El papel de las expectativas en nuestras relaciones con los demás

Cuando volvemos la vista atrás y contemplamos el camino recorrido en los últimos años, no podemos sino constatar ciertas tendencias en nuestra forma de ver las cosas. El tiempo parece transcurrir cada vez más deprisa. El anhelo de aventura y diversión parece ir disminuyendo, mientras que el anhelo de paz y tranquilidad parece ir aumentando. La conciencia de nuestra mortalidad parece estar cada vez más presente. Y parecemos dar cada vez menos importancia a asuntos que antes se nos antojaban muy importantes, mientras que otros asuntos antes irrelevantes pasan a ocupar una superficie sustancial de nuestro espacio mental.

Estos patrones son largamente universales. No son tanto una función de las circunstancias o idiosincrasia concretas del individuo, sino más bien fruto de las dinámicas naturales de las diferentes fases de la vida. La evolución biológica del ser humano y su conciencia del paso del tiempo – así como del tiempo que le queda por vivir – provoca que su perspectiva mental y su comportamiento se encaucen tradicionalmente por estos derroteros. Por eso, cuando hablas de estas cosas con personas de mediana edad, no les suena raro. Todo lo contrario, se sienten muy identificadas.

Sin embargo, hay otros patrones que no son tan evidentes a la psique humana, pero que parecen producirse con un grado similar de universalidad. Uno de ellos me resulta particularmente interesante: Las expectativas en nuestras relaciones con los demás.

Un tema fascinante, porque es una dimensión tremendamente activa de nuestra vida, y en la que funcionamos con un enfoque mental del que no solemos ser del todo conscientes.

Veamos.

Desde pequeños, cuando empezamos a relacionarnos con los demás, nuestro cerebro empieza a desarrollar un mecanismo de naturaleza “transaccional”. No es un proceso de pensamiento consciente, sino más bien una intuición o una sensación.

Cuando me relaciono con alguien, doy algo y recibo algo. Y si lo que recibo no parece ser – en base a mi percepción subjetiva – “suficiente” para mí, algo en mi interior me dice que esa relación no funciona del todo bien. Lo que decida hacer al respecto depende de muchos factores, pero esa sensación de desasosiego cobra vida.

Este suele ser un fenómeno bastante generalizado, porque así es como funciona «el software de relaciones» que hay instalado en nuestro cerebro. Cuando percibimos un desequilibrio entre lo que damos y lo que recibimos, aparece un malestar. Esa es la razón por la que el principio de reciprocidad es tan efectivo a la hora de influenciar comportamientos. Si alguien hace algo por nosotros, nos vemos “obligados” a corresponder. No es una obligación moral, sino una “auto imposición” relacional. A veces controlamos ese impulso de corresponder y decidimos no hacerlo por la razón que sea, pero el instinto natural de equilibrar esa imaginaria balanza siempre aparece. Aparece, porque la conciencia de la existencia de esa balanza es consustancial a la dimensión social del ser humano. 

Nos relacionamos en base a intercambios subjetivos de valor. La moneda en la que se denomina ese valor para cada uno de nosotros es muy variada, pero todo en nuestro comportamiento relacional tiende a traducirse, eventualmente, a una medida subjetiva de valor.

Digamos que decido relacionarme con alguien por motivos profesionales.

¿Qué es lo que suele determinar que esa relación se fragüe y se mantenga en el tiempo?

Un intercambio de valor que ambas partes consideren justo y suficiente.

De esa relación yo puedo obtener varias cosas. Quizá contactos. Quizá oportunidades de negocio. Quizá aprendizaje. Quizá estímulo. Quizá, simplemente, que esa persona me produzca emociones positivas. Todo eso es valor. En diferentes monedas, cierto, pero todas ellas representan para mí un determinado valor en función de mi forma de ser, circunstancias y prioridades. De la misma forma, habrá otras fuentes de valor que esa persona obtendrá de mí en esa relación. Y si alguno de los dos percibimos que ese intercambio de valor está desequilibrado y/o no es suficiente, es muy posible que esa relación profesional no prospere.

Bueno, pero eso es en el ámbito profesional, Frank. En nuestras relaciones personales no somos tan materialistas.

No, ¿eh?

Veamos si, en efecto, eso es así.

La dinámica de nuestras relaciones personales

Cuando somos jóvenes, ¿cómo suelen empezar las relaciones personales con los demás?

De forma bastante random, por no decir totalmente random.

Coincidimos con una serie de personas en un lugar determinado y las circunstancias externas provocan mayor o menor frecuencia de contacto. Eso no depende, en su mayor parte, de una elección proactiva. Vamos a ciertos sitios porque tenemos que ir, porque es parte de nuestra dinámica de vida y nuestra agenda de actividades. Colegio, universidad, lugar de veraneo de nuestros padres, prácticas extracurriculares, etcétera, etcétera. En esta fase del proceso somos fundamentalmente receptores pasivos de experiencias relacionales, no creadores de ellas.  

Una vez estamos ahí y tenemos cierta frecuencia de contacto con algunas personas, otro tipo de fuerzas comienzan a operar.

¿Es esa persona amable conmigo? ¿Es su visión del mundo es similar a la mía? ¿Me inspiran confianza sus modos de comportarse? ¿Parecen gustarle cosas parecidas a las que me gustan a mí? ¿Me hacen gracia sus ocurrencias? ¿Le hacen a ella gracia las mías?

En esta fase empezamos a decidir proactivamente por nosotros mismos. La brújula que marca la dirección en esta fase de la relación es la afinidad personal. Conectamos, o no. Si conectamos, probablemente prestaremos más atención y empezaremos a invertir más tiempo y energía en esa persona. Y si no conectamos, probablemente no lo haremos.

Así son nuestras relaciones de juventud. Y esas relaciones siguen funcionando con ese hilo conductor durante bastantes años. Sin embargo, a medida que vamos madurando y la vida se va haciendo más difícil, la afinidad personal como hilo conductor se va diluyendo y otro fenómeno hace su aparición en escena:

La correspondencia de valor.

Es un hecho que, a medida que van pasando los años, nos volvemos más exigentes con nuestro tiempo. O quizá, mejor dicho, con el uso de nuestra energía vital. Si invertimos un bien tan escaso y preciado como nuestra energía vital en algo, queremos recibir algo suficientemente bueno a cambio. Sea en cantidad, calidad o velocidad, queremos algo que compense la inversión. Exigimos una correspondencia de valor entre lo invertido y lo recibido.

Lo interesante del asunto es que esta evolución de nuestro marco mental en las relaciones, desde el mantra de la afinidad personal hacia el mantra de la correspondencia de valor, se produce de forma largamente inconsciente. Quizá absorbemos lo que vemos a nuestro alrededor y lo incorporamos a nuestro modus operandi. Quizá es un desarrollo natural asociado a una sensación de que tenemos poco tiempo y energía disponible y debemos usarlos bien. Quizá es un instinto de supervivencia emocional. O quizá es una combinación de todos ellos.

Las relaciones personales en nuestra etapa de madurez no son una excepción. De hecho, son uno de los mejores ejemplos de manifestación de esta filosofía de correspondencia de valor que adquiere tanto protagonismo en nuestra forma de ver las cosas a medida que va pasando el tiempo.

En nuestra etapa de madurez, cuando superamos con éxito la prueba de afinidad personal con alguien, entramos en una nueva fase. Una fase en que tenemos que elegir, entre todas esas personas con las que hemos desarrollado cierta afinidad, a cuáles seguimos frecuentando y cuánto tiempo y energía les dedicamos

Seguro que hay amigos con los que tenías muchísima afinidad antaño y que ahora apenas ves, aunque vivan cerca de ti. Desde un punto de vista conceptual, eso no tiene demasiado sentido. Si tenías afinidad entonces, probablemente la sigas teniendo. Pero lo que ahora sucede es que tu juicio está más empañado de la filosofía de la correspondencia de valor. Quizá esa persona no te hace sentir ya tan bien. Quizá no se ha mostrado disponible cuando atravesaste un mal momento. Quizá nunca tenga la iniciativa de contactar contigo y preguntarte cómo estás. Quizá parezca que está priorizando otras cosas en su vida. Sea lo que sea, tú percibes que esa persona no te da – o no puede ya darte – lo suficiente, o ella percibe que tú no se lo das a ella.

La excusa habitual, políticamente correcta, para no mantener el contacto en estos casos es el manido “estoy muy ocupado”, o “no tengo tiempo”. Pero la razón real no es otra que “esa persona no me da suficiente valor como para que yo decida dejar de hacer otra cosa para poder dedicarle parte de mi energía vital.”

Esa es la realidad.

Si observas cuidadosamente, comprobarás que la balanza de correspondencia de valor siempre está en funcionamiento, en un plano mental sutil, cuando te relacionas con los demás. Somos transaccionales a la hora de relacionarnos. Cuando nos relacionamos libremente, lo hacemos, en gran parte, en base al valor que obtenemos (o creemos que obtendremos en el futuro) de los demás. Y nuestros actos de servicio, favores y gestos supuestamente altruistas hacia los demás no son sino transferencias de valor como reequilibrio del pasado (porque sentimos que esa persona hizo algo por nosotros) o a las que, inconscientemente, les adjuntamos una expectativa de reequilibrio futuro (esperando que esa persona nos corresponda cuando llegue el momento).

Así que no, no eres el jodido Dalai Lama. Eres egoísta. Tu forma de relacionarte no es desinteresada. Lleva adjuntas expectativas permanentes de reequilibrio de valor. Aunque he de decir, en tu defensa, que haces todo esto de forma largamente inconsciente. Y lo mismo hacen los demás.

Esta idea nos resulta difícil de aceptar, porque parece cosificar las relaciones y desprestigiar nuestra conducta. Pero eso no es una interpretación sana, entre otras cosas porque no es más que la constatación de una tendencia natural generalizada, de la que casi todos somos partícipes sin apenas darnos cuenta.  

Las relaciones de todo tipo se desmoronan si se pierde el equilibrio de valor entre las personas, tanto si sucede con demasiada intensidad como si sucede durante demasiado tiempo. El trabajador que tiene talento y se esfuerza, pero está mal pagado. El amigo que siempre pide favores, pero que nunca se ofrece a ayudar. El hijo al que se le da todo tipo de facilidades a costa de sacrificios, pero que no muestra gratitud. Etcétera, etcétera. Por muy difícil que la idea de correspondencia de valor sea de aceptar, la realidad empírica demuestra, una y otra vez, que es el factor que más determina que una relación prospere o no en el mundo real. El desequilibrio en la balanza del valor frustra… y eventualmente mata.

Por otro lado, has de tener siempre en cuenta que el valor es una métrica subjetiva. Algo puede tener mucho valor para el que realiza el acto (el emisor), pero poco valor para el que lo recibe (el receptor), y viceversa. Lo que mueve la balanza hacia el equilibrio o desequilibrio, y por tanto lo que determina las probabilidades de éxito en la relación, es la percepción de valor del receptor. Y eso, en sí, es un problema, porque muchas personas viven en su propio universo en lo que se refiere al mérito y utilidad objetiva de los actos de cada parte.

Ilustremos este concepto con un ejemplo contemporáneo y – por supuesto – políticamente incorrecto.

Un matrimonio con un hijo. Los gastos aprietan. Uno de los cónyuges trabaja muchas horas, en un trabajo duro y gana buen dinero. El otro cónyuge se queda en casa, o tiene un trabajo más relajado durante unas horas al día, y cuida del hijo cuando no está en el colegio.

Sin más información, ¿dirías que la balanza de valor en la relación entre cónyuges está equilibrada?

Depende del enfoque.

Desde un punto de vista objetivo y lógico, probablemente no. En los tiempos que corren, es más difícil encontrar un trabajo valioso, saber hacerlo bien y ganar buen dinero, que cuidar de un hogar y de un niño. Esto no es realmente una cuestión de opinión, porque el que sea objetivamente más difícil es una conclusión lógica. Pocas personas pueden hacer (y hacen) lo primero, y muchas personas pueden hacer (y hacen) lo segundo. O, lo que es lo mismo, el primer cónyuge proporciona al conjunto de la familia mayor valor objetivo que el segundo, tanto en un plano estático como dinámico, porque tiene más mérito (probabilístico) que una persona aleatoria lleve a cabo esa tarea con éxito.

Este análisis no tiene nada que ver con la “importancia” de los roles. La tarea del cónyuge que cuida del hogar y el hijo durante más tiempo es, muy probablemente, tan importante como la del primero. Es tan importante, pero no es tan difícil. Argumentar que ambas son igualmente difíciles implica no estar pensando con claridad.

Ahora pasemos al plano que de verdad cuenta en la práctica, que es el plano subjetivo.

Al cónyuge que cuida del hogar y del hijo, ese supuesto valor objetivo le importa un carajo. Lo único que ve es que está haciendo su tarea doméstica lo mejor que puede, y en su cabeza eso implica un valor subjetivo que es, como mínimo, equivalente al del otro cónyuge. No hay ningún debate. Fin de la cuestión.

Y aquí es donde a menudo surgen expectativas de comportamiento que generan conflicto y deterioran la relación. Expectativas como que el primer cónyuge debe contribuir más a las tareas de la casa y el bienestar emocional de la familia en vez de estar todo el día en el trabajo, o expectativas como que el segundo cónyuge sea más servicial y cariñoso, para suavizar la dificultad de la jornada laboral del primero.

El binomio sagrado de las relaciones humanas; El intercambio de valor subjetivo y las expectativas de comportamiento asociadas. Opera en las relaciones entre cónyuges, entre padres e hijos, entre amigos y entre profesionales. El software de equilibrio de valor está ahí, implantado de serie en nuestro cerebro.

Sabiendo que la dinámica de las relaciones funciona habitualmente así, ¿hay algo que podamos hacer para mejorar las cosas y tener mayores probabilidades de disfrutar de relaciones sanas?

Sí, lo hay. Puedes reescribir el software e introducir una capa superior con un pequeño programa. Un pequeño programa con dos pasos:

  • El primero es seleccionar a un grupo de personas de forma proactiva y consciente.
  • El segundo es proporcionarles valor de forma incondicional. O, dicho de otra forma, actuar sin expectativas.

Veamos qué demonios significa esto.

El nuevo software de relaciones humanas

Empecemos por lo más básico: No vas a poder interrumpir el funcionamiento del software base de equilibrio de valor. Hagas lo que hagas, vas a percibir, aunque sea sutilmente, esa comparación subjetiva entre cuánto valor proporcionas y cuánto valor recibes en una relación personal con alguien. Pero lo que sí vas a poder hacer es evitar que eso sea lo que determine tus decisiones en todo momento con respecto a esa relación.

Lo primero que has de hacer, la parte fácil, es seleccionar a una serie de personas que deseas que sean tu círculo de confianza en las diferentes dimensiones: amistades, familiares, relaciones profesionales, etc. Los criterios que utilices para esa selección son tuyos y sólo tuyos.

Lo segundo, la parte difícil, es proporcionar valor a esas personas sin condiciones. Sin expectativas de reequilibrio. Simplemente, porque son tu círculo de confianza y porque quieres hacerlo.

Esto, como comprobarás, es algo muy jodido de hacer en la práctica. Es jodido porque el software base de equilibrio de valor no deja nunca de funcionar, y al mismo tiempo estás corriendo un programa de contrabando cuyo cometido es, básicamente, ignorar la información que te proporciona el software base a la hora de decidir cómo actúas.

Conflicto interno a la vista.

La buena noticia es que Frank Spartan tiene un truco para hacer esto, minimizando los posibles conflictos internos: No intento eliminar el mecanismo base de equilibrio de valor, porque no lo conseguiría. Continúo aceptando que debo recibir algo de valor a cambio de las cosas que decido hacer por los demás. Pero lo que hago es cambiar la fuente de ese valor.

La fuente de ese valor que recibo ya no son los demás, sino yo mismo.

En otras palabras, ya no espero que el valor me lo devuelva la otra persona. No lo espero, porque ya me lo estoy devolviendo a mí mismo. Estoy mejorando. Estoy más orgulloso de la persona en la que me estoy convirtiendo. Estoy avanzando hacia una versión mejor de quién soy.

Parece una chorrada, pero este cambio de enfoque es tremendamente efectivo. Ya no hay conflicto ni desequilibrio, porque ahora soy también receptor de valor. Todo lo que la otra persona me da es un bonus.

Ahora bien, esto es un truco efectivo, sí. Pero no es magia. Si al cabo de un tiempo de esta dinámica la persona te da muy poco en comparación a lo que tú le das, es probable que el software de base empiece a hacer un ruido ensordecedor en tu cabeza. Es probable que empieces a sentir que estás regando plantas muertas. En ese contexto, quizá tengas que intervenir y cambiar el rumbo, bien sacando a esa persona de tu círculo de confianza y dejando de aplicarle ese trato V.I.P., bien ajustando la energía que le dedicas a esa relación.

¿Cuál es la experiencia personal de Frank Spartan? Cuando haces esto, lo más habitual es que la otra persona responda positivamente, pero sin llegar a una correspondencia de valor (subjetiva) similar a lo que tú decides proporcionar. A veces sí que se produce esto, pero generalmente no. La gente está muy distraída y su atención se encuentra muy dispersa, y eso no va a cambiar.

Sin embargo, una respuesta positiva en el otro, aunque no llegue a tu nivel, debería ser más que suficiente. Para mí, tras un periodo de aprendizaje que no fue sencillo, lo acabó siendo.

¿Por qué?

Porque el verdadero amor, el verdadero cariño, es ése. Lo otro es cariño de latón. Un sucedáneo cutre de lo auténtico. Un viento contaminado por la ponzoña de las expectativas.

Al final, todo se reduce a una simple decisión:

Puedes elegir dar a los demás con la condición sibilina de que ellos llenen los vacíos que el propio acto de dar crea en ti.

O puedes elegir dar a los demás, simplemente, porque se te pone en la punta de las narices actuar así. Porque así decides ser. Das sin condiciones, ni expectativas, ni obligaciones. Hasta que decidas dejar de dar.

The choice is yours.  

Pura vida,

Frank.

Si este artículo te ha parecido interesante, enróllate y comparte

Descubre más desde Cuestion de Libertad

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo