Cómo no perder la ilusión de vivir

A medida que pasan los años, muchos de nosotros experimentamos un fenómeno muy curioso: Perdemos las ganas de vivir.

Así, sin más.

No me estoy refiriendo a que dejemos de hacer cosas y nos pongamos a llorar por las esquinas presa de la depresión. Casos de esos hay, según las estadísticas, cada vez más. Pero por fortuna no son la mayoría.

No, la mayoría de nosotros sigue remando. Seguimos haciendo cosas. Sin embargo, por alguna razón, no disfrutamos de ellas como antes. Por alguna razón, el brillo de nuestros ojos se va tornando más tenue mientras vamos atravesando las procelosas aguas de la vida.

Al principio creí que eran imaginaciones mías. Pero, cuanto más tiempo pasa, más consciente me vuelvo de este fenómeno y más evidente se me antoja. Muchas personas que antaño derrochaban energía y exhibían una personalidad vibrante, se van volviendo cada vez más grises, perezosas y taciturnas. Como si se les estuviera acabando la gasolina del depósito de la alegría.

No está muy claro en qué punto del camino se suele iniciar este proceso en cada caso particular. Es como ese lugar indeterminado en el que dejas de saludar a las personas con las que te cruzas después de dar un paseo por el monte. No hay ninguna regla no escrita que nos impulse a saludar a esas personas unos cuantos metros antes y a dejar de hacerlo unos cuantos metros después. Sin embargo, eso es lo que hacemos. Como si ambas partes supieran que ese algo especial que les unía quedó ya atrás, y que una realidad distinta, con otras reglas, se abre ahora ante ellas. Una realidad en la que saludarse ya no viene a cuento.

La pérdida de la ilusión por la vida es algo similar. Surge de repente y no sabemos muy bien por qué. A veces se queda en una sensación vaga y difusa que no acertamos a describir. Y no acertamos a hacerlo porque es un proceso muy sutil. No solamente se desarrolla de forma lenta y silenciosa, sino que además se manifiesta en muchos ámbitos diferentes de nuestro día a día, lo que facilita su imperceptibilidad.

No nos damos cuenta de ello, pero poco a poco nos va envolviendo como un gas venenoso.

De repente, nos sentimos más cansados y faltos de energía. Jaque.

De repente, vemos ojeras, arrugas y canas al mirarnos al espejo. Jaque.

De repente, percibimos que no disfrutamos de una relación de amistad tan estrecha con nuestros amigos de siempre. Que tenemos menos cosas en común. Que compartir momentos y experiencias ya no es tan sencillo. Jaque.

De repente, uno de nuestros padres o hermanos enferma o fallece. Jaque.

De repente, nuestros hijos crecen y dejan de vernos como superhéroes. Jaque.   

De repente, nuestra relación de pareja se viste del color de la rutina y la dependencia, despojándose de la magia y el disfrute. Jaque.

De repente, nuestra carrera profesional se destiñe de objetivos y propósito vital y se convierte en un mero medio de subsistencia emponzoñado de obligaciones y compromisos. Jaque.

Y en algún punto de ese proceso, nos damos cuenta de que las ilusiones que antaño nos impulsaban hacia delante se han esfumado de nuestras vidas.

Jaque mate.

Ya no tenemos motor. Nos movemos por inercia. Y el desasosiego vital hace su aparición en escena.

Primero, como una ligera brisa que pasa por delante de nuestros ojos y desaparece. Después, como un aire estancado, cargado e irrespirable del que no conseguimos escapar.

Nuestra forma más habitual de abordar esta situación es recurrir a descargas efímeras de dopamina a través de placeres materiales: Comer, beber, consumir, distraernos, repetir. La sobreestimulación continuada del cerebro como modo de vida.

Pero cuando el efecto de esas descargas cesa y el silencio nos envuelve, lo notamos.

Notamos el vacío y el movimiento descendiente.

Notamos el dolor por la pérdida pasada y el miedo a la pérdida futura.

Notamos que nos contraemos en el plano físico, mental, emocional y espiritual.

Notamos que hemos sobrepasado un Ecuador imaginario, pero a la vez dolorosamente real.

Notamos que la luz de eso que antaño parecía infinito comienza a parpadear.

Este fenómeno es algo generalizado en nuestra sociedad actual. De cara al exterior nos mostramos seguros, felices y despreocupados, pero eso es sólo un espejismo con imagen de alta definición que enmascara la cruda realidad interna: El que a partir de cierto momento de nuestras vidas empezamos a experimentar una muerte existencial por mil pequeños cortes, en mil lugares diferentes del alma.

Si esto te suena poco alentador, tengo malas noticias para ti: Es peor de lo que parece.

Es peor, porque no se ve venir.

No hay advertencias. Es un proceso lento e imperceptible, pero inexorable. En el mundo en el que vivimos, el escenario más probable es que esa sensación te atrape lentamente sin que te des cuenta y te succione la energía vital a medida que van pasando los años.

Pero no te deprimas aún, porque hay una buena noticia: Aunque esto sea lo más habitual, no tiene por qué sucederte a ti. Y si te ha empezado a suceder, no tiene por qué seguir sucediendo.

Seguro que conoces a personas de tu entorno a las que esa sensación de desasosiego vital tan generalizada no parece afectarles. Personas que sabes, con certeza, que tienen ilusión por vivir, porque la irradian con fuerza por los cuatro costados y la mantienen con el paso del tiempo, como si hubieran construido un manantial interno por el que la alegría parece fluir sin cesar.

¿Cuál es su secreto? ¿Qué hacen esas personas que no hacen los demás?

Podría hablar de muchas cosas, pero hay una en concreto que tiene más peso que las demás, y es su forma de enfocar la vida.

El ingrediente clave de la fórmula para mantener la ilusión por vivir según vas atravesando diferentes etapas de tu vida es de cariz mental. En otras palabras, tienes que elegir creer ciertas cosas.

Digo “elegir”, porque eso es lo que creer es. Una elección. Tú eliges creer en lo que crees y también eliges no creer en lo que no crees. Y tus creencias te predisponen a actuar de ciertas maneras, acabes actuando así o no.

En otras palabras, las creencias que adoptas importan, y mucho.

¿Y cuáles son las creencias más importantes que puedes elegir adoptar para no perder la ilusión de vivir?

Son tres. Y todas ellas se encuentran íntimamente interconectadas, aunque puedan parecer incongruentes entre sí.

Veamos cuáles son.

Primera creencia: Nada permanece

La primera creencia es ésta: Nada permanece, sólo el cambio.

Creer que todo lo que más valoras en tu vida estará ahí por siempre jamás es la receta perfecta para perder la ilusión de vivir.

Todos sabemos intuitivamente que las cosas no son eternas, pero no vivimos como tal. No interiorizamos esta idea lo suficiente al abordar nuestro día a día. Una vez conseguimos algo importante, vivimos como si fuéramos a disfrutar de ese algo para siempre.

Y cuando esas cosas tan preciadas desaparecen, como eventualmente acaban haciendo, esas pérdidas dejan una muesca muy profunda en nuestra alma. Una muesca que lentamente nos conduce al desánimo y la desilusión por el futuro.

Ahora, multiplica esa experiencia de pérdida por dos. O por cinco. O por diez.

Un cañonazo a la línea de flotación. Y otro. Y otro.

Una cosa que se pierde. Y otra. Y otra.

No hay forma de evitar esos cañonazos. Las pérdidas son inevitables. Lo único que puedes hacer es volverte más consciente de que, tarde o temprano, esas pérdidas llegarán. 

Un momento, Frank. Pero… ¿no sería eso contraproducente? El ser más conscientes de que todo se va a acabar, ¿no provocaría que fuéramos más pesimistas, más pusilánimes, más pasivos? ¿No nos haría eso perder la ilusión de vivir, en lugar de insuflárnosla?

Es una buena pregunta. La respuesta es no.

No, porque el ser vivamente conscientes de que algo se va a acabar es el método más efectivo que existe para disfrutarlo de verdad mientras dura. Y para dejarlo ir en paz cuando desaparece, a pesar del dolor que pueda surgir en nosotros por esa pérdida.

Ahora bien, esto no es tan sencillo de hacer. Te falta alguna creencia más que adoptar para tener éxito.

Sigamos.

Segunda creencia: Para disfrutar de verdad de algo, lo mejor es desvincularse del resultado

La segunda creencia es ésta: La forma más efectiva de disfrutar de algo es desvincularte del resultado.

¿Por qué?

Sencillamente, porque el disfrute, la felicidad, la satisfacción de alta calidad, están precisamente ahí.

En la dinámica interna de involucrarte en las cosas con profundidad y con pasión.

En el camino de intentar hacer las cosas lo mejor que puedes.

En el proceso de dar lo mejor de ti mismo y superarte cada día, a pesar de las dificultades.

Sí, ese disfrute, esa felicidad, esa satisfacción de alto nivel está en la actividad. No en el resultado. De hecho, cuanto más te desvincules del resultado, mejor que mejor. Cualquiera que sea el resultado que consigas, bueno o malo, acabará desapareciendo. Bien porque desaparece en el exterior,  bien porque tú dejas de valorarlo como antes en tu interior.

Nada permanece, ¿recuerdas?

Pero eso no quiere decir que no se pueda disfrutar del camino. Se puede, y mucho. Aunque sólo si te pones a ello en cuerpo y alma.

Cada día, cada mes, cada año. Haya triunfos o haya fracasos. Haya euforias o haya baches. Obtengas unos resultados, u obtengas otros.

Entrégate por entero al proceso. Involúcrate profundamente en lo que sea que estás haciendo. Baila con todo tu ser. Y deja que esa música suene el tiempo que tenga que sonar. Sin expectativas, sin condiciones, sin deseo de control.

Fluye. Pero hazlo con intención.

Eso es vivir. Aquí y ahora.

Ya, Frank, pero… ¿cómo sé si me estoy involucrando en las cosas correctas? ¿Cómo sé que estoy haciendo algo que responde a quién soy yo realmente? ¿Y si no lo encuentro? ¿Y si se tuerce? ¿Y si se acaba? ¿No me encontraría perdido otra vez?

Ésa es una buena pregunta, colega. Has llegado al punto clave del camino que lleva a mantener la ilusión de vivir.

Pero no, no has pillado desprevenido a Frank, porque tengo una tercera creencia para ti en la chistera.

Tercera creencia: No puedes saber quién eres 

La tercera creencia es ésta: Nunca podrás saber con certeza quién eres realmente, porque tu identidad está en constante movimiento.

Si oyes una explosión emocional de rechazo al leer esto, no te apures. Suena a herejía, ¿verdad? Pero es así. No tienes ni idea. Y no lo sabrás nunca.

Ni debes intentarlo, porque cuanto más intentes atrapar el concepto de quién eres y meterlo en una caja, más se alejará de ti. Como los granos de arena se escapan entre tus dedos cuando aprietas el puño.

Una de las creencias que más limita y cercena nuestra ilusión de vivir es el convencimiento de que, para ser realmente felices, tenemos que encontrar nuestra auténtica vocación. El cometido para el que hemos venido a este mundo y que estamos destinados a realizar.

Y sí, todo eso suena muy bien, pero la consecuencia práctica es que, cuando pasan los años y no acabamos de encontrar eso que casa perfectamente con quiénes somos, nos deprimimos.

Sentimos que hemos malgastado la vida, porque no hemos encontrado el santo grial.

Ésta es una creencia poco útil, pero se encuentra tremendamente extendida y es una de las grandes razones por las que perdemos la ilusión de vivir.

Y además de ser poco útil, no es cierta. Nadie ha enterrado un tesoro para ti y nadie te ha impuesto la responsabilidad moral de encontrarlo.

Tú, y sólo tú, decides. Y en esas decisiones, te forjas a ti mismo. Una y otra vez.

Sí, amigo mío, tu identidad está en constante movimiento. No es fija. Cambia en función de lo que decides hacer y cómo interiorizas, en lo mental, emocional y espiritual, las consecuencias de esas decisiones.

Esto no va de descubrir cosas nuevas sobre ti que ya estaban ahí antes. Va de crear cosas nuevas sobre ti que tú, y sólo tú, eliges.

Frank Spartan tenía una imagen de sí mismo y una percepción de su identidad en mi vida anterior, anclada en ciertas experiencias vitales pasadas y mi dinámica del día a día. Podría decir que mi identidad era la de un profesional de renombre, trabajador, extrovertido, racional, relaciones públicas, disciplinado, marido y padre de familia, amante de conseguir objetivos, y un largo etcétera.

Pero después, corté con todo aquello y me involucré en actividades diferentes, con dinámicas diferentes y personas diferentes. Perdí cosas que eran importantes para mí. Atravesé momentos difíciles. Tuve un largo proceso de autodescubrimiento. A raíz de todo eso, mi percepción de mí mismo cambió, y lo hizo significativamente. Ahora podría decir que mi identidad es la de alguien libre, apasionado, rebelde, comprometido, audaz, aventurero, auténtico, solidario, adaptable a casi cualquier situación, activo, curioso, y otro largo etcétera.

Y después de haber recorrido ese camino, ¿sabes qué puedo decirte?

Que no tengo ni idea de quién soy yo realmente.

Sólo sé lo que he ido siendo hasta ahora, pero no lo que voy a ser después.  

Lo que sí tengo es una filosofía de vida anclada en ciertos principios y valores que se mantiene muy estable a lo largo del tiempo. Valoro la libertad. La lealtad. La creatividad. La autenticidad. La mejora continua. El aprendizaje. El ayudar a los que lo necesitan. El que las personas cercanas a mí, y las menos cercanas, sean un poco más felices que si yo no hubiera nacido.

Ése es mi timón y mi brújula. Pero no tengo ni idea de qué tipo de barco llevo, ni mucho menos el destino al que me dirijo.

Y tú tampoco, aunque creas que sí.

Lo único que tienes son experiencias, circunstancias y patrones de comportamiento que proyectan una identidad de ti mismo hacia ti mismo. Y si todo eso se mantuviera estable durante largo tiempo, es posible que concluyeras que tienes una identidad muy bien definida que conoces a la perfección. Pero si todo eso cambiara, bien de forma voluntaria o impuesta desde el exterior, tu proyección de identidad hacia ti mismo también lo haría, lo mismo que la mía lo hizo.  

Y esto significa que la identidad no es inmutable. Cambia. Cambia con tus experiencias, pero especialmente con tus decisiones. Las decisiones sobre las experiencias que creas y cómo decides interpretar todo lo que te sucede.

Y si eso es cierto, ¿no es ese afán por “saber quién eres” una forma sutil de masturbación mental?

No puedes atrapar tu identidad, disecarla y colgarla de la pared. Así que no te apures. Es una pregunta que no tiene respuesta.

Lo único que importa es la dirección en la que decides moverte para crearte, día tras día, a ti mismo. Cuál es tu visión. Hacia qué diana quieres que apunte la flecha del arco.

Y hay muchas dianas que merecen la pena. Muchas dianas que encajan con “quién eres” y que te ayudarán a ser más y mejor, o simplemente distinto, de lo que eres. Muchas dianas que son válidas y que servirán para desarrollar tu identidad en buenas direcciones.

Lo que te estoy diciendo, al fin y al cabo, es que no te agobies ni te deprimas por no saber “cuál es tu vocación”.

Relax.  No es necesario saber eso para tener ilusión de vivir.

Sólo tienes que elegir algunas de esas dianas según vas avanzando por la vida y ponerte manos a la obra. Involucrarte en aquello que elijas, sea lo que sea, con pasión, desvinculándote del resultado. Y cuando aquello de lo que has disfrutado durante un tiempo desaparezca, que muy probablemente lo hará, involucrarte en algo nuevo que merezca la pena para ti, para seguir creando nuevas capas de tu identidad que antes no estaban ahí.

Un movimiento constante, armónico, eterno, donde la belleza de la melodía trasciende la importancia de las notas concretas que la componen.

Y es ahí, en ese movimiento, donde se halla la ilusión de vivir.

Pura vida,

Frank.

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