace falta decirlo”. No es cierto. Decirlo marca la diferencia. Decirlo eleva la calidad de la relación. En directo o por escrito, pero debes decirlo.

Hacer

Para terminar, toca hacer. Y esto significa que tú tomas la iniciativa para crear los momentos especiales. Tú sugieres, tú planeas, tú organizas. Y si tu nivel de iniciativa no tiene correspondencia en los demás, te jodes y sigues haciéndolo porque estás persiguiendo algo más importante que dar satisfacción a tu propio orgullo.

En cualquier caso, si haces todo esto, lo más probable es que los demás respondan positivamente y tomen sus propias iniciativas para mantener y hacer honor a la calidad renovada de la relación. La reciprocidad es uno de los principios psicológicos más potentes en el mundo del comportamiento humano.

Filtrar-decir-hacer. Con esos ingredientes multiplicarás tu capacidad de compartir momentos especiales con los demás, e indirectamente de generar recuerdos relevantes.

2. Las cosas de las que te sientes orgulloso

Hemos hablado ya de la dimensión relacional con los demás. Pasemos ahora a hablar de la dimensión relacional contigo mismo.

La filosofía es sencilla: Has de esforzarte para progresar por un camino al que le encuentres significado, en base a tus valores, talentos e intereses. Por ti mismo, no por los demás. Satisfacción intrínseca, no extrínseca. Es tu camino, tu forma de recorrerlo y tus motivos, y sólo los tuyos.   

El resultado de andar este camino es convertirte en una versión mejor de ti mismo en aquellas dimensiones que te importan de verdad. Forma física, salud financiera, competencia profesional, pasión vocacional, aprendizaje, servicio a los demás, etcétera, etcétera. Ese proceso de mejora y superación de dificultades te hará sentir que estás aprovechando el tiempo que tienes para algo bueno, con independencia de que consigas tus metas, o no. 

Hasta aquí el concepto, que es relativamente fácil de entender. Ahora veamos lo que no es tan fácil:

Tu satisfacción intrínseca no es negociable.

Esto quiere decir que has de comprometerte a dedicarle tiempo y esfuerzo de forma regular, aunque las “obligaciones” del día te presionen. La única forma de conseguir andar tu camino es dejar de andar por otros, al menos durante unas horas a la semana. Así que vas a tener que hacerte realmente bueno en decir “no” y resistir algunas presiones, a riesgo de “decepcionar” a algunas personas.

Ésta una idea muy simple, pero en la práctica tiene una importancia demoledora: Si reservas tiempo en tu agenda para algo que realmente te motiva y lo respetas durante una temporada, tu vida cambia radicalmente a mejor. Y si además es algo que ayuda a que te conviertas en una mejor versión de ti mismo, habrás ganado el “jackpot” de la satisfacción vital.

No cedas. Tu satisfacción intrínseca no se negocia. Cuando mires atrás tras haber recorrido ese camino tendrás muchos bonitos recuerdos en el zurrón. Te sentirás orgulloso de ti mismo. Sentirás que has aprovechado tu vida.

Y eso no tiene precio.

La intersección de los dos “Yos”

Bueno, colega, ya has montado tu vida para maximizar tu satisfacción vital a través de la turbogeneración de recuerdos. Tienes el motor del “Yo que Recuerda” funcionando a toda pastilla. Pero… ¿y el “Yo que Experimenta”? ¿Debes pasar olímpicamente de él y ningunearlo? ¿Tirarle tomates en cuanto abra su bocaza y te maree con sus gilipolleces?

Evidentemente, no. Lo que sientes en el día a día es muy importante. Puedes decirte a ti mismo que estás viviendo una gran vida, y puede que desde un punto de vista filosófico y existencial sea así, pero si no lo sientes en tus carnes a través de las emociones del momento no te lo creerás del todo. Y, en cierto modo, tendrías razón.

Así que… haz lo que debas hacer para sentir las emociones que deseas sentir en cada momento. Pero ten cuidado con entregar alegremente las riendas de tu vida al “Yo que Experimenta”, salvo que las tuberías de tu satisfacción vital estén bien instaladas. Una vez que la dinámica de crear y compartir momentos especiales con los demás y tus mecanismos de satisfacción intrínseca estén en funcionamiento, dispara todas las balas que quieras para que tu día a día sea gratificante en el plano emocional. Placer sensorial, relajación, socializar, entretenimiento… lo que sea que te eleve el espíritu del momento. Es preciso sentir que eres feliz para ser feliz, por mucho significado que creas que tiene tu vida.

Eso sí, cuando alguna de las tuberías principales de tu satisfacción vital se atasque, la prioridad es desatascarla. Lo que fluye por esas tuberías es la esencia de tu vida, lo que permanecerá a lo largo de las diferentes etapas. Sin eso, no tendrás nada más que una búsqueda permanente de emociones pasajeras. No sacrifiques la profundidad de lo que permanece por la intensidad de lo efímero. 

Ahí lo tienes. Estos son tus dos “Yos”. Aprende a reconocerlos y vigila a cuál de los dos alimentas más en tus decisiones. Si no lo haces, puede que en algún momento, quizá ya demasiado tarde, te des cuenta de que no tienes demasiado que recordar.  

Pura vida,

Frank.

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