Cuestion de Libertad https://cuestiondelibertad.es El Blog de Frank Spartan Sun, 28 Sep 2025 15:39:00 +0000 es hourly 1 https://cuestiondelibertad.es/wp-content/uploads/2019/04/cropped-logo-cuestion-de-libertad-icon-32x32.png Cuestion de Libertad https://cuestiondelibertad.es 32 32 142972977 La luz en la sombra https://cuestiondelibertad.es/luz-sombra/ Sun, 28 Sep 2025 15:28:26 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11673 De vez en cuando, Frank Spartan comparte un momento de café o cerveza con algún amigo. Muchos de esos encuentros duran relativamente poco tiempo, porque esas agendas endemoniadas con vida propia no permiten que cosas así se extiendan demasiado. De igual modo, las conversaciones suelen girar sobre temas circunstanciales, como experiencias recientes, el curso de […]

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De vez en cuando, Frank Spartan comparte un momento de café o cerveza con algún amigo. Muchos de esos encuentros duran relativamente poco tiempo, porque esas agendas endemoniadas con vida propia no permiten que cosas así se extiendan demasiado. De igual modo, las conversaciones suelen girar sobre temas circunstanciales, como experiencias recientes, el curso de papiroflexia de los hijos o el partido de fútbol del domingo que viene. En parte por las limitaciones de tiempo, en parte porque hablar de temas “banales” nos suele parecer a todos mucho más sencillo… y más exento de posibles riesgos.

En algunas ocasiones, sin embargo, ese momento se alarga un poco, y la conversación con él. Esa mera extensión del girar de la peonza provoca que la sensación de confianza mutua comience a florecer sutilmente. Y después de unos instantes, a veces, sólo a veces, suceden cosas.

El tono empieza a cambiar y se vuelve más grave. La cadencia del flujo de palabras se reduce. El grado de atención se intensifica. Y los temas de conversación se vuelven, como por arte de magia, «algo menos banales”. Afloran intimidades, confidencias y sentimientos que permanecen ocultos durante los fugaces y atropellados encuentros que experimentamos habitualmente. Ese es el tipo de interacciones que nos hace percibir que tenemos una conexión “especial”, “más profunda” o “que merece la pena” con alguien.

Si tienes ya unas cuantas décadas a tus espaldas, habrás comprobado que muchas de estas conversaciones “profundas” acaban girando sobre el tiempo que nos queda por vivir. El problema de salud de este, el susto de aquel, el fallecimiento de los padres del de más allá. Cosas que, desafortunadamente, suceden ya con frecuencia en esta etapa, y que desenlazan en disquisiciones filosóficas sobre lo corta e impredecible que es la vida.

La muerte nos asusta. A partir de cierto punto en nuestro recorrido vital, nos hacemos dolorosamente conscientes de que ya no nos queda tanto tiempo por delante. Esa toma de conciencia es como una intrusiva punzada que drena de gotas de ilusión nuestro día a día, lenta e inexorablemente. Cuando estamos muy ocupados no solemos reparar en ello, pero cuando tenemos unos momentos de silencio con nosotros mismos, ese pensamiento o sensación abstracta de que nos queda poco tiempo aparecen, lúgubres y desafiantes, sin ser invitados.

La angustia existencial que emerge de esta experiencia no es agradable. Y además de no ser agradable, resulta desempoderante. Merma nuestra energía e iniciativa para poner cosas en marcha y empaña nuestra perspectiva vital con una fina capa de apatía, por muy joviales que actuemos en nuestras interacciones sociales.

Sabes muy bien de lo que te hablo, ¿no es verdad?

Me queda poco tiempo.

No te gusta oírlo en tu cabeza. Y no te culpo. A nadie le gusta lo más mínimo.

Pero no tiene por qué ser así.

Hoy vamos a hablar de cómo puedes cambiar esta perspectiva sobre la muerte y el tiempo, y así librarte de sus perniciosos efectos en tu estado de ánimo.

Para que ya no sientas que llevas un saco de piedras a tus espaldas, sino todo lo contrario. Para que sientas que caminas ligero y feliz.

Para que la muerte sea tu aliada y no tu enemiga durante el resto de tu vida.

¿Preparado?

Pues vamos allá.

¿Qué concepto tenemos de la muerte?

El miedo a la muerte es universal. Prácticamente todos lo sentimos, o lo hemos sentido alguna vez, en mayor o menor grado. Y tiene dos raíces principales:

La primera, con enfoque hacia delante: Lo desconocido del futuro. No sabemos con certeza qué sucede después de la muerte. Y la incertidumbre sobre algo tan relevante no nos hace ni pizca de gracia.

La segunda, con enfoque hacia atrás: La pérdida del pasado. El dejar de ser nosotros, de compartir momentos con nuestros seres queridos, de pensar y sentir, de tener consciencia de nosotros mismos.

Esta segunda raíz es la más profunda y poderosa de las dos. Es la que apuntala con mayor firmeza la intensidad de nuestro miedo a la muerte: La aversión innata que tenemos a perder cualquier cosa, y mucho menos nuestra consciencia de nosotros mismos. Fuck that.

Ahora bien, no todo el mundo exhibe las mismas creencias ni utiliza las mismas herramientas a la hora de lidiar con este asunto.

La religión, por ejemplo, añade un componente interesante a esta dinámica. Las personas creyentes tienen fe en que la muerte, por aguafiestas que parezca, no es el final. Hay algo más en el guion para nosotros. Y eso indirectamente las lleva a concluir, con mayor o menor convicción, que no van a perder la consciencia de sí mismas al morir. Que seguirán siendo, de algún modo, ellas mismas. Quizá en otro estado – más etéreo y menos corpóreo – pero con una consciencia de sí mismas relativamente intacta.

En el otro extremo, tenemos a los ateos. Estos no creen que exista ningún dios, porque nadie les ha proporcionado evidencia suficiente de ello. Y por tanto concluyen que cuando llega la muerte, todo se acaba y santas pascuas. Tíos duros de cojones. Quizá un poco cenizos, pero coherentes con los hechos conocidos.

Y en el medio de ambos extremos tenemos a los que podríamos denominar agnósticos. No son estrictamente creyentes, ni estrictamente ateos. Forman parte de una paleta de colores variada, con ideas variopintas sobre lo que puede sucedernos después de estirar la pata, y abiertos de mente a descubrirlo cuando llegue el momento.

Puedes argumentar que, dependiendo de lo que elijamos creer, sufriremos más o menos por el miedo a la muerte, o que la influencia de este miedo sobre nosotros será más o menos intensa. Y probablemente tengas razón. Pero sea cual sea el grupo al que pertenezcamos, prácticamente todos nosotros empequeñecemos ante su presencia. El que nos quede poco tiempo es una idea que, una vez llegados a cierta etapa vital, nos martillea constantemente el cerebro. Los afilados dientes de la incertidumbre y el riesgo de pérdida se clavan con dureza en nuestras carnes. Es una ecuación existencial que anhelamos resolver y por eso este tema sale tan a menudo en esas infrecuentes conversaciones de confianza y conexión con los demás.

No sabemos cómo solucionar este problema. Y en esas conversaciones lo que estamos haciendo, sutilmente y sin apenas darnos cuenta, es pedir ayuda.

Llegados a este punto, voy a echarte una mano con este peliagudo asunto, porque Frank Spartan es así de enrollado. Eso sí, te pido mente abierta antes de leer lo que viene, porque no son precisamente pensamientos mainstream.

Let´s go.

Creencias sobre el tiempo y la muerte

La levedad del tiempo y la presencia de la muerte son como dos golems de piedra que vas a encontrar en tu camino tarde o temprano. Puedes intentar dejar de pensar en ellos, pero no los puedes evitar para siempre. En algún momento, aparecerán. Sólo puedes elegir cómo enfocar el momento en el que aparezcan durante tu travesía por la vida.

Seguramente has experimentado ya más de un atisbo de su poder. Quizá algún familiar o amigo se ha puesto gravemente enfermo. Quizá tus padres o tu hermano han fallecido. Quizá los familiares de algún amigo cercano. O quizá simplemente has comprobado que ya no puedes hacer las mismas cosas que antes. Que el cuerpo no responde de la misma forma. Y constatas en tus propias carnes que te estás haciendo viejo.

Todo eso son muescas que la levedad del tiempo y la presencia de la muerte dejan en tu estado de ánimo. Unas muescas son más profundas y otras menos, pero todas ellas dejan huellas que se van acumulando en tu alma, haciéndola más y más pesada.

Para solucionar esto, has de cambiar de enfoque. De perspectiva. De creencias sobre el tiempo y la muerte. Eso no es fácil, pero es necesario para vivir mejor. O vivir con mayor sabiduría, si lo prefieres así.

Hay dos creencias en concreto que debes adoptar e interiorizar en lo más profundo de tu ser. Y cuanto antes lo hagas, mejor que mejor.

1. La muerte es importante para la vida

Tener presente que vas a morir pronto es el filtro más potente de “bullshit” que existe.

En otras palabras, ante la presencia frecuente de la muerte en tu consciencia, las excusas para no hacer lo correcto se desvanecen.

Imagina que pudieras disfrutar de una vida ilimitada. ¿Cuál sería el incentivo para hacer las cosas bien? ¿Para qué levantarse del sofá? Hay tiempo de sobra.

La escasez es lo que provoca interés y lo que permite que algo adquiera valor.

La limitación de tiempo es lo que nos motiva a aprovecharlo lo mejor posible.

La ausencia de consciencia de esa limitación es lo que hace que bajemos la guardia y desperdiciemos multitud de momentos y oportunidades para hacer de nuestra vida una obra de arte.  

Los estoicos decían: “Memento mori”, que significa “recuerda que vas a morir”.

A primera vista puedes pensar que eso de darle más bola a la muerte de la estrictamente necesaria es una filosofía deprimente, pero cuando observes con atención podrás comprobar que es todo lo contrario. Tener presente que vas a morir pronto es la luz que ilumina con mayor intensidad el camino de tus decisiones y tu comportamiento.

Ante esa luz, no hay espacio para tonterías. No hay espacio para personas tóxicas. No hay espacio para más tiempo en trabajos que no te satisfacen. No hay espacio para actividades que no te llenan. No hay espacio para hábitos no saludables. No hay espacio para la pereza o la vergüenza que te impiden crear momentos especiales, o para dejar cosas importantes sin decir o sin hacer.

El arte de vivir está inexorablemente anclado a la consciencia sobre la muerte. Y por eso la muerte es tan importante para la vida.

2. Si la muerte está, no estás tú, y viceversa

Epicuro de Samos, uno de mis filósofos favoritos, decía esto en su carta a Meneceo, allá por el año 275 antes de Cristo:

“Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros.
Todo bien y todo mal reside en la sensación,
y la muerte es la privación de toda sensación.
Así, el conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros
nos permite disfrutar de la vida mortal,
sin añadirle la ilusión de la inmortalidad
y sin temer la privación de la vida.
Pues no hay nada temible en vivir
para quien ha comprendido que nada hay de temible en no vivir.»

Muchas personas creen que la filosofía de Epicuro estaba centrada en el placer hedonista y poco más. Nada más lejos de la realidad. Es una de las contribuciones más valiosas a la sabiduría de vivir que existen, centrada en la prudencia, la vida sencilla, la eliminación del sufrimiento y, sorpresa, sorpresa, la serenidad ante la muerte.

En este pasaje, Epicuro explica una idea muy poderosa: Nosotros y la presencia de la muerte son realidades mutuamente excluyentes. Cuando estamos nosotros, no está ella. Y cuando está ella, no estamos nosotros. Por lo tanto, no tiene sentido tenerle miedo. Es algo que no debe perturbar nuestra serenidad para vivir una buena vida.

Hace no mucho tiempo le dije a una persona muy cercana, en una de esas infrecuentes conversaciones, que no me importaba demasiado morirme mañana o dentro de 30 años. Me miró sorprendida, como si hubiera dicho algo sin ningún sentido o estuviera tomándole el pelo. Pero no, fui sincero y lo dije con absoluto convencimiento.

¿Por qué?

Porque no tengo la sensación de haber vivido mal. Todo lo contrario, tengo la sensación de haber vivido bien, sin gran cosa que haber dejado de hacer o haber cometido errores que deba corregir antes de que se me acabe el tiempo. Si muero mañana, dejaré de ser yo mañana. Si muero dentro de 30 años, dejaré de ser yo dentro de 30 años. Y mientras viva, el tiempo que sea, seré yo. Las únicas personas que serán conscientes de que ya no estoy serán los demás, no yo. No habrá sufrimiento alguno en mí, sólo en – quizás – algunas de las personas cercanas a mí que sigan viviendo. Y eso me entristece, pero lo hace porque estoy vivo ahora. No podrá entristecerme entonces, porque entonces ya no lo estaré.

Como dijo Epicuro en su carta, vida y muerte, sensación y ausencia de sensación, son realidades mutuamente excluyentes. Es nuestra mente la que las superpone en una compleja ilusión mental.

Esto no es un pensamiento frío, es simplemente lógico y muy real. Una idea que, una vez entendida, lejos de provocar ansiedad, estimulará enormemente la serenidad y la claridad mental en tu vida.

 “Estar muerto es como ser idiota. Sólo es doloroso para los demás.”

– Ricky Gervais

El antídoto contra el sufrimiento

Vale Frank. Estas dos creencias están muy bien, pero no nos aíslan de los infortunios. No pueden evitar que el sufrimiento nos invada. No pueden protegernos de la amargura de hacernos mayores. Contra eso no hay cura posible.

Bueno, veamos si consigo convencerte de que eso no tiene por qué ser así.

Estas creencias, una vez interiorizadas, te ayudan a dejar de ver a la muerte y al tiempo que te queda por vivir como enemigos de tu estado de ánimo y tu claridad mental para tomar decisiones. El beneficio que producen no es «aditivo», sino que es un beneficio que se manifiesta indirectamente, “por eliminación”.

Estas creencias te ayudan a dejar de preocuparte. A que ceses de concentrarte en algo que antes representaba una amenaza para tu integridad personal y tu tranquilidad existencial, pero que ahora ya no lo hace.

Y ese “dejar de preocuparte” te permite crear espacio en tu mente – o más bien, en tu capacidad de prestar atención – para que puedas concentrarte en otras cosas más productivas.

¿En qué?

Por ejemplo, en hacer del momento presente una obra de arte.

Porque eso es todo lo que tienes. Este momento. 

Cuando le dije a aquella persona que no me importaba demasiado morir mañana o dentro de 30 años, lo hice porque tengo el convencimiento de que he utilizado la suma de momentos presentes que he tenido a mi disposición relativamente bien. Y porque tengo el compromiso conmigo mismo de utilizar la mayoría de los momentos presentes que me queden, sean los que sean, lo mejor posible.

No sé cuántos de esos momentos tendré, ni me importa demasiado. Pero tengo este. En este, estoy escribiendo este rollo para interiorizar aún mejor estas ideas y también para que tú lo leas, por si te ayudan también a ti. Y eso me parece un buen uso de este pedacito de tiempo. 

Pero bueno, ojajá haya muchos momentos futuros, ¿¿¿no??? – me dirás. La verdad es que no pienso prácticamente en ello. No lo hago porque ese deseo desvía la intensidad de mi atención del momento presente. Y además, no me interesa, porque es algo que no puedo controlar. Así que… ¿para qué prestarle atención alguna?

Después de este momento vendrá otro, y otro, y otro. Seré más viejo, tendré más limitaciones, y puede que me sucedan cosas buenas o cosas horribles. Pero en cada uno de esos momentos, dentro de mis posibilidades, podré decidir qué hago y qué no hago. Y cuando ya no haya más momentos, ya no podré decidir. Pero eso no importa, porque ya no estaré. Lo único que importa es lo que decido hacer ahora. Hoy. Eso es lo que marca la diferencia entre una vida bien vivida y una que no lo es tanto,  e indirectamente lo que provoca que sientas angustia o serenidad ante la experiencia del paso del tiempo y la proximidad de la muerte.

«Ayuna, levanta pesas, corre, estira y medita.

Construye, vende, escribe, crea, invierte y posee.

Lee, reflexiona, ama, busca la verdad e ignora a la sociedad.

Adopta estos hábitos. Di no a todo lo demás.

Después, relájate. La victoria está asegurada.»

– Naval Ravikant

El mejor antídoto contra el sufrimiento que constantemente amenaza nuestras vidas es la pericia en el buen uso del momento presente, hasta que ese momento deje de existir.  

Nada más, y nada menos.

Pura vida,

Frank.

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Verdades sin anestesia https://cuestiondelibertad.es/verdades-sin-anestesia/ Wed, 10 Sep 2025 18:27:13 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11630 Hace algunos días me encontraba explicándole algo a mi hijo mayor. Se había montado un poco de revuelo en casa, porque él había reaccionado de cierta manera ante una situación de conflicto con uno de sus amigos. Una manera que había suscitado, digamos, una explosión de reacciones por parte de mis padres y de mí […]

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Hace algunos días me encontraba explicándole algo a mi hijo mayor. Se había montado un poco de revuelo en casa, porque él había reaccionado de cierta manera ante una situación de conflicto con uno de sus amigos. Una manera que había suscitado, digamos, una explosión de reacciones por parte de mis padres y de mí mismo.

Mi madre comenzó a transmitirle, sin muchos titubeos, su opinión sobre el asunto. Mi padre, otro tanto. Él aguantó el chaparrón, compungido, y se quedó en silencio. Al de un rato, le dije que bajáramos a dar un paseo para hablar con calma.

Mientras paseábamos, recuerdo que en mi mente empezó a formarse la estructura de la retahíla de lecciones que instintivamente pensé que él necesitaba escuchar. O quizá, más bien, que yo necesitaba regurgitar. Caí en la cuenta de que lo que iba a decirle no tenía demasiado que ver con lo que mis padres le habían dicho. E inmediatamente después, caí en la cuenta de que el discurso tampoco iba a tener demasiado sentido para él, porque aún no contaba con la suficiente perspectiva vital para entenderlas.  

Observé el centelleante brillo de la hoja del cuchillo que tenía en la mano y opté por devolverlo cuidadosamente a su funda. No era el momento. Ni el lugar. Ni el perfil del interlocutor. La ocasión requería, pensé, un tupido velo de conveniencia a cambio de preservar, durante algún tiempo al menos, la inocencia de aquel chaval que estaba empezando a descubrir el mundo.

Hablamos durante un rato, él volvió a casa y yo me quedé a orillas del río contemplando el incesante fluir de la cascada por la que me había tirado tantas veces cuando era un niño. Pensé en todos los trucos que nuestra mente utiliza, con impecable y sibilina destreza, para que nos sintamos mejor cuando interpretamos la realidad. Por todos lados, en todos los ámbitos, a todas horas. Me venía a la cabeza uno, y después otro, y después otro. Fluían como el agua de la cascada, abundante, ruidosa, infinita.

Vamos a hablar sobre estos trucos que nos hacemos a nosotros mismos. Y también hablaremos de su “alter ego”, la verdad. La verdad sin anestesia. La verdad que duele. Porque entre nosotros no hay inocencia alguna que preservar. Sólo hay tiempo que aprovechar un poco mejor, agitando con atino las brasas de la conciencia.

Sin orden o estructura. Simplemente, ideas que fluyen.

Verdades sin anestesia

1. Tu relevancia en el cosmos

Observas el mundo a través del prisma de tu propia conciencia y eso provoca que magnifiques tu importancia en el tablero de juego. La raza humana es una fracción pequeñísima del mundo. Tú eres una fracción pequeñísima de la raza humana. Cuando mueras, el mundo seguirá adelante con estremecedora facilidad. Tus compañeros de trabajo, tus amigos y una gran parte de tu familia apenas pensarán en ti una vez te hayas ido. Sólo un muy limitado número de personas te tendrá presente con regularidad. Y cuando ellas desaparezcan, la conciencia sobre tu existencia se volatilizará por completo.

«Si la humanidad desapareciera de la Tierra, nadie lo notaría, savo quizá la humanidad misma.»

– Mark Twain

Humildad. No eres tan importante, seas quien seas. La relevancia que crees que tienes en el mundo, hagas lo que hagas y te veneren lo que te veneren los demás, es un espejismo. No te tomes las cosas tan en serio, pero aprovecha bien el tiempo del que dispones. No son cosas excluyentes entre sí.

Esa es la verdad.

2. Tus motivaciones

La energía que guía tu conducta es, salvo en muy contadas excepciones, egoísta. Buscas tu propio beneficio, bien de forma directa o indirecta, material o inmaterial, en prácticamente todo lo que haces. Lo mismo ocurre con los demás. No eres altruista. Eres egoísta. Y eso no tiene nada de malo. Es la naturaleza básica del ser humano.

“No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de donde esperamos nuestra cena, sino de su propio interés.”

– Adam Smith

Cuando haces algo, buscas un beneficio. Puede ser un medio material, comodidades, placer, atención, cariño, aceptación, validación, estatus… lo que sea que haga sonar con mayor intensidad tu melodía personal de emociones positivas o ensordecer las negativas. Incluso cuando ayudas a los demás o intentas mejorar el mundo, lo haces, en último término, para sentirte mejor. La última etapa del sinuoso camino por el que discurren tus actos eres tú mismo.

Así es como funciona el 90% de nuestra vida consciente. El centro de la diana que busca el dardo de nuestro comportamiento en el día a día no es otra cosa que nuestra propia satisfacción. El otro 10% son reacciones viscerales, largamente inconscientes, dirigidas a personas con las que tenemos un elevado vínculo emocional. Hijos, padres, hermanos, amigos íntimos. En esos momentos podemos ser genuinamente altruistas, especialmente en circunstancias de crisis para ellos. En esas ocasiones no pensamos, sólo actuamos por su bien, como impulsados por un resorte interno.

Y eso está muy bien. Pero una bebida con 90% de ron y 10% de cola huele a ron y sabe a ron. Huele a ron y sabe a ron porque su esencia es ron. Puedes pensar que eres altruista, pero no es lo que tu comportamiento global y las motivaciones subyacentes reflejan.

Aprende a reconocer tus motivaciones egoístas. Te conocerás mejor a ti mismo y comprenderás mejor a los demás.

Esa es la verdad.

3. La responsabilidad

No eres responsable de dónde naces, de quiénes son tus padres y de cómo te educan, pero sí de casi todo lo demás. A partir de cierto punto, tu vida está más determinada por cómo decides sobre los factores que puedes influenciar o controlar que por los factores que no puedes influenciar o controlar.

No puedes escapar de la responsabilidad. Puedes ignorar la realidad, sí, pero no de las consecuencias de ignorar la realidad.

Es posible que otros partan con ventajas sobre ti. Mayor intelecto, más medios, más contactos, más oportunidades. Es posible, hasta probable. que esas ventajas les ayuden a tener una vida “mejor”. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es si eliges hacerte dueño de la responsabilidad sobre tus decisiones y tus reacciones a lo que te sucede, o intentas desprenderte de ella como si fuera un insecto venenoso y adoptar una actitud desempoderante y victimista. Aprende a reconocer lo que tu mente dibuja como área de preocupación (qué cosas te preocupan y consumen tu energía) y cómo eso se superpone a tu área de influencia (sobre cuáles de esas cosas tienes algún control).

El que elige ver lo positivo o negativo de las cosas cada nuevo día eres tú. El que elige tus hábitos eres tú. El que elige mantenerse en el círculo de personas que no te aportan o alejarse de él eres tú. El que elige plegarse a las expectativas de los demás o seguir su propio criterio eres tú. El que elige aprender o no aprender algo eres tú. El que elige abandonar o continuar eres tú. El que elige mostrarse natural o ponerse una máscara social eres tú. El que elige correr riesgos para superar dificultades o mantenerse calentito tras la empalizada eres tú. El que elige la respuesta emocional que alimenta tu inseguridad y tu dependencia de la opinión de los demás o la respuesta sosegada que alimenta tu confianza en ti mismo eres tú. El que elige construir un ecosistema a su alrededor que facilita que te inclines a tomar ciertas decisiones o depender exclusivamente de tu fuerza de voluntad e improvisación para tomarlas eres tú.

“Ahora no es momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que tienes.”

– Ernest Hemingway

No eres culpable de lo malo que te pueda suceder en un momento concreto, pero sí responsable del conjunto de tu vida. Y asumiendo que no naces en un agujero debajo de la tierra del que no puedes escapar, lo que más determina las probabilidades de que vivas una vida satisfactoria es el grado de responsabilidad que decides adoptar sobre ella.

Esa es la verdad.

4. La verdad

Se dice que hoy en día es muy difícil saber lo que es verdad y lo que no. Frank Spartan no diría eso. La dificultad no radica tanto en cómo conocer la verdad, sino en nuestra flexibilidad mental para conocer la verdad aun cuando esta puede entrar en conflicto con nuestras creencias previas, e indirectamente hacer zozobrar nuestro sentido personal de identidad.

Al hablar de la verdad, es preciso diferenciar entre “hechos” y “creencias”. Los “hechos” tienen un enfoque objetivo y una vara de medir inmediata y cristalina con respecto a la verdad: O algo ha pasado, o no ha pasado. No hay medias tintas. Las “creencias”, por otra parte, tienen un enfoque más subjetivo y se enmarañan con nuestra percepción de quiénes somos.

Por ejemplo, yo puedo elegir creer que «el esfuerzo me ayudará a conseguir lo que quiero y a ser más feliz». Puedo tener datos (hechos) que avalan esa creencia y datos que la desacreditan, pero por la razón que sea elijo adoptarla. Esa creencia moldea mis mecanismos de interpretación del mundo e influencia mis decisiones. Y lo mismo sucede con otras creencias que elijo también adoptar.

Digo “elijo” porque es exactamente así. Puede que mi origen y educación determinen mis creencias durante algún tiempo, pero después soy yo el que elijo mantenerlas o no. Soy yo el que elijo contrastar mis creencias con los hechos o no. Soy yo el que vigila la exposición a fuentes equilibradas de información para minimizar la influencia del sesgo de confirmación a la hora de evaluar mis creencias, o no. Y soy yo el que elijo estar dispuesto a modificarlas si la realidad externa las desacredita con evidencia suficiente, o no.

Finalmente, tenemos las “opiniones”. Las opiniones son aseveraciones subjetivas que varían en “rigor” dependiendo de la claridad mental del interlocutor, la calidad de la información de la que dispone, su autocontrol frente a las emociones del momento, su experiencia en la materia y otros factores como su capacidad de detectar patrones, extrapolar tendencias, comprender efectos de segundo y tercer orden, etcétera, etcétera.

La conclusión lógica de todo esto es que: 1) En muchos casos, existe una verdad objetiva sobre algo y está a tu alcance descubrirla. “Cada uno tiene su verdad” es algo que puede ser correcto desde un punto de vista conductual, pero que en muchos casos es incorrecto desde un punto de vista epistemológico, y se debe tratar como tal; 2) Las creencias son decisiones personales tuyas y deben ser puestas a prueba y contrastadas regularmente para demostrar que merecen seguir ahí; 3) No todas las opiniones son igual de válidas. La manida frase de “Todas las opiniones son respetables” es una falacia en sí misma. Las personas que las emiten quizás sí, pero es más que probable que muchas opiniones no lo sean, porque los eslabones del camino para llegar a ellas son muy endebles.

«Cuando la gente está de acuerdo conmigo, siempre siento que debo de estar equivocado.”

– Oscar Wilde

Cuando opines sobre algo, sé consciente del grado de validez que tiene tu opinión. Tu ego te dirá que es muy válida, pero haz siempre un esfuerzo de autocrítica sobre la solidez del camino que te ha llevado a ella. Verás que en muchos casos ese camino es frágil, y de esa forma serás más consciente de tus limitaciones y evitarás muchas discusiones inútiles.

Esa es la verdad.

5. Los derechos

Tus derechos no tienen existencia intrínseca. Son constructos de tu mente basados en una creencia colectiva que puede desaparecer en cualquier momento.

Puedes creer que tus derechos son una parte consustancial a tu validez moral como persona. No es verdad. Eso no es más que una creencia. “Crees” que eres merecedor de esos derechos por el mero hecho de existir. Pero el látigo de la historia te demuestra imperturbable que los derechos se manifiestan y desaparecen en función de quién manda y qué objetivos tiene con respecto a las personas sobre las que manda.

Los derechos existen gracias a la amenaza de aplicación de la fuerza.

¿Y mi derecho a la vida?

Lo tienes porque te protege la policía, y la policía obedece al gobernante porque este les obliga a través de varios mecanismos de presión. Sin amenaza creíble de violencia (detención, prisión, castigo, etcétera) contra los que quieran matarte, tu derecho a la vida se volatiliza en cuestión de segundos.

¿Y la conquista de derechos de las mujeres?

Los tienen porque los hombres han acordado dárselos. Las mujeres no han “conquistado” nada por la fuerza. Si los hombres se organizaran para quitárselos de nuevo se quedarían sin ellos en un santiamén. Fue el progresivo civismo colectivo el que llevó a que los (hombres) social y políticamente poderosos decidieran incorporar mayor igualdad de derechos entre los sexos, y promover esa decisión con las instituciones.

¿Y mi derecho a la propiedad?

Tres cuartos de lo mismo. Sin amenaza de aplicación de fuerza, tus propiedades estarían totalmente a merced de criminales y maleantes, o cualquier grupo de personas con capacidad de imponer su voluntad sobre la tuya, a través de amenazas o violencia explícita.

«Aquellos que le piden al gobierno que imponga sus ideas son generalmente los mismos cuyas ideas son estúpidas.»

– H. L. Mencken

Tus derechos no tienen existencia intrínseca. Son acuerdos colectivos y nada más. Es la amenaza de la fuerza lo que los mantiene intactos, no tu supuesto valor moral como persona, por mucho que creas que mereces tenerlos.

Esa es la verdad.

6. La moralidad

Muchos filósofos han intentado definir una moralidad universal. Conceptos del bien y el mal que se podrían aplicar a todos los seres humanos en todas las épocas y circunstancias. Y aunque ello haya representado un esfuerzo encomiable, la realidad práctica de las cosas es bien distinta.

Si observas cómo funciona el mundo, comprobarás que la sociedad evoluciona en sus definiciones colectivas de lo que está “bien” y lo que está “mal”. La cultura de un mismo país o región cambia con el tiempo, y con ella lo que es moralmente encomiable y reprochable. Países en otros continentes tienen diferentes conceptos del asunto en la misma época. Y tú mismo tienes diferente concepto del asunto en función de tus creencias, experiencias, personalidad y circunstancias que otras personas que viven en tu misma calle.

“Estos son mis principios; si no le gustan… tengo otros.”

– Groucho Marx

Sí, es cierto que hay líneas rojas que se pueden considerar largamente universales: “Matar es malo”, “robar es malo”, “torturar es malo”, “el fin no justifica los medios”, y cosas por el estilo. Pero esas líneas rojas no son tantas, e incluso esas reglas son maleables en circunstancias extremas, por mucho que personas que nunca han estado en esas circunstancias extremas digan que no es así. Todo lo demás, dentro de esos límites, es debatible.

Aun así, la sociedad va a intentar imponerte que adoptes sus cambiantes definiciones de “bien” y “mal”. Las instituciones y los medios de comunicación van a hacerlo. Las personas con las que interactúas diariamente van a hacerlo. Y el que decidas adoptar su “moralidad” o no depende exclusivamente de ti y tu tolerancia a aceptar las consecuencias de no hacerlo. Pero eso no debe desviarte de la conclusión irrefutable de este razonamiento: El mejor código moral es el que mejor funciona para ti, después de haberlo probado y haber recibido feedback del mundo exterior – y tu propia conciencia – durante un periodo de tiempo suficiente. Ni más, ni menos.

No te avergüences de tener tus propias reglas morales y refinarlas en base a tu experiencia personal. Es lo mejor que puedes hacer si aspiras a vivir con autenticidad.

Esa es la verdad.

7. La igualdad

La igualdad se ha convertido en uno de los objetivos prioritarios de Occidente en las últimas décadas. En su nombre se han cometido crímenes de guerra contra el sentido común más básico y se han implementado políticas con el rimbombante calificativo de “justicia social”. Pero dejemos las tendencias culturales a un lado y centrémonos en algunas verdades universales y atemporales.

Cada persona nace con unas cartas diferentes y las juega como mejor sabe. Eso, por pura lógica, ha de provocar resultados diferentes. Erradicar la diferencia en resultados sólo es posible mediante un agente externo que de forma autoritaria redistribuya esos resultados para hacerlos “iguales”. Pero eso eliminaría el incentivo natural de querer éxito «para mí y los míos», así que no es un sistema que funcione bien en la práctica. Además, la involucración de un agente externo totalitario que adultera los resultados no suena nada divertido y no parece ser una opción particularmente atractiva para la mayoría… por el momento.

Así que lo que los defensores acérrimos de la igualdad han intentado hacer ha sido convencer a la gente de que “las cartas con las que las personas nacen no deberían ser diferentes”, que “las personas que ganan en el juego hacen trampas” y que “las reglas del juego favorecen a algunos jugadores frente a otros”. Básicamente, erradicar o vilipendiar el concepto de “mérito” en aras de la vanagloriada “justicia social”.

Pero la verdad no es ésa. La verdad es que hay personas que nacen con una dotación genética más favorable que otras. Hay personas que exhiben unos atributos de personalidad más propensos al éxito que otras. Hay personas que cuentan con más medios que otras. Hay personas que tienen más suerte que otras.

Y la verdad también es ésta: Hay culturas con valores que facilitan que una civilización prospere más que otras. Hay culturas más cívicas que otras. Hay culturas más propensas al conflicto que otras. Hay culturas con un código moral más elevado que otras. No todas las culturas son igual de propensas al desarrollo económico y social, ni igual de elevadas desde un punto de vista cívico y moral.

Esas diferencias no son subjetivas o inventadas. Son objetivas y demostrables más allá de la duda razonable. Que haya personas que no quieran que existan no significa que no existan. Las rosas son rojas, las violetas azules, el hombre promedio es más fuerte, alto y rápido que la mujer promedio, hay una correlación significativa entre inmigración procedente de ciertas culturas y número de delitos graves, y en una sociedad libre hay desigualdad de resultados. Verdades que quizá no cuadren con la narrativa política actual de apología de la igualdad y la “justicia social”, pero verdades como puños en cualquier caso.

«Una sociedad que priorice la igualdad por encima de la libertad, no obtendrá ninguna de las dos cosas. Una sociedad que priorice la libertad por encima de la igualdad, obtendrá un alto grado de ambas.»

– Milton Friedman

La libertad y la búsqueda de la verdad siempre priman sobre la igualdad en una sociedad que consigue evolucionar hacia un estado superior de desarrollo económico, social y moral. Invertir el orden y hacer primar la igualdad frente a la libertad y la búsqueda de la verdad es elegir involucionar. Como sociedad y como individuos.

Esa es la verdad.

8. La amistad

La amistad es el vehículo más habitual para satisfacer nuestra necesidad innata de conectar con los demás. Pero hay diferentes círculos en ese anillo.

La inmensa mayoría de personas que consideras “amigos” se encuentran en el círculo “superficial”. Son personas con las que interactúas, con mayor o menor frecuencia, sin profundizar demasiado. No las conoces tanto, ni ellas a ti.

Otro grupo de amigos, mucho más pequeño, se encuentra en el siguiente círculo. Con estas personas tienes un nexo emocional más fuerte y percibes que te conocen y te comprenden mejor.

Finalmente, si eres afortunado, tienes algunos amigos más en el último círculo. Quizá uno, dos, o tres. No suelen ser más. La relación que tienes con estos es de otro calibre. Es como si fueran familia. Te fías completamente de ellos y ellos de ti.

Los años pasan, y con ellos las diferentes fases de la vida. Los amigos de los diferentes círculos van experimentando cambios. Unos entran, otros salen. Hay muchos de esos cambios en el círculo superficial, relativamente pocos cambios en el siguiente círculo, y muy pocos cambios, quizá ninguno, en el círculo final.

La verdad de la amistad es ésta: Tu tiempo y atención son recursos limitados. Cuanto más tiempo y atención dediques al primer círculo, menos satisfecho te sentirás en tus relaciones de amistad con el paso del tiempo. Cuanto más tiempo y atención dediques al último círculo, más satisfecho te sentirás con el paso del tiempo. Qué plantas decides regar con el agua de la que dispones tiene una enorme relevancia en tu grado de satisfacción.

Comprobarás que las personas responden de forma diferente a los baches, vicisitudes y problemáticas que irás experimentando a lo largo de tu vida. Verás que la inmensa mayoría de ellas están dispuestas a darte muy poco de su tiempo, atención y cariño cuando te encuentras con el tanque bajo. Más allá de lo políticamente correcto, verás que lo que te dan es prácticamente inexistente. Sentirás que, en esos momentos difíciles, tu experiencia emocional es casi idéntica a que si esas personas no existieran en absoluto.

No es una visión derrotista. Es la realidad. La mayoría de las personas de tu vida se comportarán así cuando los baches lleguen. Y los baches llegan. Siempre llegan.

Unas pocas personas, muy pocas, se comportarán de forma diferente. Esas personas estarán ahí y te darán más que suficiente de sí mismas para marcar la diferencia en tu experiencia emocional. Esas son las que debes tener muy presentes en tus prioridades vitales y cuidarlas como si fueran oro, porque lo son. Y cuantas más etapas de tu vida transcurren, mayor valor esas personas adquieren.

«Un buen amigo es mi pariente elegido.»

– Thomas Fuller

Eso significa, por definición, que debes prestar menos atención a las personas de los otros círculos, por mucho que la pidan. Dales la justa, no más. El agua debe ir a las plantas adecuadas. No puedes permitirte que esas plantas se marchiten.

Filtra y concentra tu atención. No tienes nada que perder y mucho que ganar.

Esa es la verdad.

9. El amor y la pareja

En la dimensión de pareja la casuística es más variada y compleja, y resulta más complicado universalizar verdades. Aun así, vamos a aventurarnos a ello, reconociendo que puede haber excepciones.

Las probabilidades de que una pareja perdure en el tiempo se han reducido considerablemente, como consecuencia del cambio de paradigma socioeconómico, tecnológico y cultural. La tolerancia a inconveniencias y frustraciones es menor, la opcionalidad de relaciones alternativas es mayor, la permisibilidad cultural de la infidelidad es mayor, la inexistencia de hijos provoca que los incentivos para superar baches en la relación sean menores, la autosuficiencia económica de la mujer es superior, la facilidad de adoptar un gato, un pez o una iguana que nos haga compañía mientras envejecemos solos y deprimidos es mayor, etcétera, etcétera.

A pesar de todo eso, la vida en pareja con la persona adecuada es muy superior a la vida sin pareja. No hay color. Y más obvio resulta a medida que pasa el tiempo y nuestra escala de valores y prioridades vitales va mutando en consonancia con nuestra madurez.

“La persona adecuada”. Of course. Qué cachondo eres, Frank.

La verdad es que la dinámica social actual hace que la persona adecuada sea mucho más difícil de encontrar. Y también, por las razones que hemos comentado antes, mucho más difícil de preservar. Pero eso no significa que no esté por ahí. Y no es sólo una y única. Las personas que para cada uno de nosotros pueden hacer que una relación funcione a largo plazo son varias, no una sola. Muchas más de las que nuestras propias taras, hiper-exigencias, traumas y limitaciones autoimpuestas nos hacen creer.

No eres tan especial. Y no necesitas encontrar la piedra filosofal para estar satisfecho en una relación. Muchas de las barreras probablemente las construyes tu mismo con tus pajas mentales. Merry Christmas.

Dicho eso, hay dos factores que pesan extraordinariamente en las probabilidades de que una relación de pareja prospere a largo plazo:

  • La compatibilidad de caracteres, o dicho de otro modo, que no haya rasgos de personalidad o comportamiento que sean “demasiado incompatibles” entre ambos.
  • El alineamiento en el sistema de valores: Una interpretación del mundo con un enfoque similar, unas líneas rojas similares y una filosofía de vida similar.

Lo demás… sí, es importante. Que tu pareja no sea demasiado intolerante o victimista, que no busque la atención de los demás constantemente en redes sociales o que no haya tenido 300 relaciones previas… sí, todo eso importa, pero los síntomas de todo eso se suelen apreciar con facilidad. Sin embargo, la evidencia de los dos pilares base, la compatibilidad y los valores, suele hallarse algunos centímetros bajo la superficie y has de desenterrarla, porque sin armonía en esas notas musicales las probabilidades de que la canción suene bien están abrumadoramente en tu contra.

“No es la falta de amor, sino la falta de amistad lo que hace infeliz a los matrimonios.”

– Friedrich Nietzsche

¿Hay riesgo de que tu aventura te salga mal? Sí, y no es pequeño. ¿Merece la pena aspirar a que funcione si aparece una persona que parece adecuada? Sin duda alguna.

Es importantísimo saber disfrutar de tu propia compañía y aprender a sentirte completo y feliz estando solo. Pero eso no es incompatible con la afirmación de que la vida con la persona adecuada a tu lado – contemplada en el conjunto de todas sus fases – es generalmente superior en satisfacción vital. Esa es la verdad. Una verdad que nuestra cultura actual se empeña en destruir y demonizar, pero que la naturaleza del ser humano se empeña en validar, una y otra vez, en aquellos casos en los que las relaciones funcionan.

Esa es la verdad.

10. El tiempo y la atención

El tiempo no se puede crear o destruir, pero sí se puede aprovechar mejor o peor. Y eso, desde una perspectiva sensorial, es equivalente a crearlo o destruirlo.

Habrás comprobado que tendemos a experimentar que el tiempo transcurre más deprisa a medida que nos hacemos mayores. Cuando llegas a los cuarenta, parpadeas y te encuentras ya en los cincuenta. Es una experiencia universal. No es sorprendente que el principal consejo de nuestros abuelos es “aprovecha el tiempo, porque la vida pasa muy rápido.”

Ya, abuelo, ya. ¿Pero qué narices significa eso de “aprovechar el tiempo”?

Aprovechar el tiempo no es otra cosa que domesticar la atención para centrarla en las cosas adecuadas.

Cuando tu atención está centrada en cosas que no te aportan demasiado, como tareas mecánicas o no demasiado agradables, rutinas, distracciones banales y cosas por el estilo, tu sensación del paso del tiempo se acelera. “El tiempo pasa muy rápido” es una sensación compartida universalmente por la sencilla razón de que la gran mayoría de personas centra casi toda su atención del día a día en ese tipo de cosas.

Para que el tiempo transcurra más lentamente, hay que parar.

Hay que inyectar espacio en tus días para pensar, reconectar, ser.

Hay que añadir soledad y silencio a tu agenda. No sólo de vez en cuando, sino regularmente.

Los últimos 7 años de Frank han transcurrido más lentamente que los 20 anteriores, a pesar de que soy (bastante) más mayor. No es brujería. Simplemente he decidido parar un buen rato. Todos los días, todas las semanas, todos los meses, pase lo que pase. Es prioridad. Mejor dicho, lo he hecho prioridad.

“La vida repleta de compromisos no merece la pena vivirse”

– Naval Ravikant

“No tengo tiempo” es una mentira que te cuentas a ti mismo para justificar el no salir de donde te encuentras. Eliges no tener tiempo. Eliges centrar tu atención en unas cosas y no en otras. Eliges evitar las consecuencias de tomar una decisión diferente. Por eso la vida termina en un abrir y cerrar de ojos, y por eso los abuelos que te dicen que aproveches el tiempo desearían haberse dado cuenta de ello un poco antes de serlo.

Esa es la verdad.

11. La familia

Las relaciones familiares no son sencillas. Cuando compartes mucho tiempo con algunas personas, las frustraciones y los reproches se acumulan y parte de estos se dejan sin resolver. Nos sentimos obligados a hacer cosas que a veces no nos apetece hacer. Surgen compromisos y exigencias sobre nuestro tiempo. Se dan muchas cosas por sentadas y la comunicación no siempre es la más fluida.

Y en medio de toda esta vorágine, es habitual que perdamos de vista un aspecto muy importante de las relaciones familiares:

La familia es la última línea de defensa.

¿A qué me refiero con esto?

A que, cuando te sucede algo grave, tienden a ser ellos los que están ahí.

Sí, algunos de tus amigos estarán probablemente también. Pero los que no suelen fallar y los que no dudan en reorganizar su agenda para colocarte arriba del todo en la escala de prioridades en momentos de crisis son los familiares más cercanos. Asumiendo que tienes una relación razonablemente buena con ellos, claro.

Son la última línea de defensa.

Ahora reconciliemos este papel habitual de apoyo incondicional, que tiene evidentemente un valor incalculable, con este otro fenómeno también muy habitual: Nuestros familiares – y aquí me estoy refiriendo especialmente a nuestros padres – suelen dejar el mundo sin haber escuchado expresamente cuánto les queremos y cuánto les agradecemos lo que han hecho por nosotros.

De todas las cosas que pueden experimentar en la última parte de sus vidas, escuchar eso de un hijo es lo que más ilusión les puede llegar a hacer. Sin embargo, no solemos decirlo. Lo damos por sentado. Creemos que lo saben. Y es un poco incómodo. Sobre todo, para los hombres.

El tiempo pasa, y un día dejan este mundo sin haber escuchado esto de nosotros.

¡Puf! Gone.

La verdad sobre las relaciones familiares con la que Frank Spartan quiere que te quedes, de todas las que existen, es esta: Díselo, sin esperar más. En directo, en carta (mi favorito), en audio… lo que quieras. El efecto positivo que tendrá en tu relación – y en tu satisfacción personal una vez que ya no estén – no puede sobrevalorarse.

“La vida siempre es más corta de lo que creemos; decirlo todo, amarlo todo, intentarlo todo: eso es la vida.”

– R. M. Rilke

No basta con creer que ya lo saben. Decirlo marca la diferencia. Para ellos y para ti.

Esa es la verdad.

12. La identidad

La respuesta a la pregunta de “quién eres” es a la vez presente y futuro. Estado y tendencia. Foto y película.

Tendemos a intentar resolver la ecuación de quiénes somos a través de nuestra dinámica de pensamiento. Nuestro diálogo interno tiene un peso desproporcionado en nuestro sentido de identidad. Creemos, literalmente, que somos “esa voz” que escuchamos constantemente. Lo creemos porque estamos muy familiarizados con ella. Y también creemos que todo aquello en lo que se centra esa voz es una pieza clave que compone el complejo rompecabezas de nuestra identidad.

 “Pienso mucho en esto y me preocupo mucho por esto otro”, así que debo de ser “así”.

Pero… no. Not really.

Lo que marca realmente quién eres es lo que decides hacer y por qué. Los actos y las motivaciones detrás de los actos. El diálogo contigo mismo, el papel de esa voz que oyes constantemente, es anecdótico. No significa gran cosa. Si piensas sobre 300 cosas y después tomas una decisión motivada por una razón, esa decisión y esa razón dicen muchísimo más sobre quién eres realmente que las 300 otras cosas sobre las que has pensado antes.

Sin embargo, no es eso lo que nos parece. A la hora de autodefinirnos, le damos una importancia mayúscula al diálogo interno con nosotros mismos y minusvaloramos la importancia de nuestra conducta – sea conducta por acción o por omisión.

Eres lo que haces y por qué lo haces, my friend. No te hagas pajas mentales.

Todo esto se refiere al momento presente. Pero tu identidad no es un elemento estático. Fluye constantemente. Cada decisión que tomas dirige el barco hacia un lado o hacia otro. Y es importante que seas consciente de hacia qué destino futuro tiendes a dirigirte con cada decisión presente. En quién te vas a convertir si haces algo repetidas veces, o si por el contrario no lo haces.

“Cada acción que realizas es un voto a favor de la persona en la que deseas convertirte.”

– James Clear

Esa es la dualidad que compone tu identidad. Presente y futuro, estado y tendencia. Quizá estás completamente satisfecho con quién eres en el presente, o quizá no. Quizá decidas hacer algo para cambiarlo, o quizá no. Quizá, cuando lo hagas, evoluciones hacia el lugar que esperas, o quizá no. Tu ser es un fluir continuo, y todo lo que puedes hacer es elegir qué hacer en el momento que tienes delante de ti. Céntrate en la siguiente decisión, y en la proyección que esa decisión te da hacia el futuro, porque eso es lo que define quién eres. Si escribes a tu anciana madre para decirle que la quieres, eres mejor hijo que si nunca lo haces “porque crees que ya lo sabe”. Lo siento, pero es así. No te hagas trampas al solitario, no puedes ganar.

Esa es la verdad.

13. La libertad

La libertad es un concepto que puede tener diferentes acepciones. Hay una acepción de libertad más popular, a la que la mayoría de las personas aspiran, y hay una acepción de libertad menos popular, pero que tiene un valor muy superior.

La acepción de libertad más conocida es la que se equipara con “opcionalidad” o “flexibilidad”. Es el “puedo hacer lo que quiera”. Puedo trabajar ahora, o después. Puedo ir a correr en vez de tener que planchar. Puedo irme de viaje cuando me dé la gana. Etcétera, etcétera. Es una libertad “externa”, anclada a las posibilidades del mundo exterior y a mi capacidad para acceder a ellas. Una libertad ligada a las posibilidades que tengo de decir “sí” a posibles opciones.

Esto es lo que todo el mundo que tiene una vida repleta de obligaciones anhela, porque es lo que asumen que les proporcionará mayor satisfacción vital.

La acepción de libertad menos conocida es la libertad de carácter “interno”. Es una libertad ligada a mi propia mentalidad, confianza, responsabilidad y autocontrol para decir “no” a aquello que no me convence. Este es el tipo de libertad más valioso que existe. La llave dorada de la puerta secreta que conduce hacia orillas blancas de mayor satisfacción vital, a través de la autonomía y la autenticidad.

Este es el tipo de libertad que te permite decir “no” a los proyectos que no deseas. La que te permite poner límites a las personas de tu entorno que tienden a pasarse de la raya y a activar esos límites cuando corresponda, con independencia de las consecuencias. La que te permite querer a alguien sin necesitar cambiarle para que se ajuste mejor a tus preferencias. La que te permite renunciar a los compromisos que otros te intentan imponer. La que te permite estar tranquilo cuando decides no plegarte a las expectativas de los demás o elegir otro camino diferente al convencional. La que te proporciona la confianza de que saldrás adelante en momentos de crisis e incertidumbre, aunque no tengas todas las respuestas.

Esta es la libertad que más importa. La libertad de decir “no”. Porque sólo sabiendo decir “no” puedes crear el espacio necesario para poder elegir bien cuál de los posibles caminos es tu “sí”, comprometerte mental y espiritualmente con él y disfrutarlo al máximo mientras lo recorres.

Y lo mejor de todo, no necesitas gran cosa de ahí afuera. Hacerlo o no hacerlo depende, en su mayor parte, de ti.

Esa es la verdad.

«La auténtica libertad no requiere nada del mundo exterior. Depende únicamente de tu propia voluntad.»

– Mark Manson

Y con esto, terminamos. 13 verdades con 13 afiladas hojas. Puede que te cortes un poco, pero sólo así sabrás que estás realmente vivo, ¿no es así?

Pura vida,

Frank.

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Cómo conseguir dominar el tiempo https://cuestiondelibertad.es/dominar-el-tiempo/ Tue, 15 Jul 2025 06:02:47 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11611 Una de las grandes batallas que libramos con nosotros mismos es el incontrolable deseo de dominar el tiempo. El ser humano es el único ser vivo que tiene conciencia del tiempo. Esa conciencia nos dicta que hubo un pasado y que habrá un futuro. Que nuestra jornada laboral dura 8 horas y que tenemos 1 […]

La entrada Cómo conseguir dominar el tiempo se publicó primero en Cuestion de Libertad.

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Una de las grandes batallas que libramos con nosotros mismos es el incontrolable deseo de dominar el tiempo.

El ser humano es el único ser vivo que tiene conciencia del tiempo. Esa conciencia nos dicta que hubo un pasado y que habrá un futuro. Que nuestra jornada laboral dura 8 horas y que tenemos 1 hora libre para comer. Que debemos terminar ese proyecto para tal fecha. Que quedan 3 días para el fin de semana y 1 mes para la primavera. Que el cumpleaños de ese amigo está al caer. Que hace 2 años de aquel viaje. Que estamos todavía muy lejos de la jubilación.

De la misma forma, cada vez somos más conscientes de que nos queda menos tiempo de vida. Cada vez oímos con mayor nitidez ese sutil tic-tac del reloj biológico que llevamos dentro. El látigo de seda de las fotos con menos arrugas que aparecen en nuestro álbum de recuerdos y del ritmo más acelerado del corazón cuando subimos por las escaleras va dejando muescas cada vez más agrias y profundas en nuestra conciencia del paso del tiempo.

Nuestra vida está organizada en torno al concepto del tiempo. Sin embargo, el tiempo no es una dimensión real. Creemos que es real, porque nuestra interacción con el mundo exterior se organiza en base a parámetros temporales, pero el tiempo es un constructo mental. Lo hemos inventado y hemos aceptado utilizarlo de forma homogénea en todo el mundo, con el simple objetivo de ser más organizados y eficientes.

Pero el tiempo no existe.

Lo que sucedió está en tus recuerdos.

Lo que pasará está en tu imaginación.

El pasado y el futuro son constructos de tu mente. No son reales.

No existe el tiempo.

Puedes estar recordando el pasado, imaginando el futuro, o prestando atención a lo que estás haciendo en el momento presente. Pero, hagas lo que hagas, ese momento presente es lo único que existe.

Ahora bien, aunque esto sea filosófica y empíricamente cierto, no podemos negar la enorme influencia que tiene en nosotros el tipo de relación que construimos con el concepto del tiempo. De hecho, muchas de las restricciones y limitaciones que nos impone la vida para sentirnos “felices” están basadas en el tiempo. Por eso, aunque en teoría el tiempo no exista en sí mismo, en la práctica lo sentimos como extraordinariamente real y relevante en nuestro día a día.

Las obligaciones laborales nos “quitan” tiempo.

Las tareas domésticas nos “quitan” tiempo.

Atender a la familia nos “quita” tiempo.

Los recados nos “quitan” tiempo.

Las llamadas nos “quitan” tiempo.

¿Y qué quiere decir eso de que “nos quitan” tiempo?

Simplemente, que durante ese tiempo no podemos hacer lo que queremos. No tenemos libertad de movimientos.

Estas obligaciones a veces son ineludibles (necesito dinero para sobrevivir, y necesito trabajar para ganar dinero) y a veces son autoimpuestas. Pero todas ellas son muy reales en nuestra mente y se perciben como una fuga de agua en el cestillo de nuestra vida. Como un tiempo que se ha escapado por las rendijas y ya no está disponible “para vivir”.

Verás que, sutilmente, todos nosotros relacionamos “vivir” con “autonomía”. Aunque no seamos plenamente conscientes de ello, el tiempo dedicado a lo que consideramos “obligaciones” no computa como adición positiva en nuestra escala de felicidad. Sólo el tiempo de “libertad” de decisión lo hace, asumiendo que ese tiempo se utiliza para producir emociones satisfactorias.

Sabemos que nuestro tiempo en esta vida es finito. Y a la vez percibimos que un montón de manos hercúleas invisibles nos roban parte de ese tiempo. Como los tiburones que perseguían la barca del viejo en “El viejo y el Mar” de Hemingway, las obligaciones van arrancando pedazos cada vez más grandes de nuestro pez. Y de esa sensación de impotencia surge el sentimiento de frustración de estar atrapados, y la ansiedad de no saber cómo librarnos del yugo tiránico del tiempo.

Este es un tema extremamente relevante para tu satisfacción vital y que requiere un cambio de paradigma en la forma en la que te relacionas con el constructo mental del tiempo.

Tu querido amigo Frank te lo va a mostrar.

Las dos dimensiones del tiempo

El tiempo es como un gólem de piedra. Como el Balrog de “El señor de los Anillos”. Un rival que te hará pedazos si intentas enfrentarte a él sin una buena estrategia.

Así que vamos a estrategizar un poco, ¿te parece?

Comencemos diseccionando el problema.

La experiencia personal de dominio del tiempo (o de subyugación a él) se ancla en dos componentes:

  1. De cuánto tiempo objetivo disponemos (el tiempo “físico” o “cronológico”)
  2. La forma en la que el uso de ese tiempo afecta a nuestra perspectiva subjetiva del paso del tiempo (el tiempo “mental” o “psicológico”)

La ecuación que estas dos variables componen es dinámica. Cómo gestionas una de las variables afecta a las posibilidades que la otra variable presenta ante ti. Y por tanto has de optimizar la combinación de las dos, en función de cuál sea tu personalidad y tus circunstancias particulares.

Esto quiere decir que la solución óptima de esa ecuación no es la misma para todo el mundo. Pero sí hay una serie de pautas, largamente universales, que te permitirán elevar la puntuación en ambas variables, e indirectamente, tu capacidad para obtener un buen resultado global.

Veámoslas.

El dominio del tiempo cronológico

El día tiene 24 horas. Necesitas 7-8 horas para descansar adecuadamente. El resto, en teoría, está disponible.

En teoría.

En la práctica, después de hacer frente a todas las obligaciones, sean reales o autoimpuestas, te queda muy poco tiempo “libre”, ¿no es verdad?

Tiempo hay, pero tiempo “fértil”, o tiempo en el que puedes hacer las cosas que quieres hacer, como las quieres hacer y con quien las quieres hacer… no hay tanto.

Y “energía vital” para encender el motor de ese tiempo fértil y usarlo con eficacia, tampoco hay demasiada. Cuando terminas con tus obligaciones, estás cansado y con la cabeza llena de distracciones.

En la vida humana promedio no hay prácticamente tiempo fértil ni energía vital para usarlo adecuadamente. ¿El resultado? Ese tiempo fértil se convierte, en las palabras del autor especializado en estoicismo Ryan Holiday, en tiempo “muerto”. Tiempo en el que estás en modo pasivo, tirado en el sofá, navegando las redes sociales o viendo la tele, presa del anzuelo de las tentaciones y estímulos más cercanos. Tiempo que no representa una adición positiva a tu escala de felicidad, sino simplemente una pausa para que el ratón tome aire y reanude su dinámica habitual de dar vueltas a la misma rueda.

Así un día, y otro, y otro.

Vives de fin de semana en fin de semana, con el aderezo esporádico de un tiempo extra de vacaciones. El tiempo cronológico va pasando, la energía vital se difumina, la salud se diluye…y llega un día en el que el telón se cierra y la obra termina.

Fin.

La vida sigue. Para los demás. Es sorprendente la facilidad con la que todo sigue adelante una vez que tú no estás. Aterrador, pero también un baño de ensordecedora humildad sobre la trivialidad de nuestra existencia, por mucho que tendamos a ir por ahí con el convencimiento de que somos el centro del Universo.

Bien, hasta aquí el plano dramático. Quizá te haya revuelto un poco por dentro, pero era necesario para introducir lo que viene.

Pasemos ahora al plano práctico.

¿Qué demonios podemos hacer para mejorar las cosas?

Tenemos dos factores escasos: El tiempo fértil y la energía vital para usarlo de forma efectiva. Queremos tener más de ambos, porque intuimos a un nivel muy visceral que son la materia prima de la que se compone el edificio de la felicidad que nos gustaría construir.

Veamos cómo podemos conseguirlo.

Empecemos por un principio filosófico fundamental: Has de diseñar tu vida para optimizar tu grado global de autonomía.

Este, y no otro, es el parámetro fundamental para la toma de decisiones de cierta trascendencia.

No es el dinero, ni el status, ni la posición profesional, ni la marca de la empresa, ni el qué dirán, ni con quién podrás relacionarte, ni lo que hace la mayoría, ni otros parámetros al uso.

La autonomía.

Tu capacidad para poder elegir cómo y cuándo haces honor a tus obligaciones. Porque obligaciones tendrás. Es ineludible y es sano. Pero no tienes por qué plegarte a aceptar todas las obligaciones que se te quieren imponer, ni tampoco plegarte a aceptar la forma en la que otras personas quieren que las cumplas.

Esto no es gratis. La autonomía es un bien caro. Para poder adquirirlo, primero has de demostrar tu valía. En todos los ámbitos. Tienes que trabajar duro y fraguar tu valor. Sólo entonces podrás acceder a la posibilidad de adquirir – o requerir – autonomía en los diferentes planos de tu vida. Lo que no tiene visos de obtener buenos resultados es, como muchos jóvenes hacen ahora, exigir flexibilidad de horarios, teletrabajo y más vacaciones sin haber demostrado un carajo sobre su valía y sin haber producido resultados.

Este principio aplica al plano profesional o a cualquier otro. Primero, demuestra valía. Después, puedes pedir. El mundo te dará muchas bofetadas si inviertes el orden. Puedes salirte con la tuya por un tiempo, pero no durará. Y no hay injusticia alguna en ello. Son dinámicas básicas de comportamiento humano.

Pasemos ahora al meollo del asunto.

La vida te llevará por caminos en los que llegarás a ciertas encrucijadas. Y en algunas de esas encrucijadas deberás decidir sobre el parámetro que quieres optimizar. Tendrás que elegir entre el trabajo que paga más y el que es más flexible. Entre la casa con hipoteca más grande y la casa con la hipoteca más pequeña. Entre la pareja físicamente atractiva pero más inflexible y difícil de contentar y la menos atractiva pero más abierta de miras y más fácil de contentar. Entre plegarte a las expectativas de familiares, amigos y desconocidos para evitar conflictos y decidir marcar tus propias reglas con riesgo de generarlos. Entre gastar casi todo lo que ganas y hacer un esfuerzo consciente para ahorrar e invertir una parte todos los meses para construir libertad financiera.

Con cada una de esas decisiones, ganas autonomía… o la pierdes. La mayoría de las personas la pierde, gota a gota, porque el mundo que les rodea les empuja hacia ahí. Y eso hace que su tiempo fértil y su energía vital se reduzcan progresivamente, como una boa que va asfixiando lentamente a su víctima.

Frank Spartan ha oído innumerables veces que el sistema está trucado, que es una estafa, que hay que trabajar toda la vida para poder rascar unas migajas de tiempo libre, etcétera, etcétera. Tiene parte de verdad. Muchas de las personas que tienen esa visión partieron de circunstancias complicadas que dificultan su capacidad de salir de ese atolladero. Pero también es verdad que muchas otras tomaron malas decisiones en sus encrucijadas. O, mejor dicho, tomaron decisiones que optimizaron otros parámetros distintos a la autonomía. Y, por tanto, esas personas tienen su parte de responsabilidad en el resultado, a pesar de que el azar siempre juegue un papel principal en el desarrollo de una vida.

Tienes un trabajo en el que se te valora más por el output (resultados) que por el input (horas trabajadas en un lugar concreto y de una forma concreta). Aprendes para ser cada vez más efectivo en tu desempeño profesional. Tienes una pareja con mentalidad relativamente flexible sobre lo que hay que hacer y cómo hacerlo (o decides estar solo si no la encuentras). Ahorras una parte de tus ingresos y la inviertes todos los meses. Dices no – con mano izquierda – a las actividades o personas que no te interesan o no te aportan. 

Adelante, venga. Dime que es imposible.

Bullshit.

Es perfectamente posible. La clave está en lo que haces en las encrucijadas. En qué parámetro decides optimizar.

Si tomas decisiones optimizando la autonomía en una dimensión de tu vida, tendrás cada vez más tiempo fértil. Si haces lo mismo en otras dimensiones, tu tiempo fértil crecerá exponencialmente. Tendrás menos obligaciones que no deseas. Y al sentir que tienes más control sobre tu vida y más tiempo para las cosas que deseas hacer, generarás más energía vital para ponerlas en práctica. Es un círculo virtuoso en el que cada pequeña victoria genera impulso acumulativo para ganar la siguiente batalla.

No me digas que no se puede. Se puede. Sólo tienes que dejar de apuntar a las dianas engalanadas y fluorescentes a las que apunta todo el mundo y apuntar a la discreta y modesta diana de la autonomía.

El dominio del tiempo psicológico

El segundo componente de la experiencia personal del dominio de tiempo es el tiempo psicológico.

Esto tiene su miga.

Cuando hablamos de tiempo psicológico, nos referimos a la experiencia subjetiva del tiempo. Y aquí entran a jugar varios aspectos entrelazados entre sí.

Las investigaciones psicológicas y neurocientíficas han constatado, desde hace ya muchos años, que la percepción del paso del tiempo tiende a alterarse en función de varios parámetros.

  • William James fue uno de los primeros autores en explorar este fenómeno en su libro “Principios de psicología” de 1890, argumentando que a medida que nos hacemos mayores, experimentamos una menor frecuencia de “eventos memorables”, lo que impacta nuestra percepción subjetiva del paso del tiempo. El que haya cada vez menos cosas “impactantes”, que llamen nuestra atención, hace que percibamos que el tiempo transcurre más deprisa.
  • Relacionado con esto, aunque con un enfoque diferente, Paul Janet presentó su “teoría de ratios” en 1877, argumentando que la percepción del paso del tiempo es función de cuánto tiempo de vida había ya transcurrido. Un año para un niño de 5 años es el 20% de su vida, mientras que el mismo tiempo cronológico para un adulto de 50 años es sólo un 2%. Por eso el adulto tiene la sensación de que el tiempo transcurre más rápido.
  • Otras investigaciones más recientes (como esta) han encontrado una relación significativa entre la percepción del paso del tiempo y el grado de “presión” que las personas sienten sobre el tiempo del que disponen. En otras palabras, aquellas personas que sienten que cuentan con poco tiempo para hacer las cosas que tienen que hacer (o que quieren hacer) tienden a percibir que el tiempo transcurre más rápido.

Por otro lado, tenemos la enorme influencia de otra variable: La atención.

Cuando nos encontramos inmersos en una actividad placentera (sea placer sano como el estado de “flow” de Mihály Csíkszentmihályi o un chute de dopamina barata en las redes sociales), tendemos a perder la noción del paso del tiempo. Cuando salimos de nuestro estado de embelesamiento, nos damos cuenta de que han pasado dos horas cuando parecían 30 minutos. Cuando nuestra atención está sumergida en una actividad sin distracciones, el tiempo psicológico transcurre muy deprisa.

Y finalmente, tenemos la percepción retrospectiva de la memoria: La pregunta de si, cuando miramos hacia atrás, tenemos suficientes recuerdos del pasado. Si tenemos pocos o con pocos detalles, nuestra sensación de que el tiempo ha transcurrido muy deprisa se acentúa. Si tenemos muchos o con muchos detalles, se ralentiza. Muy relacionado con la teoría de “eventos memorables” de William James.

La fórmula de dominio del tiempo

Muy bien Frank. Pero entonces ¿qué demonios debo hacer con todo este galimatías? ¿Cómo puedo unir todos estos puntos para mejorar mi dominio del tiempo?

Muy sencillo. Optimizando el resultado de esta ecuación:

Dominio del tiempo = (Cantidad de tiempo fértil) x (Porcentaje de tiempo asignado a tus grandes objetivos vitales + grado de variedad e intensidad de los momentos especiales) x (nivel de atención en el momento presente).

Ahí está.

Observa que no he dicho “maximizando” el resultado de esta ecuación, sino “optimizando”. El máximo no tiene por qué ser el óptimo. El óptimo es la dosis de dominio del tiempo que mejor se ajusta a tu personalidad y circunstancias particulares.

Exploremos ahora cada una de las variables de la ecuación.

Cantidad de tiempo fértil

Como hemos visto anteriormente, si tomas decisiones con el prisma de la autonomía como criterio principal en mente, la cantidad de tiempo fértil (sin obligaciones) del que puedes disponer irá aumentando progresivamente a lo largo de tu vida. Lo mismo hará tu nivel de energía vital (= motivación) para usar ese tiempo adecuadamente.

Veamos qué significa “adecuadamente”.

Porcentaje de tiempo asignado a tus grandes objetivos vitales

Si no dedicas tiempo a actividades con propósito existencial que te hagan sentir que tu vida ha merecido la pena, tarde o temprano acabarás con la sensación de que tu vida ha pasado muy deprisa. Puedes dedicar todo tu tiempo fértil a experimentar placeres mundanos, pero eso tiene muy poco impacto en el resultado de la ecuación de dominio del tiempo. El significado engrandece la vida, tanto en percepción temporal como en trascendencia, porque facilita el convencimiento de que las cosas que has hecho, o el efecto positivo en las personas con las que te has relacionado, perdurarán de algún modo después de que tú ya no estés.

Aparta un poco de tiempo para tus grandes objetivos. No te arrepentirás.

Grado de variedad e intensidad de los momentos especiales

La memoria se apuntala en la variedad e intensidad de los momentos especiales o memorables. Una vida de rutinas y hábitos puede proporcionar seguridad emocional, pero es una vida en la que el tiempo psicológico tiende a transcurrir muy deprisa, porque no hay “sorpresas”. Todo es un continuo uniforme en el que se ahogan los días, semanas, meses y años. Por eso, una de las claves para sentir que el tiempo del que disponemos “dura más” es crear momentos especiales, tanto variados como intensos.

Por si no lo sabes, ya te lo dice Frank: Los momentos especiales no suelen llegar si tú no los creas. Las personas van muy escasas de tiempo fértil y viven muy distraídas, lo que tiende a convertirlas en individuos vagos, dependientes de sus rutinas y con escasa iniciativa para actividades novedosas. Échate al hombro la responsabilidad de crear los momentos especiales tú mismo, sean compartidos con otros o no, que para eso has generado más tiempo fértil.

Una nota sentida, un plan innovador, un viaje impactante, un cumplido sincero, un regalo sorpresa. La vida está llena de oportunidades para crear momentos especiales. Aprovéchalas. Y una vez aprovechadas, documéntalas en la medida de lo posible para que los detalles perduren en la memoria: Fotos, una entrada de diario, etcétera, etcétera.

Nivel de atención en el momento presente

Nada de todo esto será efectivo si no centras tu atención en lo que estás haciendo, mientras lo estás haciendo. Cuanta más atención prestes, más detalles recordarás. Y cuantos más detalles recuerdes, mayor será tu sensación de que has hecho muchas cosas. O, en otras palabras, de que has usado bien el tiempo a tu disposición. Si recuerdas pocos detalles sobre un acontecimiento porque tu atención está dispersa, el cerebro tiende a sumergirlo en el olvido con el paso del tiempo. Y ese olvido afecta – negativamente – a tu percepción dinámica del tiempo pasado.

La consecuencia práctica de comportamiento para maximizar la atención es simple: Asigna tu tiempo fértil a pocas cosas y pocas personas. Pero que esas cosas estén muy bien hechas, y que esas personas reciban una dedicación especial. La atención ha de estar concentrada para poder hacer su magia.

Ahí tienes la fórmula de dominio del tiempo. No la pierdas de vista, ni a cada uno de sus componentes. O perderás de vista tu propia vida.

Pura vida,

Frank.

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El juego invisible al que todos jugamos https://cuestiondelibertad.es/juego-invisible/ Wed, 28 May 2025 05:36:34 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11593 En la última escena de la película “El Lobo de Wall Street”, el protagonista Jordan Belfort, interpretado con gran atino por Leonardo Di Caprio, aparece impartiendo una clase magistral de técnicas de venta a un grupo de hambrientos aprendices. Tras unos segundos observando al público, se acerca lentamente a la primera fila, saca un bolígrafo […]

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En la última escena de la película “El Lobo de Wall Street”, el protagonista Jordan Belfort, interpretado con gran atino por Leonardo Di Caprio, aparece impartiendo una clase magistral de técnicas de venta a un grupo de hambrientos aprendices. Tras unos segundos observando al público, se acerca lentamente a la primera fila, saca un bolígrafo del bolsillo y se lo ofrece a uno de los asistentes mirándole fijamente a los ojos, mientras le dice: “Véndeme este bolígrafo”.

El asistente en cuestión traga saliva, coge el bolígrafo con mucho cuidado y empieza a describir sus virtudes. “Este es un bolígrafo que bla, bla, bla.” Belfort escucha impasible durante unos segundos. Después se lo quita sin mediar palabra y se lo da a la persona que está al lado.

Véndeme este bolígrafo”, repite.

Y tras varios asistentes intentándolo, la película termina.

Años después. en una entrevista con el auténtico Jordan Belfort, una persona del público le pregunta sobre la escena del bolígrafo. Belfort responde que todos los intentos de venta en aquella escena de la película fallaron, porque los asistentes empezaron a venderle las virtudes del bolígrafo sin saber lo que realmente le interesaba a él. “En primer lugar, tendrían que haberme hecho algunas preguntas para conocerme mejor. Empezaron a venderme a ciegas, sin saber quién era yo ni lo estaba buscando. Ese fue su error”.

Según Belfort, las personas deseamos cosas diferentes por motivos diferentes. Esos deseos planean en nuestras cabezas de forma ininterrumpida y nos impulsan a comportarnos de una forma o de otra ante las situaciones que se nos presentan. Y si queremos conseguir algo de los demás, es crucial que primero intentemos entender lo que esas personas desean y por qué, para poder abordarles mejor. Si no lo hacemos, estaremos actuando “a ciegas”.

Este es un enfoque interesante, porque nuestra perspectiva natural de enfocar las situaciones es vernos a nosotros mismos como el centro del universo. La realidad que percibimos a través de los sentidos no es la realidad objetiva, sino la versión sesgada que ya ha recorrido el filtro de nuestra conciencia. El mundo real es aséptico, incoloro e indiferente, pero nuestro cerebro recibe la información del exterior y elabora una historia repleta de significado personal, con nosotros mismos como protagonistas principales.

Protagonistas repletos de virtudes y carentes de defectos, por supuesto. Mi opinión es la buena, mi dios es el verdadero, mi ideología política es la acertada y mi equipo de fútbol es el más virtuoso. Es todo es tan obvio que no entiendo cómo los demás no se dan cuenta de ello.

Debido a la influencia tan poderosa – y tan subliminal – de esta perspectiva sesgada sobre el mundo, el ponernos en el lugar de los demás para intentar entenderles (lo que comúnmente denominamos “empatía”) requiere un esfuerzo consciente que no es menor. Ese río no fluye de forma natural, ni mucho menos. Hemos de pausar la película que nuestro cerebro proyecta automáticamente desde que nacemos, cambiar de registro y observar la realidad con nuevas gafas, incorporando a otros protagonistas con idiosincrasias, deseos y circunstancias diferentes a – y a veces incompatibles con – las nuestras.

El problema es que la casuística de la empatía es ilimitada. Cada persona tiene sus particularidades únicas, y es impracticable intentar comprenderlas todas para adaptarnos al caso concreto que tenemos delante. No siempre tenemos tiempo, ganas u oportunidades para hacer preguntas antes de vender un puñetero bolígrafo.

Sin embargo, hay un fenómeno de comportamiento que prácticamente todos nosotros compartimos, porque es consustancial al ser humano desde el principio de los tiempos. De él emergen la mayoría de nuestras motivaciones y deseos más relevantes como miembros de una sociedad. Y si entendiéramos un poco mejor la naturaleza de este fenómeno, probablemente seríamos capaces de desarrollar un nivel de percepción más fino sobre los demás – y nosotros mismos – sin necesidad de profundizar en los detalles concretos que rodean cada situación. Eso nos permitiría conseguir nuestros objetivos, sean los que sean, con mayor destreza.

¿Y cuál es ese fenómeno tan troncal del comportamiento humano del que se derivan deseos, objetivos y motivaciones?

Veámoslo.

La búsqueda de estatus

Las personas buscamos, lo primero de todo, tener las necesidades básicas cubiertas. Comida, bebida, abrigo, cobijo. Pero una vez conseguido todo eso, empezamos a buscar otras cosas. Continuamos ascendiendo sin descanso por la empinada pendiente de la pirámide de nuestras aspiraciones, Maslow dixit.

Después de haber satisfecho las necesidades más primarias y acuciantes, un nuevo horizonte se extiende ante nosotros. La pertenencia al grupo y la conexión con los demás aparecen en nuestro mapa de deseos como por arte de magia. La tribu nos protege, física y emocionalmente, y anhelamos sentir el cálido manto de esa protección, cueste lo que cueste. Por eso, al relacionarnos con otras personas en entornos relativamente nuevos, tendemos a ser particularmente “majos”. Mostramos nuestra mejor cara. Nos gusta gustar, como saben muy bien los arquitectos de las redes sociales. Y viceversa, nos disgusta no gustar. Mucho más de lo que nos gusta gustar.

Todo esto es vox populi. La inmensa mayoría de nosotros lo conocemos o lo intuimos sin necesidad de ser Pitágoras. Sin embargo, en este punto de nuestro trayecto vital se empieza a desarrollar un fenómeno psicológico más sutil, que no es tan obvio como los otros que hemos descrito hasta ahora.

Las personas no sólo queremos pertenecer y conectar. Queremos medrar, progresar y mejorar. No solamente con respecto a la versión anterior de nosotros mismos, sino también, y muy especialmente, en relación con las personas que nos rodean.

Somos constantemente conscientes de, y especialmente perceptivos a, nuestra posición relativa con respecto a los demás.

La concepción mental de dónde estamos ubicados con respecto al resto del grupo está presente en nuestra perspectiva relacional en todo momento. Nuestra posición con respecto a los otros, y la de cada uno de los otros con respecto a los demás. Hay un ranking de posiciones relativas que vive y late dentro de nuestras cabezas, y que construimos y actualizamos constantemente a través de un complejo entramado de percepciones, creencias, experiencias prácticas y símbolos de todo tipo.

Esto es lo que llamamos “estatus”.

¿Y por qué el estatus está siempre presente en nuestras cabezas? ¿Por qué es tan importante desde una perspectiva biológica y evolutiva?

El estatus es la gasolina que más contribuye a que consigamos – o no consigamos – lo que queremos. En un contexto de interdependencia social, económica y profesional, el lugar percibido que ocupamos en el ranking de nuestro grupo de referencia es el ingrediente que más peso tiene en nuestra capacidad de conseguir recursos. En la prehistoria, esto consistía en la simple capacidad de obtener comida, protección de los miembros de la tribu y acceso a parejas sexuales. Hoy en día esto consiste en la capacidad de influenciar a los demás para conseguir nuestros objetivos, sean cuales sean, en un entorno de reglas sociales mucho más complejas.

El ranking relativo que los demás nos asignan es un gran determinante de cómo de efectivos seremos jugando al inescrutable juego de la vida. En una sociedad civilizada, nuestra capacidad de conseguir lo que queremos depende muy mucho de nuestra capacidad de conseguir que los demás nos faciliten las cosas. Con el respeto y la cooperación de los demás podemos atravesar océanos y alcanzar cimas que nunca serían posibles si jugáramos a este juego solos, o si no contáramos la cooperación de los demás.   

Pero ese supuesto ranking del que hablas, Frank, ¿en qué consiste? ¿Cómo se mide? ¿Qué criterio utilizan las personas para asignar una posición relativa a alguien dentro de un grupo?

Esa es una buena pregunta.

La respuesta es… depende.

Los juegos de la vida

Cuando Frank Spartan habla con otras personas sobre este anhelo compartido y natural de conseguir estatus, a menudo percibo que existe cierta reticencia a aceptar su existencia, o al menos a justificarlo desde una perspectiva moral. Es como si nos avergonzara admitir públicamente que queremos mejorar nuestra posición relativa dentro de nuestro grupo de referencia. Como si fuera una tara o un defecto que diluye nuestra calidad humana a ojos de los demás.

Sin embargo, por mucho esfuerzo que hagamos por presentar nuestra mejor imagen en el plano social, nos estamos haciendo trampas al solitario. Las investigaciones a este respecto son concluyentes:

  • Nuestros sistemas de satisfacción son más relativos que absolutos. Importa más lo que recibimos con respecto a los demás que lo que recibimos en sí mismo. Preferimos recibir 3 si el otro recibe 2, que recibir 4 si el otro recibe 5. ¿Ilógico? Sí. ¿Real como la vida misma? También.
  • La pérdida de estatus en el grupo de referencia y la sensación de imposibilidad de recuperarlo es una de las causas más relevantes de ansiedad y depresión, y la humillación pública es uno de los catalizadores de ejercicio de la violencia más poderosos que existen.
  • Las personas de nuestro grupo de referencia que elevan su estatus por encima del nuestro no suelen despertarnos demasiada simpatía, porque nos hacen sentir pequeños. Tenemos la sensación de que nosotros “perdemos” algo cuando los otros se elevan, porque la diferencia con ellos – que es lo que realmente nos importa – se expande.

Esta es la naturaleza del ser humano. Queremos subir en el ranking, porque intuimos – acertadamente – que así podremos conseguir más de lo que deseamos y vivir una vida mejor. Nos aterra deteriorar nuestra posición relativa, y no nos alegra particularmente – aunque lo expresemos diferente en público – que los demás mejoren la suya con respecto a nosotros.

El estatus es algo que nos otorgan subjetivamente los demás. Como tal, es un elemento elusivo, frágil, que no podemos controlar del todo. Y nuestra sed por mantenerlo o mejorarlo es insaciable, porque a pesar de su naturaleza inestable, lo vemos como la piedra angular del acceso a nuestros deseos a lo largo de las diferentes fases de la vida.

Nadie se convierte en un asesino en serie por admitir que todo esto es un comportamiento humano natural. Desde un punto de vista biológico y evolutivo, desear estatus es absolutamente lógico, y una de las razones por las que todo este empeño que tenemos por la igualdad en nuestra cultura actual nunca alcanzará los resultados que sus promotores – que curiosamente suelen desear encarecidamente conseguir estatus para ellos mismos – anhelan.

No queremos ser iguales que los demás, sino mejorar (o al menos no empeorar) nuestra posición con respecto a ellos. Unos lo consiguen, fruto de una combinación de privilegios genético-circunstanciales y cierta dosis de fortuna, y otros fracasan. Y no hay nada de malo en ello. Siempre ha sido así, y siempre así será. Por mucha discriminación positiva y restricciones a la libertad que se inyecten artificialmente en el sistema, siempre habrá desigualdad entre nosotros. Tendemos natural e inevitablemente a ella.

Ahora que hemos aclarado que la idea de desear estatus no es una maldad abominable y propia de una mente retorcida y criminal, sino algo totalmente natural, pasemos a otro tema muy relevante:

No todos jugamos al mismo juego.

Hay muchas formas diferentes de conseguir estatus.

  • El dinero, por ejemplo, es uno de los juegos de estatus más habituales. Dentro de este juego, el que parece que tiene más posesiones materiales – percibido por los demás a través de comportamientos y símbolos como el trabajo que tiene, la casa en la que vive, el coche que conduce, la ropa que viste, las aficiones que tiene, con quién se relaciona, etcétera, etcétera – consigue (o los demás le asignan) mayor estatus.
  • La importancia de la posición profesional es otro juego de estatus muy popular. En él, el que parece que tiene un título o posición profesional “que suene importante” en cierto tipo de organizaciones, recibe mayor estatus por parte de los otros jugadores.
  • La calidad y profundidad de la red de contactos es otro juego popular de estatus. En él, el que exhibe mayor capacidad de conseguir cosas valiosas a través de sus relaciones personales o profesionales recibe mayor estatus.
  • El poder político dentro de una organización es otro juego de estatus. En él, el que más manda (poder ejecutivo) recibe mayor estatus.
  • El éxito es otro juego muy popular de estatus. En él, el que más y mayores triunfos (que sean relevantes para los jugadores) colecciona dentro del ámbito concreto, recibe mayor estatus. La promoción profesional, el objetivo de ventas, el campeonato de liga, la carrera universitaria, la compra de un piso, la venta de la empresa.
  • El atractivo físico es otro juego muy popular de estatus. En él, el que mejor se ajusta a los cánones de belleza de la cultura del momento recibe mayor estatus. La explosión del fitness, los filtros de Instagram, las liposucciones, la cirugía plástica, los implantes capilares, el bótox, etc. son diferentes estrategias que los jugadores utilizan en este juego.  

Estos son algunos de los juegos más habituales en los que millones y millones de personas participan intensamente, todos los días del año, afanándose por escalar posiciones con respecto a los otros jugadores del mismo juego. Muchos de nosotros, quizá la inmensa mayoría, jugamos y jugamos sin ser ni siquiera conscientes de ello. No lo somos, porque no vemos el agua en la que nadamos.

“This is water”

Hace 20 años, el 21 de mayo de 2005, el autor David Foster Wallace se presentó ante la clase de graduados del Kenyon College y pronunció el discurso de graduación anual.

Foster Wallace comenzó su discurso con una simple parábola:

“Dos peces jóvenes están nadando juntos y se encuentran con un pez más viejo que nada en dirección contraria. El pez viejo hace un gesto con la cabeza y les dice: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguen nadando un rato, y finalmente uno de ellos mira al otro y pregunta: “¿Qué demonios es el agua?»”

Las realidades más importantes se esconden a simple vista. Nuestras creencias. Nuestras suposiciones. Nuestras interpretaciones. Nuestros valores predeterminados. Conforman toda nuestra realidad sin que nos demos cuenta de su existencia.

Foster Wallace añade: “La clave está en mantener la verdad siempre presente en la conciencia diaria.”

Estás jugando a uno o varios juegos de estatus. Es muy posible que no te des cuenta, pero lo estás haciendo. Todos lo hacemos. Y debes ser dolorosamente consciente de ello. Si no lo eres, no podrás elegir bien el juego al que merece la pena que juegues, y dejar pasar el juego que no.

Pero no nos adelantemos. Sigamos con el discurso de Foster Wallace:

En realidad, no existe el ateísmo. No existe la falta de adoración. Todos adoramos. La única opción que tenemos es qué adorar. Si adoras el dinero y las cosas materiales, si esas son las fuentes de tu significado vital, nunca tendrás suficiente. Adora tu cuerpo, tu belleza y tu atractivo sexual y siempre te sentirás feo. Adora el poder y terminarás sintiéndote débil y asustado, y necesitarás cada vez más poder sobre los demás para insensibilizarte a tu propio miedo. Adora tu intelecto y, al ser visto como inteligente, terminarás sintiéndote estúpido, un fraude, siempre a punto de ser descubierto.

Lo insidioso de estas formas de adoración no es que sean malvadas o pecaminosas, sino que son inconscientes. Son configuraciones predeterminadas. Son el tipo de adoración en la que uno se va deslizando gradualmente, día tras día, volviéndose cada vez más selectivo con lo que ve y la forma en la que mide el valor, sin ser nunca plenamente consciente de ello.”

Cuando caemos ciegamente en la adoración de estos valores culturales predeterminados (riqueza, bienes materiales, posición profesional, títulos, poder) nunca nos sentimos libres. La verdadera libertad proviene de la conciencia (primero) y la elección (después). Sólo una elección consciente del juego de estatus al que queremos jugar, del dios al que queremos adorar, de la forma en la que medimos el valor de la vida, lleva a la manifestación práctica de la auténtica libertad, que es el ingrediente básico de nuestra satisfacción vital.

El discurso de Foster Wallace termina con un poderoso pensamiento:

“El verdadero valor de una verdadera educación no tiene casi nada que ver con el conocimiento, sino con la simple consciencia; la consciencia de lo que es tan real y esencial, tan oculto a plena vista a nuestro alrededor, todo el tiempo, que tenemos que recordárnoslo a nosotros mismos una y otra vez: Esto es agua. Esto es agua.”

Ahora que tenemos el foco de luz – o de consciencia – en el problema de jugar a ciertos juegos sin darnos cuenta, pasemos a evaluar lo siguiente.

¿A qué tipos de juegos de estatus tiene más sentido jugar? ¿Y a qué otros juegos de estatus, a pesar de su enorme popularidad, no lo tiene tanto?

El auténtico atractivo de un juego de estatus

En este tema podría extenderme mucho, pero voy a ir directo al grano.

Hay una brújula infalible para detectar cuándo un juego de estatus es realmente atractivo para ti y cuándo no lo es tanto, y es ésta:

El que las reglas del juego las marques tú o las marque otro.

En otras palabras, que tengas libertad de jugar como quieras, y que haciéndolo puedas ganar.

Los juegos de estatus tradicionales suelen tener un elemento común: Las reglas las marca otro. Y si no juegas con esas reglas, no puedes ganar.

Para obtener y mantener un título profesional deseado, tienes que satisfacer permanentemente a tus jefes.

Para proyectar que tienes dinero, tienes que manifestar tu riqueza en objetos y actividades visibles para los demás, de forma permanente y cada vez más exigente.

Para obtener y mantener una imagen de éxito, tienes que lograr premios y recompensas públicas y notorias cada vez más grandes.

Para obtener los codiciados “me gusta” en las redes sociales, tienes que postear cosas que la gente quiere ver.

Tu victoria en estos juegos de estatus depende íntegramente de los caprichosos e inestables deseos y preferencias de los demás. Y como tal, estos juegos te llevan irremediablemente a un estado de ansiedad y a una incómoda sensación de falta de control. Ganes o pierdas. No estás en paz, porque el suelo tiembla constantemente bajo tus pies.

Estos tipos de juegos, a pesar de su enorme popularidad, no tienen atractivo vital auténtico. Guárdate muy mucho de caer en sus fauces. Si no te das cuenta de que el agua está ahí y defines tu identidad en base a tu posición relativa en estos juegos, estás jodido, por muy arriba que estés en el ranking.

Sí, puede que no seas del todo consciente de que estás jodido, porque te hallas en nutrida compañía. Pero lo estás.

Aunque un poco consciente de ello sí que lo eres, ¿no es así? Esa voz de tu interior, que te susurra al oído en los momentos de tranquilidad, te lo dice de vez en cuando.

Lo sabes.

Simplemente, te da miedo dejar de jugar.

Te da miedo perder tu posición en el ranking.

Los juegos de estatus con auténtico atractivo no son tan populares. No brillan tanto. Nadie tira cohetes, ni recibe piropos, ni sube a escenarios, ni recibe medallas. Pero son juegos en los que tú eliges cómo jugar, y en los que aun así puedes ganar.

En estos juegos sigues dependiendo de los demás, porque el estatus te lo asignan ellos. Pero las reglas las pones tú, en ámbitos que te interesan de verdad. Con el objetivo de estar orgulloso de ti mismo y del uso que das al tiempo del que dispones en este mundo. El estatus que te asignan los demás en estos juegos es una segunda derivada de esa motivación, no un fin en sí mismo

Por ejemplo, puedes dedicarte a ser extremadamente competente en un aspecto de tu trabajo, o en una actividad o hobby particular. Aprendiendo, experimentando, descubriendo, comprometiéndote. A tu manera, con tus circunstancias y tu personalidad. Y eso, además de proporcionarte satisfacción personal intrínseca, te generará el respeto y la admiración de los demás. Posiblemente, también recompensas económicas, oportunidades y éxitos. Pero todo eso es una derivada del objetivo principal y no el objetivo en sí mismo.

Puedes dedicarte a ser el mejor amigo de tus amigos. Servicial, atento, comprensivo, detallista, honesto, paciente. Simplemente, porque te gusta tener relaciones excepcionales, y decides dedicarle a esto una energía y atención que otros no dedican. Esto, además de la satisfacción intrínseca de hacer bien algo que merece la pena, hará que obtengas el cariño y la apreciación de los demás, y ellos probablemente harán cosas por ti en el futuro que no harían por otros. Pero eso, de nuevo, es una derivada del objetivo principal y no el objetivo en sí mismo.

Puedes dedicarte a vivir con libertad y autenticidad en tu vida. Puedes poner límites, puedes renunciar, puedes arriesgarte, puedes honrar la llamada de tu fuero interno en cada decisión importante y aceptar las consecuencias. Eso, además de la satisfacción intrínseca de ser fiel a ti mismo, hará que los demás te admiren por tu valentía, y probablemente inspires a otros a vivir de forma más libre y auténtica. Una vez más, esto último es una derivada del objetivo principal, y no el objetivo en sí mismo.

Todos estos son juegos de estatus también. Y están ahí, disponibles para todo aquel que quiera jugar. Pero no tienen una hilera de focos de luz apuntándoles, como tienen otro tipo de juegos.

Recuerda: Hay muchos juegos de estatus por todas partes. No todos son igual de populares, ni conducen al mismo tipo de recompensas, ni a la admiración y cariño del mismo tipo de personas, ni al mismo nivel de paz interior, ni a la misma sensación vital de autenticidad, ni al mismo convencimiento al final del camino de haber aprovechado bien el tiempo.

Cuando observes el conjunto de tu vida en tus últimos años, jugarás al juego de estatus al que nadie se escapa, por mucho que corran. Ese en el que tu Yo Auténtico, el Yo desprovisto de excusas y mentiras, te mira directamente a los ojos y te pregunta si has vivido como debías haberlo hecho. Cómo de lejos te encuentres entonces con respecto a las expectativas de ese Yo Auténtico es el ranking que más debe importante. Quizá el único que deba importarte.  

Debes ser consciente de todo esto y elegir, o el mundo elegirá por ti. No olvides el agua, porque está ahí.

El arte de la vida no es tanto saber cómo ganar, sino saber dónde jugar.

Pura vida,

Frank.  

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Las 3 notas https://cuestiondelibertad.es/las-3-notas/ Tue, 22 Apr 2025 16:38:49 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11553 «La vida solo puede entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante.» Søren Kierkegaard “No sé.” Esa es la respuesta más habitual de mi hijo mayor cuando le hago alguna pregunta sobre el futuro. A veces pienso que me gustaría que la respuesta fuera otra. Que tuviera mayor claridad mental sobre lo que quiere hacer […]

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«La vida solo puede entenderse hacia atrás, pero debe vivirse hacia adelante.»

Søren Kierkegaard

“No sé.”

Esa es la respuesta más habitual de mi hijo mayor cuando le hago alguna pregunta sobre el futuro.

A veces pienso que me gustaría que la respuesta fuera otra. Que tuviera mayor claridad mental sobre lo que quiere hacer y cómo conseguirlo. Pero eso son majaderías idealistas de padre protector.

La fría realidad es que el mundo en el que vivimos es un lugar complejo que se mueve muy deprisa. Tan deprisa que nuestra atención se centra más en la satisfacción de nuestra imperiosa y autoimpuesta necesidad de mantenernos en movimiento que en la importancia de dirigirnos hacia un buen destino. Uno que nos permita sentirnos satisfechos con nuestra vida, y un camino que nos permita experimentar felicidad sensorial. Placer, vamos.

Pero este alarde de sabiduría tan deseable en teoría no es tan sencillo en la práctica.

Todo va demasiado deprisa.

Los caminos convencionales hacia el éxito se difuminan delante de nuestros ojos. Las herramientas históricamente más efectivas para ayudarnos a navegar se vuelven obsoletas y son sustituidas por otras nuevas. Las formas de relacionarse con los demás se transforman. Las tradiciones y los valores que antes fueron venerados pasan a ser demonizados en sucesivos e impredecibles cambios culturales.

El suelo tiembla bajo nuestros pies. Nada parece ser lo suficientemente estable. Nada parece representar un salvavidas robusto al que nos podamos agarrar para protegernos de la intensidad de las olas y respirar con alivio.

No hay alivio en este mundo.

Hay inseguridad, incertidumbre, sensación de vulnerabilidad.

Hay miedo.

El miedo se palpa en el ambiente. Y de su poderoso tronco surgen infinidad de perniciosas ramas, como la violencia y la agresividad en la forma de relacionarnos con los demás, la intolerancia, el egoísmo, la mentira, el aislamiento, la falta de autenticidad.

Nos estamos convirtiendo en lo que los anglosajones denominan “a low-trust society”. El miedo y la incertidumbre nos conducen, irremediablemente, a desconfiar de los demás, a renunciar a compartir, a pensar mal de los otros, a cerrarnos mental y emocionalmente a lo desconocido.  

Es una era renacentista en el plano tecnológico, y al mismo tiempo una era apocalíptica en el plano humano y espiritual, marcada por la creciente desconexión de nosotros mismos y los demás.

Mucho se ha escrito sobre las habilidades que conviene cultivar para prosperar en el inestable futuro que parece aguardarnos. Pero la mayoría de ello no aporta gran cosa, por dos razones:

La primera razón es que muchas de esas ideas parten de la hipótesis de que el futuro irá hacia el destino A. Si el futuro fuera, por el contrario, hacia el destino B, mucho de lo que se dice dejaría de ser tan útil.

La segunda razón es que otras muchas de estas ideas emergen de una concepción mental de ansia de control. Nos empeñamos en predecir qué aspecto tendrá el futuro y después nos afanamos en construir un barco que pueda navegar con destreza en esas aguas. Diseñamos el motor, la cubierta, elegimos cuidadosamente los materiales y la tripulación, estimamos la dirección del viento. Pero la caprichosa realidad nos demuestra, una y otra vez, que nuestra capacidad real de control es muy limitada. La vida es demasiado compleja y salvaje como para ponerle unas bridas.  

No, no tenemos ni idea de por dónde van a ir los tiros. Y aunque lo supiéramos, nuestra capacidad de controlar el resultado está enormemente sobrevalorada. Es puro autoconvencimiento, estimulado por nuestra negación natural de la inevitabilidad de la incertidumbre.

Joder Frank, ¿quieres amargarme el día o qué?

Nada de eso, colega. Este es un mensaje optimista. O al menos, esperanzador.

Para navegar con éxito en la vida no hace falta disponer de una sinfonía compuesta con anterioridad. Sólo hace falta tener algunas notas musicales en el zurrón, para ir componiendo la sinfonía según se van desarrollando los acontecimientos. Acontecimientos que son, en un muy alto grado, impredecibles. Son impredecibles en esta época, fueron impredecibles en todas las épocas anteriores, y serán impredecibles en todas las épocas futuras.

El miedo no se gestiona componiendo una sinfonía con antelación. Todo lo contrario, hacer eso es actuar precipitadamente al sucumbir a la energía destructiva del miedo.

La única forma de gestionar bien el miedo es aceptar y abrazar la incertidumbre, con el convencimiento de que sea cual sea el futuro podrás construir una sinfonía que funcione para ti. Y esa sinfonía será una u otra, dependiendo de cómo evolucionen las cosas.

Sin embargo, para que ese convencimiento de que «todo va a salir bien» sea sólido y fundado, y no simplemente una paranoia ilusoria con pies de barro, necesitas algo más.

Necesitas las notas musicales con las que componer.

Y eso sí es algo que puedes controlar.

Puedes controlar la elección de cuáles son, y controlar cuánto y cómo las alimentas para maximizar su poder y versatilidad.

Las notas musicales que eliges y alimentas son cosa tuya, por supuesto. Pero tu amigo Frank te va a sugerir 3 en particular. Verás que no son las más obvias del mundo. Posiblemente te resulten paradójicas y contraintuitivas. Pero tienen un impacto directo e indirecto formidable en tu capacidad de componer una buena sinfonía, sea cual sea la dirección que toma el futuro.

Veamos cuáles son.

Las 3 notas

Las notas que voy a proponerte no son conocimientos o habilidades, sino reglas internas de comportamiento que dictan cómo debes actuar ante los acontecimientos que se te presentan. Principios filosóficos vitales, si quieres llamarlas así.

¿Y por qué narices estas 3 y no otras, Frank?

Por dos razones.

La primera es que no son evidentes. Son muy sutiles, están disfrazadas y a menudo pasan desapercibidas. Sólo los muy perceptivos reparan en ellas y aprecian su potencial. En otras palabras, no verás muchos ejemplos a tu alrededor de personas que las practican. Curiosamente, tampoco verás muchos ejemplos a tu alrededor de personas que saben vivir con sabiduría. ¿Coincidencia? No lo creo.

La segunda es su versatilidad. Las sinfonías – que suenen bien – que puedes construir con ellas en distintos contextos son prácticamente ilimitadas. Y eso es lo que de verdad necesitas para gestionar la incertidumbre con destreza.

Bueno, basta de rollo y vamos al lío.

Ahí van.

1. En temas relevantes, elige el camino que parece más difícil

Hace no mucho tiempo, en una carrera de obstáculos, intenté subir una pared con unos asideros resbaladizos por el barro. Resbalé en el tercero y caí al suelo.

Una amiga del grupo me dijo “sube por las barras del extremo”.

Yo, sin pensarlo demasiado, respondí: “Pero eso es fácil”.

Y lo intenté otra vez.

Unos días después de la carrera, recordé lo que había pasado y reflexioné sobre ello. Me di cuenta de que lo que me impulsó a renunciar al camino alternativo para superar aquel obstáculo no era sino una regla interna de comportamiento que había incorporado a mi vida desde hacía mucho tiempo y que había interiorizado sin darme cuenta.

“El camino difícil es el bueno”.

Esto, evidentemente, no es una buena regla para todas las situaciones. Cuando lo que tenemos delante no tiene componente de desarrollo personal alguno y es una mera cuestión de practicidad, no tiene sentido elegir el camino difícil. Si te pones en la cola larga para que tu vida sea más difícil, cuando hay una cola corta al lado, eres un mendrugo masoquista. No seas un mendrugo masoquista.

Sin embargo, en otras situaciones, cuando el destino al que nos dirigimos es una cuestión relativamente trascendental para nuestro carácter, aprendizaje e identidad, la cosa cambia. Ahí es cuando la dificultad adquiere poder transformador.

“El obstáculo del camino se convierte en el camino.”

Marco Aurelio

Muchos años después, me di cuenta de que la adopción de este principio había empañado todas las decisiones importantes de mi vida. Por eso me levantaba a las 4 de la mañana a estudiar para los exámenes. Por eso salía a correr con resaca después de las noches de fiesta. Por eso me fui al extranjero a estudiar sin dominar el inglés. Por eso elegí un primer trabajo mucho más difícil y exigente a miles de kilómetros de casa. Por eso no tiré la toalla cuando las cosas se pusieron realmente duras. Y por eso, cuando llegó el momento, elegí un camino vital diferente que nadie entendió.

Cuando tu predisposición es elegir el camino difícil en los ámbitos importantes de tu desarrollo personal, todo cambia. Pero, como dijo Steve Jobs, no puedes unir los puntos hacia delante. Solo puedes unirlos hacia atrás. Es cuando has recorrido ya el camino y evalúas el pasado, que reconoces el enorme impacto que ese principio ha tenido en tu vida. O, dicho de otra manera, la enorme relevancia que esa nota ha tenido en la composición de tu sinfonía.

The obstacle is the way.

Don’t think, just do.

2. No esperes ni exijas reciprocidad del mundo exterior

Este es un principio que aprendí después de muchas bofetadas.

Desde niños, cuando dirigimos energía positiva hacia alguna tarea, tendemos a esperar algún tipo de reciprocidad del mundo exterior. Si hacemos los deberes o ponemos la mesa, esperamos un “gracias” de nuestros padres. Si ganamos una carrera, esperamos una felicitación. Si sacamos buenas notas, esperamos un premio.

Esta expectativa es un elemento consustancial al ser humano. Es un concepto subjetivo de “justicia” o “equilibrio” que va embebido en nuestro cerebro. Si hago algo bien, el mundo exterior debe corresponderme de alguna manera. Y si no lo hace, algo funciona mal ahí afuera. Es “injusto”.

Pero esto, por muy obvio que nos parezca, es una nota que desafina. Es muy difícil componer algo que suene bien con ella.

¿Por qué?

Por una sencilla razón: El mundo exterior no suele reciprocar como tú esperas, si es que reciproca en absoluto.

Para que alguien reciproque adecuadamente una buena acción tuya, tienen que darse varias cosas a la vez: 1) Que esté atento y lo aprecie en el momento; 2) Que retenga esa apreciación y no se le olvide al de poco tiempo; 3) Que dedique tiempo y energía a pensar cómo reciprocar; 4) Que su conclusión sea consistente con lo que tú, en tu concepto subjetivo de lo que es “justo”, esperas; y 5) Que lleve a cabo el comportamiento en la práctica en un plazo de tiempo corto.

La probabilidad media de cada uno de esos eventos individuales es quizás del 50%, siendo muy generosos. El que se produzca un resultado positivo en tu expectativa de reciprocidad implica un cálculo de probabilidad conjunta, multiplicando las probabilidades de los eventos individuales: 50% x 50% x 50% x 50% x 50% = 3.125%.

En resumen, es muy improbable que el mundo exterior sea “justo” contigo. Si vas por el mundo esperando – y/o exigiendo –  eso, tienes todas las de perder. Sea en el trabajo, con tus amigos, con tus familiares, con tu pareja, con tus hijos, con extraños, con conocidos o con animales de compañía.

Sin embargo, a pesar de la evidencia en nuestra contra, seguimos esperando reciprocidad del mundo exterior de forma natural e inconsciente. Y cuando esta no se produce, nos cortocircuitamos internamente. Nos frustramos, reprochamos, desconfiamos, nos sentimos heridos, engañados, decepcionados.

Pero entonces tenemos un problema, ¿no es así? Si esperamos reciprocidad de forma natural y al mismo tiempo es muy improbable que eso se cumpla, ¿para qué intentarlo siquiera? ¿Para qué dedicar energía constructiva a algo o alguien, si con toda probabilidad nos van a decepcionar?

Es una buena pregunta. La respuesta es esta:

La expectativa de reciprocidad no es mala en sí misma. Pero no estás buscando en el lugar adecuado.

No es el mundo exterior donde debes encontrar la fuente de la reciprocidad que deseas.

Es en ti mismo.

Cuando Frank te dice que aprendió este principio después de muchas bofetadas, eso fue literalmente así. Durante mucho tiempo sentí que daba más de lo que recibía. Sentí que muchas personas no merecían la pena, que no estaban a la altura, que se aprovechaban de mi iniciativa, que no correspondían a mis acciones adecuadamente.

Hasta que me di cuenta de que aquello era una batalla imposible de ganar, por muy «injusta» que pareciera.

Aquí tienes una verdad incómoda: Si eliges ser virtuoso y hacer las cosas bien – en otras palabras, ser la mejor versión de ti mismo – la inmensa mayoría de personas no te corresponderán. En esa liga hay muy pocos jugadores. Es una realidad incuestionable.

Pero eso no significa que el decidir hacerlo sea una mala elección.

De hecho, es un deber.

Te lo debes a ti mismo.

La fuente de la reciprocidad que esperas está en tu propio interior. En saber que estás haciendo las cosas bien, con independencia de la reacción del mundo exterior. En el orgullo que sientes a la hora de honrar la responsabilidad que tienes contigo mismo. 

En esta segunda nota, al igual que con la primera, no vas a poder unir los puntos hacia delante. Es posible que cuando comiences a actuar así te sientas frustrado, incluso idiota, porque parece que los demás se aprovechan de ti. Pero lo entenderás cuando hayas recorrido el camino y mires hacia atrás. Elegir ser tu mejor versión por pura responsabilidad hacia ti mismo, sin dependencia mental o emocional de recompensas externas, es una nota que nunca desafina. De hecho, es muy posible que compruebes que la vida, en su infinita sabiduría, te abre puertas y te tiende puentes de oportunidades, experiencias y satisfacciones que ni siquiera imaginabas antes de empezar a andar por ese camino. En mi experiencia personal, eso fue lo que pasó. 

«Sé la lámpara que brilla desde dentro; en tu luz, no hay sombra de derrota.»

Rumi

3. Polariza siendo auténtico, claro y directo

El tercer principio también me costó sudor y lágrimas aprenderlo, porque es muy contraintuitivo.

Cuando nos relacionamos con los demás, lo más habitual es tender a no posicionarnos sobre las cosas que pensamos – o sobre cómo somos – con demasiada intensidad, para evitar el riesgo de que alguien que no piensa igual tenga una mala opinión sobre nosotros.

En otras palabras, nos asusta “no gustar”.

Este enfoque tiene una raíz evolutiva, por razones obvias. En los tiempos de la prehistoria, estoy más protegido contra los peligros físicos del entorno si el grupo me acepta. Si les toco demasiado las narices, corro el riesgo de que me dejen solo y de convertirme en el aperitivo de un T-Rex en un encuentro fortuito.

También tiene una raíz cultural. Durante los últimos años, se han pregonado mucho los valores de la tolerancia, el no ofender, el no herir los sentimientos de los demás, incluso en detrimento de los hechos, la lógica o “la verdad” científica.

El resultado es que la inmensa mayoría de nosotros tendemos a ir de puntillas por la vida, con miedo a que el hielo se resquebraje bajo nuestros pies si mostramos demasiado de nuestros auténticos pensamientos, opiniones, gustos y deseos. Y eso, en la práctica, significa que todo el mundo va por ahí con una máscara de diferentes colores dependiendo del entorno en el que se encuentre – social, laboral, familiar – y nadie tiene ni idea de cómo realmente es nadie.

Esto, por muy natural y habitual que parezca, es una gilipollez de dimensiones colosales. Una de las pérdidas de tiempo, energía y oportunidades más grandes que existen. Y una de las notas que más provoca que tu sinfonía de vida suene como una carraca vieja que toca un mono borracho.

Para vivir una buena vida, has de polarizar.

Para encontrar un camino satisfactorio, tienes que venerar la autenticidad.

Y para eso, tienes que ser sincero, claro y directo.

Los demás deben saber quién eres, lo que piensas y lo que quieres. Sin niebla, sin medias tintas, sin confusiones.

Hay excepciones, sí, pero muy pocas. Muchas menos de las que podemos llegar a pensar. Y todo tiene sus grados de intensidad dependiendo del contexto, por supuesto. Pero eso no invalida el principio en absoluto.

Si haces esto, vas a provocar que sucedan algunas cosas.

Por una parte, habrá personas que se apartarán de ti, o que no te dedicarán tanta atención. Y eso es bueno, porque son personas que no conectan realmente con quién eres. ¿Para qué narices quieres perder más tiempo del estrictamente necesario con ellas?

Por otra parte, habrá personas que se acercarán más a ti. Y eso también es bueno, porque tendrás una relación más auténtica y profunda con ellas.

Cuando va pasando el tiempo y adquieres cierta perspectiva, te das cuenta de algunas cosas. Te das cuenta de que el conocimiento se expande y multiplica su valor especialmente a través de la horizontalidad: La capacidad de conectar ideas de diferentes campos y crear ideas nuevas de mayor valor. Sin embargo, las relaciones personales se expanden y multiplican su valor especialmente a través de la verticalidad: La capacidad de dedicar tiempo, profundizar y crear tipos de energía que antes no existían entre dos o más personas.

Para hacer y mantener verdaderos amigos, relaciones familiares o de pareja, has de ser auténtico, claro y directo. Tienes que decir cosas que parecen incómodas en los momentos adecuados, tienes que actuar de forma incondicional, tienes que dedicar tiempo de calidad, tienes que tomar la iniciativa, tienes que aceptar ser vulnerable.

Tienes que arriesgarte.

Eso requiere valentía, compromiso y dedicación, pero merece la pena. De hecho, es lo único que merece la pena.

¿Para qué quiero yo que 300 personas me manden un mensaje de whatsapp cuando estoy pasando por un mal momento? Eso, en sí mismo, no sirve para absolutamente nada. Lo que sirve es tener a dos o tres personas que te conocen bien, se presentan en tu casa, te llevan a dar un paseo y te dedican su tiempo hasta que remontas el vuelo.

Eso es lo único real. Lo único a lo que puedes agarrarte. Lo demás es humo. El humo del quedar bien y de pasar por la vida de puntillas, cobardemente y sin compromiso. Un humo que todos aspiramos lobotomizados, abducidos por la ley del mínimo esfuerzo, y convencidos de que tenemos buenas relaciones con los demás.

Hasta que no seas auténtico, claro y directo, hasta que no polarices, no tendrás nada real. Nada a lo que puedas agarrarte de verdad. 

Esa es la cruda realidad de la vida.

«Escribe claro y con fuerza sobre lo que duele.»

Ernest Hemingway

Ahí tienes las 3 notas que Frank te propone adoptar. Paradójicas, extrañas, contraintuitivas. De hecho, la mayoría de las personas adopta la versión contraria de estas notas a la hora de componer su sinfonía de vida. Eligen el camino más fácil, exigen reciprocidad del mundo exterior y van por la vida de puntillas para no incomodar a los demás. A veces les va bien, a veces no tanto. En base a lo que yo puedo percibir, generalmente no tanto. Y no es ninguna sorpresa, porque esas notas desafinan. Es difícil componer algo que suene bien con ellas.

“No sé”, dice mi hijo mayor a las preguntas sobre lo que le gustaría hacer en el futuro. Y así debe ser. No puede saberlo aún, porque el futuro está por llegar y su sinfonía por componer. Veremos qué piezas elige y cómo las combina para navegar ese futuro tan impredecible hacia el que nos dirigimos. En cualquier caso es muy intrépido y, si todo fallara, siempre le quedaría el contrabando. Estoy tranquilo.

Bueno, casi.  

Pura vida,

Frank. 

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Lo que más vale https://cuestiondelibertad.es/lo-que-mas-vale/ Tue, 04 Mar 2025 22:49:01 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11539 Vivimos en tiempos revueltos, pero eso no es nada nuevo. Siempre lo hemos hecho, ¿no es así? Podrías probablemente pensar que los seres humanos, como especie, hemos tenido tiempo de sobra para acostumbrarnos a una dinámica vital con ritmo de cambio vertiginoso. Pero la realidad es que, desde una perspectiva histórica y evolutiva, este fenómeno […]

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Vivimos en tiempos revueltos, pero eso no es nada nuevo. Siempre lo hemos hecho, ¿no es así?

Podrías probablemente pensar que los seres humanos, como especie, hemos tenido tiempo de sobra para acostumbrarnos a una dinámica vital con ritmo de cambio vertiginoso. Pero la realidad es que, desde una perspectiva histórica y evolutiva, este fenómeno es relativamente reciente.

Llevamos dando vueltas por aquí, en base al consenso científico, en torno a 250.000 años. Si nuestra historia completa se escribiera en un libro y cada página de ese libro cubriera un periodo temporal de 250 años, sería un libro de 1.000 páginas. Y muy aburrido en una gran parte.

La Revolución Agrícola no haría su aparición hasta la página 950. Antes de eso, piedras y palos. Buddha aparecería en la 990, Aristóteles en la 991, el cristianismo en la 993, Gengis Khan en la 997, Juana de Arco en la 998, Shakespeare e Isaac Newton en la 999 y Charles Darwin, Albert Einstein, Mahatma Gandhi y la Revolución Industrial en la 1,000.

Es habitual asumir que la evolución del ser humano se produjo de forma relativamente lineal, con los cambios que acontecieron sucediéndose a un ritmo similar. Pero eso no fue así. Lo cierto es que hasta la página 999 de ese grueso y tedioso libro, el ritmo de cambio fue muy lento. Sólo a partir de la página 999, con la Revolución Científica e Industrial, el mundo pareció experimentar un convulso despertar y empezó a cambiar muchísimo más deprisa.

Hasta la página 999 el mundo tenía menos de 1.000 millones de habitantes. El medio de transporte habitual era a pie, a caballo y en pequeñas embarcaciones. La comunicación era por carta o señales de humo. La producción de objetos era artesanal. La medicina estaba basada en hierbas y conjuros. La producción energética era manual, por impulso animal o a través de corrientes de agua. El almacenamiento de datos se hacía en papel y toda la inteligencia era humana.

De repente, la tendencia se rompió y el mundo se transformó radicalmente. 8.000 millones de habitantes, coches, aviones, ordenadores, vacunas, energía nuclear, procesos de producción automatizados, centrales de datos, Internet. Todo ello hizo su aparición en el transcurso de dos simples páginas. Y es posible que, con el impacto de la Inteligencia Artificial, la magnitud del cambio en nuestras vidas durante la página siguiente de ese libro, la 1.001, no sea mucho menor que la magnitud del cambio que se produjo desde la página 1 hasta la 1.000.  

Así que… no. Nuestro cerebro no está preparado para este ritmo de sucesión de acontecimientos, ni mucho menos. Digamos que estamos improvisando lo mejor que podemos en un escenario que está muy lejos de ser nuestro hábitat natural. El tiovivo existencial de los ahora adultos de mediana edad ha ido girando cada vez más rápido, pero los niños que nacen en esta época se están subiendo a él cuando ya está girando a velocidad supersónica, y su experiencia vital será muy diferente a la nuestra.

En cualquier caso, poco podemos hacer al respecto. Hay demasiados incentivos en el sistema para que el grado de progreso científico, tecnológico y económico se detenga. Sólo nos queda adaptarnos a un ritmo frenético de cambio que no parece que vaya a abandonarnos por el momento.

Pero… ¿de qué forma?

¿Cuál es el elemento que más debemos cuidar para sobrevivir psicológica y emocionalmente en medio de todo este caos? ¿A qué debemos agarrarnos mientras nuestro tiovivo existencial da vueltas como una peonza poseída por el demonio?

En otras palabras, ¿qué es lo que más vale? ¿Qué es lo que debemos intentar conseguir? O quizás… ¿qué debemos evitar perder?

Veámoslo.

“The ultimate currency of life”

Hay una expresión anglosajona que se refiere a las cosas valiosas de la vida con la palabra “moneda” (= “currency”). Viene a decir que, cuando tienes mucha cantidad de esa moneda, eres “rico”, en el auténtico sentido de la palabra. Es una manera de expresar la idea de que en la vida no solamente importa el dinero, sino que hay diferentes métricas de éxito y que algunas son, a la larga, más valiosas que otras. 

Una de las frases que probablemente has oído con más frecuencia es que «el tiempo es lo más valioso que existe». Y no es difícil entender por qué.

En primer lugar, nuestra existencia es finita. No sabemos exactamente cuánto tiempo cronológico nos queda por vivir, pero sí sabemos lo que suelen vivir las personas como promedio. Y ése un límite teórico que tenemos siempre presente, aunque sea a un nivel subliminal.

En segundo lugar, al entrar en la edad adulta, nuestra agenda se sobrecarga de obligaciones y nuestro tiempo disponible para hacer lo que queremos se reduce. Tenemos la sensación de que “vivimos para trabajar”, cuando lo que queremos es “trabajar para vivir”.

Y, en tercer lugar, nuestra sensación de paso del tiempo (el llamado “tiempo psicológico”), cambia a medida que vamos atravesando diferentes etapas de la vida. El tiempo cronológico no pasa más rápido, porque es un fenómeno aritmético. No obstante, en nuestra mente sí parece hacerlo, y esa sensación se va acentuando con los años. Y con ella la sensación derivada de que cada vez nos queda menos arena en la parte superior del reloj.

En este contexto, no es difícil concluir que el tiempo es lo que realmente importa. De ahí vienen las expresiones “siempre podemos conseguir más dinero, pero nunca podemos conseguir más tiempo”. Y desde esa perspectiva de valor por escasez se acuñó la famosa frase de “El tiempo es la moneda más importante” (Time is the ultimate currency).

Todo esto está muy bien, y no será precisamente Frank Spartan el que lo ponga en duda después de haber hackeado su vida de arriba a abajo para disponer de más tiempo libre. Pero es preciso que hilemos un poco más fino, porque esas frases que suenan tan bien no iluminan demasiado el camino en la práctica. No te dicen qué debes hacer para conseguir ese tiempo tan valioso, ni tampoco qué demonios debes hacer con él para ser feliz.

Además, el tiempo no es realmente lo que más importa. Hay otra moneda que es aún más importante que el tiempo. Especialmente en este entorno de cambios rápidos y constantes.

La atención.

En otras palabras, dónde concentras tu energía… y dónde no.

La capacidad y habilidad para centrar tu atención en los lugares adecuados, y desactivarla de los no adecuados, es el factor de mayor peso para experimentar satisfacción vital en un mundo en constante y vertiginoso cambio.

The ultimate currency of life.

Veamos cómo funciona esto en la práctica.

El poder de la atención

Si preguntas por ahí sobre lo que la gente quiere de la vida, es muy probable que obtengas respuestas muy similares. Amor, salud, amistades, un buen trabajo, tiempo libre, dinero… respuestas muy tradicionales y universales. Cosas que todos ansiamos tener, y que por alguna razón a la gran mayoría se nos escapan entre los dedos.  

Y sí, es cierto que el mundo en el que vivimos es difícil. Es difícil encontrar un buen trabajo, es difícil llegar a fin de mes, es difícil prosperar. El entorno, incluso en los países más desarrollados, supone un reto que es, objetivamente, duro de conquistar. Sin embargo, es lo que es. No lo podemos controlar. Sólo podemos controlar cómo nos movemos dentro de él. En concreto, qué decidimos hacer con el tiempo del que disponemos.

Aquí te presento oficialmente la verdad incómoda de este post:

La barrera fundamental que nos impide alcanzar la satisfacción vital no es el tener poco tiempo, sino el malgastarlo.

Sí, lo dijo Séneca. Y ahora te lo dice Frank con una pequeña dosis extra de argumentación.

El problema es la atención. O, más concretamente, nuestra incapacidad para domar la atención. No llegamos a puerto por dos grandes motivos: 1) Porque nuestra atención está dispersa en vez de estar centrada; o 2) porque está centrada en lugares no demasiado conducentes a nuestra satisfacción vital.

Sí, el problema real no son tus circunstancias. Tus circunstancias son las que son. El problema real es que no utilizas tu moneda más valiosa para comprar lo que realmente quieres.

¿No me crees?

Vale, colega. Hilemos un poco más fino.

De acuerdo con las múltiples y variadas escuelas de felicidad en el panorama filosófico-espiritual sobre el que tenemos registros, existen, a grandes rasgos, 4 grandes tipos de riqueza en la vida:

  • Tiempo
  • Relaciones humanas
  • Salud física y mental
  • Salud financiera

Hay un quinto, que es la conexión con la “divinidad”. Pero dado que tiene ciertos tintes religiosos, vamos a dejarlo fuera de este análisis.

Si tienes tiempo libre, buenas relaciones, te encuentras física y mentalmente bien y estás desahogado económicamente, coincidirás conmigo en que es muy probable que te sientas satisfecho. Es posible que no, pero es probable que sí. Y no te culpo, porque estarías disfrutando de esas cosas que todo el mundo dice que querría tener y que los sabios de todas las épocas mencionan cuando hablan de “felicidad”.

Ahora bien, ¿cómo puedes construir esos 4 grandes tipos de riqueza?

Reduciendo la respuesta a su máxima esencia, centrando la atención en ciertos sitios y alejándola de otros.

Es ahí donde está la raíz de todo, porque eso es lo que más determina cómo juegas las cartas que la Providencia te ha repartido.

Las cartas no dependen de ti. Pero cómo juegas con ellas sí. Al decidir prestar atención a “A” en lugar de a “B”, ya estás decidiendo cómo jugar. Y con esa decisión ya estás afectando a las probabilidades de obtener unos resultados en tu vida u otros.

Veamos qué significa esto en cada uno de los 4 grandes tipos de riqueza.

1. Tiempo

El tiempo cronológico “libre de obligaciones” del que dispones depende del tipo de trabajo que tienes, la flexibilidad con la que cuentas para ejecutarlo y de las restricciones que te imponen (o que tú te impones a ti mismo) los demás compromisos que vas añadiendo a tu vida.

En todos estos factores tienes amplio margen de maniobra en lo que se refiere al uso de tu atención. Puedes centrar ésta en las posibles estrategias que te permitirían ejecutar tu trabajo de forma más flexible, y también puedes centrarla en identificar y abandonar aquellos compromisos vitales que no te aportan gran cosa y que representan un sumidero para tu tiempo. Puedes. Lo que ocurre es que muchas personas se toman todo eso como una telaraña inmutable, renuncian a intentar cambiar las cosas y dedican el poco tiempo libre del que disponen a lobotomizarse viendo telebasura, Instagram o Netflix. Atención dispersa, o a lo sumo centrada en los lugares incorrectos.

Tener más tiempo libre es una posibilidad que – prácticamente siempre – se encuentra delante de tus ojos y es accionable de forma inmediata. Sólo tienes que prestar atención, identificar los movimientos de mayor impacto (o “de máximo apalancamiento”) y dejar de hacer algunas de las cosas que consumen parte de tu tiempo sin aportar demasiado valor.

Si suena muy simple, es porque lo es. Presta atención.

También hay un enfoque más radical de creación de tiempo cronológico “libre de obligaciones”. Este enfoque implica librarte de las restricciones económicas que te obligan a trabajar un mínimo de horas al día o en un formato determinado. Este camino no suele tener una manifestación tan inmediata en tu vida (ya que requiere más tiempo y esfuerzo), pero también es posible si centras tu atención en los sitios correctos. Hablaremos de ello más adelante, en el apartado de salud financiera.

2. Relaciones humanas

En lo que se refiere a las relaciones personales, hay muchas maniobras que puedes ejecutar con el uso de tu atención para mejorar las cosas. Puedes centrarte y darte cuenta de cuándo alguien que te importa necesita algo y ayudarle a obtenerlo. Puedes centrarte y darte cuenta de cuándo tiene sentido decir algo cercano o sensible y decirlo. Puedes centrarte y darte cuenta de que conviene construir más momentos de calidad con ciertos amigos y tomar la iniciativa de montar un plan con ellos.

Las posibilidades son ilimitadas, si prestas atención.

Muchas personas no suelen hacer esto, sino que improvisan en sus relaciones personales. Tienen la atención dispersa en muchas otras cosas y no se centran para identificar las acciones de máximo impacto. Simplemente se dejan llevar y actúan de forma reactiva.

No hace falta que Frank te intente convencer de todo esto. Sabes perfectamente que es así, porque seguro que lo has vivido en tus propias carnes más de una vez, o tú mismo te has visto vergonzosamente reflejado en mis palabras. Es nuestra tendencia natural a funcionar en modo “pasivo”, una vez que nuestras vidas se empiezan a llenar de obligaciones.

Y si tu modus operandi con tus relaciones personales es así, ¿qué sentido tiene que esperes buenos resultados en este ámbito? ¿Qué sentido tiene que esperes que las personas con las que te relacionas te aporten mucha satisfacción vital, te entiendan, te busquen, te quieran y estén ahí para ti cuando lo necesites?

No mucho.

No mereces esos resultados en el futuro, porque no estás prestando atención en el presente.

No son las circunstancias, eres tú.

3. Salud física y mental

Todo el mundo dice que es importantísimo cuidar la salud física y mental. Pero… ¿dónde debemos centrar la atención para poder conseguirlo? Eso ya es otra historia.

En la salud física hay tres pilares fundamentales a los que prestar atención: Movilidad, nutrición y recuperación. O, dicho de otro modo, ejercicio, dieta y sueño.

Si observas las pautas de comportamiento habituales, verás que muchos de nosotros vamos con el piloto automático a la hora de recorrer estos caminos. Caemos en patrones por familiaridad, sin prestar demasiada atención a su conveniencia o a sus posibles consecuencias. Y esto, lentamente, hace que renunciemos a un gran potencial de salud física y, eventualmente, a un gran potencial de calidad de vida.

Presta atención. Infórmate sobre los tipos de ejercicio que tienen más impacto duradero en la salud física e incorpora los más adecuados a tu rutina. Sé consciente a la hora de escribir la lista de la compra y cíñete a ella. Adopta algunas prácticas reconocidas para mejorar la calidad del sueño, como la ingesta de alimento previa, la temperatura de la habitación, o dejar el móvil fuera de tu alcance. Todo esto tiene un impacto, y no es pequeño. Pero para generarlo, primero has de prestar atención.

En la salud mental hay también tres pilares fundamentales a los que prestar atención: Propósito, crecimiento y espacio.

El propósito hace que experimentes que lo que haces tiene un sentido, lo cual genera satisfacción existencial. El crecimiento hace que experimentes que estás evolucionando constantemente hacia una mejor versión de ti mismo, lo cual genera autoestima. Y el espacio (o el permitirte estar solo contigo mismo) hace que experimentes una regeneración integral reconectando con tu propia voz, lo cual genera inspiración, claridad mental y calma interior. 

Todo esto no surge del aire. Has de enfocar la energía en descubrir lo que puedes hacer y cómo hacerlo para dotar de sentido a tu vida. En cómo crecer en las áreas que más te interesan. En tomarte un tiempo para desconectar y recargar. Habrá cien mil y una cosas que surjan en tu día a día con la etiqueta de “urgente” y que se interpondrán en tu camino. Pero la decisión de siempre relegar lo que es importante y prestar atención a lo que parece urgente, o hacerlo al revés cuando sea pertinente, es tuya y sólo tuya.

4. Salud financiera

Al igual que los otros tres grandes tipos de riqueza, la salud financiera no surge de forma natural. Si te dejas llevar por tus sesgos naturales de comportamiento y lo que ves a tu alrededor, vivirás con óptica cortoplacista. Te acomodarás en un empleo, no expandirás tus competencias, gastarás prácticamente todo lo que ganas y pondrás tu fe en que el gobierno te sufrague la jubilación. Restringido, vulnerable y con escasa libertad de movimientos. Not a good place to be.

Para salir de ese atolladero o, mejor dicho, para nunca entrar en él, hay varias cosas importantes a las que prestar atención. Y cuanto más pronto mejor, porque el horizonte temporal de aplicación de ciertos hábitos de comportamiento tiene un gran impacto en la salud financiera. No puedes dormirte en los laureles, vamos.

La primera, cómo maximizar qué competencias para aumentar tu capacidad de generación de ingresos a corto y medio plazo.

La segunda, cómo gastar, de forma recurrente, menos de lo que ganas.

La tercera, cómo invertir la diferencia.

Todo esto requiere prestar atención. Tendrás que dedicarle tiempo a pensar cómo incorporar esas tres ideas a tu vida, y a poner en funcionamiento las estrategias que consideres más adecuadas para ello. Semana a semana, mes a mes, año a año. Si le dedicas atención a estos temas, mejorarás tu salud financiera, tu libertad y – salvo que uses ésta rematadamente mal – tu felicidad.

Sí, ya sé. Te distraes.

No es fácil domesticar la atención. Y mucho menos en el mundo en el que vivimos, donde permanecemos en un estado constante de  sobreestimulación a través de todo tipo de llamadas de atención. Pantallas, notificaciones, contenidos cortos y cambiantes, aplicaciones adictivas, etcétera, etcétera.

En este contexto, no debes depender enteramente de tu propia disciplina. Necesitas un entorno propicio que facilite la ejecución del comportamiento objetivo. Y la forma más efectiva de hacerlo es insertar en tu agenda bloques de tiempo con el propósito de centrar tu atención, exclusivamente, en aquellas cosas que sabes que redundarán en tu satisfacción vital. Cosas relacionadas con los 4 grandes tipos de riqueza: Tiempo, relaciones humanas, salud física y mental, salud financiera.

Bloques de tiempo dedicados. Sin distracciones de ningún tipo.

Una vez hayas insertado esos bloques en tu agenda, respétalos como si tu vida dependiera de ello, porque, literalmente, es así. No permitas que nada ni nadie interfiera en tu dedicación a esos asuntos. Pueden ser bloques cortos, y pueden ser incluso relativamente poco frecuentes. Pero cuando los organices, respétalos sin piedad.

Este compromiso contigo mismo define tu identidad. Define quién eres y hacia dónde quieres evolucionar. Una gran persona hacia un gran destino. Y ése es tu mejor salvavidas en el proceloso mar de los continuos cambios frenéticos del mundo.

La atención es la sal de la vida. El ingrediente clave de tu satisfacción vital. The ultimate currency of life.

Si la desperdicias, estarías desperdiciando la vida. Y eso, amigo mío, es algo que no te puedes permitir.

Pura vida,

Frank.

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El Protagonista y el Consejero https://cuestiondelibertad.es/protagonista-consejero/ Wed, 05 Feb 2025 22:35:25 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11523 Uno de los aspectos más interesantes de nuestro concepto de identidad es la dicotomía que suele existir entre nuestra experiencia interna y lo que los demás perciben de nosotros. A pesar de la importancia que le solemos dar a las opiniones de los demás, la realidad es que las personas que nos conocen cuentan con […]

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Uno de los aspectos más interesantes de nuestro concepto de identidad es la dicotomía que suele existir entre nuestra experiencia interna y lo que los demás perciben de nosotros.

A pesar de la importancia que le solemos dar a las opiniones de los demás, la realidad es que las personas que nos conocen cuentan con una cantidad de información muy limitada sobre nosotros. Sólo ven lo que hacemos delante de ellas – la experiencia directa – y sólo oyen lo que otras personas les dicen. Con esos escasos ingredientes cocinan la compleja receta de su percepción sobre quiénes somos. Y en muchas ocasiones esa percepción difiere, a veces sustancialmente, de la imagen que nosotros tenemos de nosotros mismos.

Relacionado con esto, un aspecto que a menudo pasamos por alto sobre nuestra identidad es que estamos en conversación permanente con alguien que parece existir dentro de nuestras cabezas. No es una conversación al uso, sino un diálogo sutil, con un lenguaje etéreo, que tiene lugar a un nivel más inconsciente. Pero eso no quiere decir que no sea real. Es muy real. Tan real que determina muchas de las cosas que hacemos, y también cuándo y cómo las hacemos.

Si observas cuidadosamente, apreciarás que hay una dualidad de presencia en tu mente. Por un lado, está la persona que opera en el mundo, la que los demás pueden ver. Llamémosle el “Protagonista”. Solemos ser plenamente conscientes de su presencia, porque se manifiesta de forma explícita a través del comportamiento. El Protagonista es el que dice hola y adiós, el que va a trabajar, el que va al gimnasio, el que escucha Spotify, el que se toma una cerveza 1906. Y también es el que se siente cansado, el que tiene resaca, y el que se cabrea cuando pierde su equipo de fútbol o cuando una señora se le cuela sibilinamente en la cola del supermercado.

Pero en tu cabeza existe también otra persona. Una persona con la que el Protagonista conversa constantemente, con la que contrasta sus ideas y que valida si esas ideas son buenas o son malas. Llamémosle el “Consejero”. El Consejero está ahí, pero solamente el Protagonista es consciente de ello. Los demás no pueden verle, porque no tiene manifestación física. Y por si eso fuera poco, es bastante caprichoso y sólo habla con el Protagonista. Nadie más puede oírle.

Ahora Frank te va a tocar un poco las narices con una pregunta de las suyas.

¿Quién crees que eres tú realmente? ¿Eres el Protagonista? ¿O eres el Consejero?

¿Eres uno de ellos más que el otro, los dos al mismo tiempo?

¿Y eso qué implicaciones prácticas tiene?

Veámoslo.

El Protagonista

¿Quién demonios es el Protagonista?

Si queremos resolver este galimatías y entender lo que realmente sucede, quizá ésa no es la mejor formulación de la pregunta. Quizá esta otra sea más apropiada:

¿En qué planos funciona el Protagonista?

El Protagonista tiene presencia y desarrolla su actividad en dos planos fundamentales. El plano interno, en el que operan el pensamiento, la intuición y la emoción, y el plano externo, en el que opera el comportamiento.

Y aquí es donde surge el primer posible conflicto, o, dicho de otro modo, la primera fuente de posibles inconsistencias.

Aquí tienes otra pregunta interesante, cortesía de tu amigo Frank:

¿Qué define mejor la naturaleza del Protagonista? ¿Lo que piensa y siente, o más bien lo que hace? ¿Es el plano interno lo que importa? ¿O es, por el contrario, el plano externo?

Cuando hay sintonía entre plano interno y plano externo, esto no representa un problema. La propia pregunta carece de sentido. Pero eso no pasa muy a menudo, ¿verdad que no? Muchas veces pensamos algo o sentimos algo y actuamos de forma inconsistente con el pensamiento o la emoción. Las razones pueden ser muchas, y pueden ser más o menos válidas. Pero la realidad es que eso sucede con mucha frecuencia.

Digamos que el Protagonista cree que es buen amigo de alguien porque piensa a menudo en esa persona, se preocupa por ella, desea que le sucedan cosas buenas y le entristece que le sucedan cosas malas. Pero al mismo tiempo, el comportamiento del Protagonista no incorpora prácticamente ninguna acción externa que sea consistente con su experiencia interna. No le llama, no le pregunta cómo está, no encuentra tiempo para compartir momentos con esa persona, ni sabe lo que está sucediendo en su vida.

En ese contexto, ¿es el Protagonista realmente buen amigo de esa persona?

Desde la perspectiva del Protagonista, probablemente sí, porque el Protagonista es ávidamente consciente de su experiencia interna.

Desde la perspectiva de la otra persona, probablemente no. La otra persona no puede apreciar el plano interno del Protagonista, sino solamente el plano externo. Si el comportamiento que se manifiesta en el mundo exterior no es consistente con el concepto de buen amigo, es probable que eso sea lo que determine la imagen u opinión de esa persona sobre el Protagonista.

Ahora bien ¿cuál de las dos ópticas es más cercana a auténtica identidad del Protagonista? ¿Es el plano interno lo que más importa, o es el plano externo?

Interesante pregunta, ¿no es verdad?

La realidad es que es muy complicado resolver la ecuación de quién es realmente el Protagonista. Esto podría representar un gran obstáculo en el camino del descubrimiento de nuestra identidad, pero afortunadamente no es el caso.

¿Por qué?

Porque la clave de todo este asunto no es el Protagonista.

Para resolver esta ecuación hace falta introducir a otro personaje en esta historia. Alguien que siempre está ahí, pero que a menudo pasa desapercibido.

El Consejero

Quizá no seas del todo consciente de ello, pero todo lo que el Protagonista piensa, siente y hace pasa por el filtro de otra persona.

Esa persona es el Consejero.

Es muy posible que subestimes la frecuencia y la intensidad de tus interacciones con el Consejero. La realidad es que estás en constante diálogo subliminal con él. Constante. A veces, en las decisiones más simples, esa interacción es tan imperceptible como una pelota de tenis que tú le arrojas y él te devuelve en una fracción de segundo. Otras veces, en decisiones más complejas, la profundidad de los diálogos que tienes con él no tiene nada que envidiar a la de los diálogos de Platón.

Lo interesante del asunto es que es el Protagonista quien tiene toda la visibilidad – el protagonismo – en el mundo exterior. A quien tu familia, tus amigos, tus compañeros de trabajo y tu suegra ven y conocen es al Protagonista, porque toda la información que tienen de ti proviene de la manifestación de tus pensamientos y emociones en actos y comportamientos concretos. Pero quien mueve los hilos en la sombra es el Consejero. Y el Consejero permanece oculto a los ojos de los demás. A veces, dependiendo de tu grado de conciencia (self-awareness), incluso a los propios ojos del Protagonista.

Ahora bien, ¿qué es lo que determina la naturaleza del Consejero? ¿Podemos cambiar su forma de funcionar, o viene largamente predeterminada y se encuentra fuera de nuestro alcance? ¿Cuánto poder tiene realmente el Consejero para influenciar el comportamiento del Protagonista?

Estas preguntas tienen ya un poco más de miga.

Veamos.

Empecemos por la última pregunta, porque es probablemente la más sencilla de contestar.

El poder que tiene el Consejero para influenciar la conducta del Protagonista es, en general, muy grande. 

Lo que el Consejero cuchichea al oído del Protagonista tiene la fuerza de una orden militar. El Protagonista nunca pone en duda lo que el Consejero le dice, porque tiene el absoluto convencimiento de que el Consejero quiere lo mejor para él. Recuerda que muy a menudo no somos ni conscientes de la existencia del Consejero, y creemos que Protagonista y Consejero son la misma persona.

Deja que te ponga un ejemplo.

Digamos que te viene a la cabeza un pensamiento. Cuando eso sucede, en tu cabeza se produce un proceso de contraste. Pones ese pensamiento en una balanza y lo categorizas como válido o inválido. Si lo categorizas como inválido, lo rechazas. Y si lo categorizas como válido, lo pones en otra balanza.

Esa otra balanza es la que determina si ese pensamiento se debe manifestar en algún comportamiento concreto, o no. Este es un proceso más complejo que el anterior, porque entran más factores en juego, tanto psicológicos como ambientales. Si creo que soy capaz de ejecutar el comportamiento, si es consistente con mi comportamiento pasado, si es socialmente aceptable, si me apetece, si el beneficio percibido es mayor que el riesgo percibido, si las circunstancias del entorno son propicias o no, etcétera, etcétera.

Pues bien, esas balanzas en las que se validan los pensamientos, emociones y comportamientos del Protagonista las controla el Consejero.

El Consejero es el que etiqueta el pensamiento como válido o inválido, y el que concluye si se debe traducir en un comportamiento concreto o no. Y el Protagonista simplemente recoge con humildad las conclusiones del Consejero.

A veces, sin embargo, se produce una desconexión entre Consejero y Protagonista. Digamos que decides actuar impulsivamente por una emoción. En ese caso, es el Protagonista el que lleva el volante. Al menos, “a priori”. Es después, “a posteriori”, cuando se produce el proceso de contraste. Y en ese proceso de contraste, el Consejero concluye si el comportamiento impulsivo está justificado, o por el contrario no lo está y se considera “un error”. A menudo, todo este proceso psicológico de contraste tiene lugar en una fracción de segundo. Es simplemente una sensación.

También hay casos en los que el Consejero dicta que el comportamiento adecuado es “A”, pero el Protagonista, sabiendo la opinión del Consejero, decide hacer “B”. Quizá por emociones de bloqueo, o dificultades externas. Es la típica situación en la que tenemos un sentimiento de culpa, sea dolorosamente consciente o sutil, por haber decepcionado al Consejero.

Por cierto, no quiero que te quedes con la idea de que el Consejero es siempre un torrente de sabiduría. Nada más lejos de la realidad. Por mucho que el Protagonista confíe ciegamente en él, el Consejero no tiene por qué ser “sabio”. Todas las personas que van por ahí como pollos sin cabeza haciendo el indio, que no son pocas, tienen probablemente Consejeros entre bastidores que no saben hacer la “O” con un canuto. Por eso actúan como actúan, una y otra vez. La persona que valida sus pensamientos y controla la balanza de sus acciones – su Consejero – no funciona adecuadamente. Y también es posible que en algunos de esos casos el Consejero se encuentre permanentemente desempoderado y desconectado del Protagonista, como sucede con las personas que no pueden controlar sus impulsos y deseos por destructivos que sean. En todas estas situaciones, el Protagonista no tiene buenas referencias y no obtiene buenos resultados en el plano externo, ni se encuentra satisfecho en el plano interno.

Bueno, después de todo este rollo creo que ya tenemos suficiente munición para responder a la pregunta del principio: ¿Quién demonios eres, el Protagonista o el Consejero?

Tu verdadera identidad reside en el Consejero.

Es el Consejero el que valida pensamientos, emociones y comportamientos. Ese proceso de validación se ha fraguado a lo largo del tiempo en base a múltiples factores: Genes, perfil de personalidad, cultura, educación, experiencias personales, entorno, etcétera, etcétera. Todo ello conforma las creencias y valores del Consejero, y su predisposición a validar los pensamientos, emociones y comportamientos del Protagonista de una u otra forma.

¿Podemos cambiar la forma de funcionar del Consejero?

Por supuesto que podemos. El propio concepto de “desarrollo personal” se ancla en esa posibilidad. Las expresiones del tipo “cambiar la forma en la que nos hablamos a nosotros mismos”, “tener un diálogo interno más constructivo”, “cambiar la mentalidad”, etcétera, se refieren exactamente a esto, aunque no te lo expliquen de forma tan didáctica como tu amigo Frank.

El núcleo de todo, la naturaleza de la persona que realmente eres, se encuentra en el Consejero. El Protagonista, por mucha presencia que tenga en el escenario, no es más que un actor a sueldo que sigue, tan bien como puede, el guion que le marca el Consejero.

Pero eso no es todo. Falta algo muy importante.

¿Es el qué, o el por qué?

Ya has visto que hay varios niveles de identidad. Varias capas de la cebolla. Lo que importa no es tanto lo que piensa y hace el Protagonista, sino más bien la validación que recibe del Consejero.

Pero aún hay más.

El meollo del asunto no es tanto lo que dicta el Consejero, sino por qué lo dicta. Cuál es la razón que determina que el Consejero valide las cosas de una u otra forma.

Es el “por qué”, y no el “qué”, lo que más determina tu verdadera identidad.

Digamos que alguien trata bien a otra persona. Le hace favores, le presta atención, se ríe de sus chistes. Su identidad, a primera vista, parece ser la de una persona “amable”. Pero ahora que hemos desarrollado todo el engranaje de la concepción mental sobre la identidad, podemos hilar un poco más fino.

Lo que sucede es que el Protagonista actúa de forma amable. Pero hasta que no conozcamos las intenciones del Consejero, no podemos tener una idea clara sobre su verdadera identidad.  

Por ejemplo, imagina un escenario en el que el Consejero le dicta al Protagonista que debe ser amable para conseguir la aceptación y el agrado de la otra persona.

Ahora imagina otro escenario en el que el Consejero le dicta al Protagonista que debe ser amable porque la amabilidad es un valor moral que merece la pena respetar, ya que redunda en un comportamiento intrínsecamente virtuoso y mejora el mundo a tu alrededor. Shazam.

Esas dos personas no son iguales, por mucho que sus Consejeros les dicten los mismos comportamientos.

La primera es una persona insegura y dependiente que mendiga una opinión favorable de los demás para sentirse satisfecha. La segunda es una persona segura e independiente que se comporta en base a un sistema interno de valores elevado.

Las personas pueden hacer un mismo trabajo con distintos objetivos. Pueden ayudar a los demás por distintas razones. Pueden tener pareja e hijos con distintas motivaciones.

No es lo que piensas. Tampoco es lo que haces. Es el “por qué” lo haces lo que marca quién eres en realidad. Son las verdaderas intenciones de tu Consejero las que determinan tu verdadera identidad, seas más o menos diestro a la hora de ponerlas en práctica.

Por eso, uno de los movimientos de mayor valor que puedes hacer en tu vida es hacerte más consciente del tipo de Consejero que has tenido hasta ahora, e intentar darle forma para que sea alguien que te ayude a vivir una buena vida.

Frank, aquí donde le ves, es un Consejero. Podríamos decir que la persona a la que aconsejo, mi querido Protagonista, no tenía una referencia demasiado clara en épocas pasadas. Hacía las cosas por una combinación de sentido de responsabilidad para contentar a algunas personas, influencias del entorno y otras motivaciones confusas. Llegó un momento en el que empezó a ser cada vez más consciente de que necesitaba depurar sus fuentes de contraste para mejorar – o quizá descubrir – su identidad, como condición indispensable para poder vivir una vida más plena.

Y así, sin más, decidió crearme a mí. Decidió crear a Frank.

Yo soy la persona con la que él contrasta las cosas. La vara de medir de sus pensamientos, emociones y comportamientos. No, él no hace siempre las cosas como a mí me gustaría. No es perfecto. Ningún Protagonista lo es. Pero se ha ido haciendo cada vez más sensible a lo que yo le susurro al oído. Y en ese proceso, al igual que él me creó a mí, yo le he ido creando a él.

Antes le importaba mucho la opinión de los demás, el no ofender, el no equivocarse, el reconocimiento externo, el no decepcionar a algunas personas, el permanecer en el terreno políticamente correcto, el ser popular, el ser el primero en las competiciones. Ahora hace las cosas por convicción propia. Le importa el propósito vital, el aprendizaje, la libertad, la lealtad, la autenticidad. Y le importa un carajo la popularidad y que alguien se ofenda por lo que dice o hace. True, wild, free, unapologetic. Eso es lo que yo le susurro al oído, y ésa es ahora su identidad. Medallita para Frank por un trabajo bien hecho.

La voz con la que conversas en tu cabeza es la energía que esculpe quién eres. Asegúrate de que esa voz es buena. Y si no lo es, destrúyela y crea una nueva que sí lo sea, porque es el compañero de viaje del que nunca podrás escaparte.

La calidad de tu Consejero determina la calidad de tu identidad. Y la calidad de tu identidad determina la calidad de tu vida.

Pura vida,

Frank.

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El hábito con mayor impacto en el conjunto de una vida https://cuestiondelibertad.es/mayor-impacto/ Sat, 04 Jan 2025 19:51:13 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11503 Hoy Frank Spartan cumple 50 años. Técnicamente soy mucho más joven que eso, porque hice mi aparición en escena hace relativamente poco tiempo. No sabría decir exactamente cuánto. Quizá mi presencia se empezó a manifestar entre 10 y 15 años atrás. Pero mi anfitrión, ese impetuoso y querido amigo al que le susurro cosas al […]

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Hoy Frank Spartan cumple 50 años.

Técnicamente soy mucho más joven que eso, porque hice mi aparición en escena hace relativamente poco tiempo. No sabría decir exactamente cuánto. Quizá mi presencia se empezó a manifestar entre 10 y 15 años atrás. Pero mi anfitrión, ese impetuoso y querido amigo al que le susurro cosas al oído de vez en cuando para que no pierda el rumbo, alcanza hoy el medio siglo.

La verdad es que no le ha ido del todo mal al muchacho. Ha tenido su ración de dificultades a lo largo de los años, algunas muy jodidas, y las ha superado con todas las plumas. Observando dónde está, qué hace, por qué lo hace y cómo es, no puedo menos que felicitarle. Frank le ha enseñado algunas cosas que él no acertaba a ver por sí mismo, es cierto. Pero he de reconocer que él lo ha hecho bastante bien. Muchas personas saben – o intuyen – lo que deben hacer para que les vaya bien en la vida, pero pocas lo hacen. Por eso tantas vidas discurren tan por debajo de su potencial.

Hoy podríamos hablar de muchas de esas cosas que añaden valor a una vida. Pero ya que es un día especial, vamos a centrarnos en un aspecto de máximo impacto. Y lo vamos a hacer con la siguiente pregunta:

¿Cuál es el hábito individual que tiene – o tendría – mayor influencia positiva en el conjunto de tu vida?  

Esta es una pregunta interesante, porque te obliga a observar todo lo que haces – o lo que podrías hacer que todavía no haces – y reflexionar sobre qué es lo que aporta más valor… en conjunto.

Te puede parecer una pregunta fácil de responder, pero no lo es.

No lo es, porque las cosas que hacemos tienen efectos que no son solamente directos, sino también indirectos. A veces, esos efectos son contrapuestos. Y a veces, se producen en diferentes momentos de tiempo.

Tomarme unas cervezas con unos amigos tiene el efecto directo de la diversión en el momento, pero el indirecto de la resaca y dolor de estómago del día siguiente.

Ver otro capítulo de la serie de Netflix tiene el efecto directo de entretenimiento en el momento, pero el indirecto de estar más cansado al día siguiente por la exposición a la pantalla y por restar horas de sueño.

No decir lo que realmente pienso durante una discusión tiene el efecto directo de no alimentar el conflicto en el momento, pero el indirecto de sentirme frustrado después por haberme callado algo que me gustaría haber dicho.

Etcétera, etcétera.

No, no es tan sencillo.

Muchas de las cosas que hacemos en la vida tienen luces y sombras. Caras y cruces. Lados buenos y lados no tan buenos. Y una gran parte de esas cosas las hacemos por familiaridad, por repetición, por influencias del entorno, sin pararnos a pensar si realmente tienen un impacto positivo en el conjunto de nuestra vida, o cuáles tienen más y cuáles menos.

Pues bien, hoy vamos a poner la lupa ahí mismo.

State-Story-Strategy

El modelo mental de “las tres eses” se basa en tres conceptos: Estado, historia y estrategia. En inglés, state, story and strategy. Un concepto que se hizo popular a través de Tony Robbins, aunque yo lo escuché por primera vez de Tim Ferris.

Recuerdo que cuando era muy joven y salía de fiesta hasta muy tarde, al día siguiente, nada más despertar, iba a correr. El nivel de resaca o cansancio era irrelevante para la decisión de ir a correr. Me echaba agua en la cara, me ponía la ropa de deporte y salía por la puerta sin titubeos, me sintiera como me sintiera. Y algunas de aquellas mañanas fueron duras de pelar. Lo que salía por la puerta tambaleándose era digno de un extra de “The Walking Dead”.

Mis amigos no lo entendían. “No tiene sentido”, “estás loco”, “no sé cómo puedes hacer eso”, etcétera, etcétera. Pero yo lo seguía haciendo, una vez, y otra, y otra. Si me hubieras preguntado por qué en aquel momento, probablemente te habría dicho algo así como “porque sé que luego me voy a sentir mejor”, pero no mucho más. Por aquel entonces era un movimiento instintivo y no demasiado racional. Todavía no había unido todos los puntos. Ahora, muchos años más tarde y con muchos libros a mis espaldas, sé que aquel instinto tuvo un papel determinante en cómo se fue desarrollando mi vida. Un papel demoledor, y del que solamente ahora puedo reconocer su legítimo valor.

Aquello no fue sino una intuición visceral de un joven inexperto sobre las virtudes vitales del modelo mental de estado-historia-estrategia.

Los resultados que obtienes en la vida tienen un componente de azar que es relativamente alto. Más alto de lo que la mayoría de personas que obtienen buenos resultados creen, y más alto de lo que la mayoría de personas que obtienen malos resultados creen también.

Los primeros, porque sobreestiman la influencia de sus habilidades e infravaloran la influencia de su “buena suerte”.

Y los segundos, lo contrario.

Sin embargo, a pesar de que el azar tiene un peso muy importante en los resultados, el elemento predictor más potente de los resultados son los comportamientos.

Si el comportamiento es suficientemente bueno, durante un tiempo suficientemente largo, lo más probable es que el resultado sea bueno. Y viceversa.

Sí, puede que tengas mala suerte – o buena suerte – y no sea así. Pero no es lo más probable.

Ahora bien, como sin duda sabes ya muy bien, el comportamiento bueno no es fácil. Nada fácil. Y mantenerlo en el tiempo tampoco es fácil. Si fuera fácil, todo el mundo lo haría. Y evidentemente no es así.

Muchas veces intentamos hacer algo en el trabajo, o en un entorno social, o durante la práctica de un hobby, o cualquier otra situación, y no nos sale bien del todo. Quizá estamos cansados, o no demasiado motivados. Quizá nos da pereza o nos sentimos bajos de ánimo. Quizá hemos tenido un conflicto con alguien o una mala experiencia hace poco tiempo que seguimos recordando y que distorsiona nuestra concentración. Por la razón que sea, no tenemos el día.

Nuestro estado no es bueno.

Y cuando eso sucede, ¿qué ocurre?

Muy habitualmente, que no obtenemos muy buenos resultados. O que directamente abandonamos la tarea.

El proceso secuencial del proceso de comportamiento es el siguiente: Primero, no nos sentimos bien. El no sentirnos bien afecta directamente a lo que nos decimos a nosotros mismos a través de nuestros pensamientos, y eso afecta directamente a nuestra destreza para elegir y ejecutar la acción correspondiente.

Nuestro estado impacta en la historia que nos contamos y la historia que nos contamos impacta en nuestra estrategia. State-Story-Strategy,

La mayoría de las personas que “no tienen su día” no intentan cambiar nada. O bien abandonan su tarea o la hacen como mejor pueden, generalmente no muy bien.

Algunas otras, sin embargo, sí intentan cambiar las cosas. Pero lo que la mayoría de este grupo suele hacer es incidir sobre la segunda etapa del proceso. Intentan cambiar la historia que se cuentan a ellas mismas. Se dicen frases motivadoras, intentan concentrarse, buscan inspiración. En otras palabras, tratan de encontrar la solución dentro de su cabeza.

Y eso, amigo mío, no suele funcionar.

No suele funcionar porque la solución no está en su cabeza, sino en su cuerpo.

La raíz del problema es su estado, no su historia. Su historia es una manifestación bioquímica de su estado. Por eso, el acto de máximo impacto es cambiar su fisiología. Hacer algo para alterar las sensaciones de su cuerpo y que eso incida directamente en mayores niveles de energía, motivación y concentración.

Pero… ¿el qué?

Veamos.

El ingrediente universal para conseguir alterar el estado

El estado fisiológico afecta a tu mente más de lo que te imaginas. La sensación de cansancio, de pereza, de baja energía, de mal ánimo influencia tu postura, tu voz, tu respiración, tus movimientos. Y todo eso genera múltiples señales bioquímicas que impactan en tu forma de pensar. Impactan en cómo filtras lo que percibes del exterior y en lo que te dices a ti mismo en la cámara de eco de tus pensamientos.

La buena noticia es que hay múltiples formas de cambiar tu estado fisiológico. Algunas son particulares de cada uno y no funcionan para todo el mundo, como pueden ser las duchas frías, escuchar música o meditar. Sin embargo, hay una que es largamente universal, está al alcance de todo el mundo en prácticamente cualquier momento y tiene un nivel apabullante de evidencia empírica a sus espaldas.

El ejercicio físico.

Hacer algún tipo de ejercicio físico es el acto aislado con mayor impacto en mejorar tus niveles de energía, claridad mental, concentración y motivación de forma inmediata. Tu cuerpo se reactiva y todo funciona mejor, como por arte de magia.

Tu estado cambia.

Ya no te sientes como una víctima de lo que te sucede, sino como un ganador.

Pasas de un estado pasivo a un estado proactivo. De espectador a protagonista.

Ese cambio de estado genera un cambio en tu historia. Dejas de contarte a ti mismo una historia desempoderante y pasas a contarte una historia posibilista, empoderante, ambiciosa. Pasas del “no puedo” al “puedo” de forma instantánea y automática, como si un interruptor se activara en tu interior. Las conexiones de tu cerebro se reactivan y adquieres mayor claridad mental. Y desde ahí es mucho más sencillo elegir y ejecutar un comportamiento adecuado, así como mantener ese comportamiento en el tiempo.

En otras palabras, cuando tu estado fisiológico es bueno es mucho más sencillo obtener buenos resultados en todos los campos de tu vida, porque es mucho más probable que elijas bien y ejecutes bien.

Así que, volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿cuál es el hábito individual que tiene – o tendría – mayor influencia positiva en el conjunto de tu vida?

En la opinión de Frank Spartan, hacer ejercicio físico a primera hora del día. 

Es el hábito que tiene, con muchísima diferencia, mayor impacto positivo en el conjunto de una vida, porque es la raíz de todo. Es la puerta de entrada a un estado que genera una energía y una mentalidad ganadora para el resto del día. Y por tanto, el acto aislado con el máximo apalancamiento sobre la totalidad de tu existencia.

Si haces esto día a día, semana a semana, mes a mes, año a año, tendrás todo a tu favor para que te vaya bien. Eso es lo que me ocurrió a mí, aunque en su momento no me diera cuenta del todo.

Es curioso hasta dónde te puede llevar el hábito de salir a correr después de las noches de fiesta, ¿no crees?

Y ahora, si me disculpas, me siento un poco cansado después de contarte todo este rollo, así que voy a darme un baño en el río.

Sí, ya sé que estamos en enero. ¿Y qué?

Pura vida,

Frank.

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¿Qué sentido tiene tener hijos hoy en día? https://cuestiondelibertad.es/tener-hijos/ Mon, 16 Dec 2024 19:38:27 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11481 El otro día, mientras recorría un camino embarrado y repleto de hojas caídas en un monte cercano, comencé a reflexionar sobre el tiempo que había pasado y el que – me gustaría creer – me quedaba por delante. Pensé sobre las muchas cosas que podía hacer, y también sobre las pocas que merecía de verdad […]

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El otro día, mientras recorría un camino embarrado y repleto de hojas caídas en un monte cercano, comencé a reflexionar sobre el tiempo que había pasado y el que – me gustaría creer – me quedaba por delante. Pensé sobre las muchas cosas que podía hacer, y también sobre las pocas que merecía de verdad la pena hacer.

Me vinieron a la cabeza algunas ideas relacionadas con posibles experiencias personales. También otras relacionadas con posibles retos físicos. Y también, cómo no, algunas otras relacionadas con cómo podría dejar el mundo a mi alrededor un poco mejor que como me lo encontré.

La mente humana suele funcionar de esta manera. Cuando llegas a cierto punto en tu vida y tus necesidades básicas se encuentran largamente cubiertas, por alguna razón comienzas a preguntarte si tu vida ha tenido algún sentido. Si has hecho algo que ha merecido la pena. Si has dedicado tu tiempo y energía a una labor que dota a tu minúscula existencia de algún tipo de significado. Si vas a dejar alguna huella que te permita creer que no te vas a desvanecer por completo de la faz de la conciencia humana una vez que la dama de la guadaña te llame caprichosamente a su lado.

Hay muchas posibles formas de encontrarle significado a una vida. Muchas formas de dejar huella y transcender tu propia existencia haciendo una pequeña muesca en el recuerdo de los demás, sean los demás muchas personas o simplemente unas pocas.

Sin embargo, a pesar de la multiplicidad de las formas de hacerlo, no resulta tan sencillo en la práctica. Y es que impactar en los demás de forma duradera no es nada fácil.

El arte, el voluntariado, el emprendimiento, o el servicio desinteresado a tu comunidad son posibles caminos para conseguirlo. Esas vías suelen funcionar bien como fuente de sentido de la vida, pero sólo para una pequeña minoría de personas. Todas las demás, el grueso de la humanidad, no suelen elegir esas alternativas o no encuentran sentido alguno en ellas. Recorren otras travesías vitales, sin darle al asunto demasiada importancia durante mucho tiempo, y no les queda más remedio que improvisar otras soluciones para saciar su creciente sed de propósito cuando alcanzan ciertas fases de sus vidas.

Afortunadamente, hay un camino que está al alcance de muchas personas, y que ha representado, a nivel colectivo, una fuente consistente de sentido vital a lo largo de las diferentes culturas y civilizaciones en la historia:

La familia.

En concreto, los hijos.

Las acciones dirigidas al cuidado de los hijos y a facilitar y promover su bienestar a lo largo de las diferentes etapas de su vida son una de las fuentes más potentes y efectivas de significado para las personas. Cientos de millones de padres y madres orientan cada día sus decisiones y su comportamiento con estos objetivos en mente, y “ser un buen padre” o “ser una buena madre” es un logro que lleva aparejado uno de los niveles más intensos de satisfacción vital de todos los logros posibles en el mapa existencial de las personas. Es una de esas cosas en las que es muy difícil argumentar un “depende”, porque es un fenómeno biológico universal y las excepciones a esta regla suelen ser anomalías extremas.  

Sin embargo, por mucha evidencia empírica histórica que exista al respecto, los tiempos cambian. Y con ellos, cambian también gradualmente las estrategias para encontrarle sentido a una vida. La estrategia de tener hijos, por ejemplo, está perdiendo terreno en la carrera hacia la satisfacción vital, al menos en Occidente.

¿Por qué?

Veamos.

Las razones de la disminución en el número de nacimientos

Cuando investigas un poco sobre las razones de la tendencia a la baja en el número de nacimientos en Occidente, el argumento más saliente es el económico. “No me lo puedo permitir” es la respuesta más habitual, y también la menos complicada de aceptar. “Todo está muy caro”, “no puedo comprar una casa”, etcétera, etcétera. Es un argumento tan sencillo de entender y que se siente tan cierto en las propias carnes, que tendemos a darlo por bueno y a no indagar mucho más allá.

Y es que esto es, evidentemente, muy difícil de refutar. La evolución de los precios del mercado inmobiliario en Occidente en relación con los ingresos de las familias ha provocado que el acceso a la vivienda en propiedad sea cada vez más difícil. Y esto influye significativamente en la decisión de tener hijos o no, porque tener un piso en propiedad es un componente fundamental en nuestra sensación de estabilidad vital, lo cual a su vez es un ingrediente emocional clave en la decisión de formar una familia.

De igual forma, el incremento de precios que se viene produciendo en muchas categorías de consumo ha provocado que la sensación de incertidumbre se extienda más allá del mero acceso a la vivienda en propiedad y alcance otras dimensiones del día a día. La cesta de la compra, las facturas, el ocio, las vacaciones. Es inevitable “sentir” que todo es económicamente más inaccesible que antes, y por eso la gente se resiste a tener hijos.

¿Es esto realmente así?    

En parte sí. Los datos son los datos.

Pero ésa no es toda la verdad.

No es toda la verdad, porque la caída de la natalidad es un fenómeno global, no sólo de Occidente. Se produce también en áreas donde los precios no han subido tanto, y se sigue produciendo en países donde los incentivos económicos del gobierno para que los ciudadanos tengan hijos han sido muy sustanciales, como Noruega y Hungría.

No, las dificultades financieras no son la única causa. Quizá no son siquiera la causa principal. Hay factores culturales que tienen una influencia quizá subliminal, pero tremendamente relevante, en las decisiones sobre tener o no hijos:

  • La creciente incorporación de la mujer al trabajo y la mayor priorización de su carrera profesional. 
  • El creciente escepticismo sobre la estabilidad de la pareja en el contexto del número de separaciones y divorcios.  
  • El “hook-up culture” o cultura del “pille”, donde las relaciones esporádicas priman sobre el compromiso a largo plazo, y su correspondiente efecto pernicioso en la infidelidad y las expectativas sobre las relaciones de pareja en general.
  • El progresivo deterioro de valores tradicionales como la familia y la religión en favor del individualismo hedonista y el nihilismo, una tendencia consistente en las diferentes civilizaciones de la historia a medida que éstas adquirían un nivel suficiente de desarrollo económico.
  • La aparición de las redes sociales y el hábito de constante comparación con los demás.
  • El feminismo radical y su “demonización del hombre”, con sus implicaciones en el creciente conflicto social entre sexos.
  • La ralentización de la carrera profesional de la mujer – y de su compensación económica – con respecto al hombre tras su decisión de tener hijos.
  • El adoctrinamiento “woke” de una parte de la población con axiomas del tipo “es poco ético tener hijos porque contribuye a la sobrepoblación y el cambio climático”.
  • La visión pesimista de la realidad que los medios de comunicación implantan en la conciencia de las personas a través de la información que diseminan.

En línea con este último punto, el gráfico siguiente refleja el nivel de optimismo sobre el futuro global que ostentan los habitantes de los diferentes países.

Como puedes ver, los países de Occidente, los más ricos, son los más pesimistas, mientras que los países de regiones más pobres son los más optimistas. La visión derrotista del mundo que los países de Occidente reciben a través de los medios de comunicación ha eclipsado las evidencias contrastadas de progreso económico, derechos y libertades de sus sociedades, provocando que sus habitantes sean más pesimistas sobre el futuro que los habitantes de sociedades con – objetivamente – mayores dificultades.

Todos estos factores culturales influyen, y mucho, en la decisión de tener hijos, porque determinan las creencias que las personas adoptan sobre el entorno al que traerían a esos hijos, las posibilidades que tendrían para criarles adecuadamente, y todo aquello a lo que tendrían que renunciar, en el plano de su libertad y felicidad individual, para poder hacerlo. Las “dificultades económicas” son el motivo que sale automáticamente de la boca de todos cuando les preguntan, pero la realidad es que los factores culturales mencionados ya predisponen a los jóvenes a renunciar, desde un punto de vista puramente filosófico, a ese camino vital. Y con este paradigma mental, cualquier dificultad financiera percibida con la que te encuentres te manda a la lona, si es que decides salir siquiera a pelear.

En épocas pasadas, las personas tenían hijos a pesar de las dificultades financieras. Los hijos se tenían “aunque no te lo pudieras permitir”, y después te las arreglabas para salir adelante como podías, en familia. No era ni mejor ni peor. Era distinto. Otra cultura, otros valores, otras prioridades.

¿Era duro? Sí. ¿Daba sentido a tu vida y te proporcionaba un motivo de peso para luchar y mejorar? También.

Sea como sea, estamos donde estamos. Entender las causas no significa poder revertir las tendencias. Para muchas personas en nuestra sociedad actual, tener hijos seguirá sin ser la mejor opción, y quizá esta postura se establezca durante mucho tiempo como la opción mayoritaria.

Si es así, que así sea.

Pero seguro que te imaginas que tu amigo Frank no se va a limitar a contarte todo este rollo por nada.

Te voy a presentar una idea.

Una idea que puede contener, a pesar de tener a todas las corrientes culturales en contra, un camino para que algunas personas encuentren verdadero sentido a su vida a través de los hijos, incluso en un mundo tan complejo y repleto de dificultades como el actual.

La libertad intergeneracional

Dejemos a un lado las complicaciones financieras y las influencias culturales por un momento, ¿te parece? Centrémonos, pura y exclusivamente, en las implicaciones de tener hijos desde un punto de vista existencialista y espiritual.

Lo más sencillo es decir que esto es cuestión de opiniones. Que no todo el mundo piensa igual. Pero hilemos un poco más fino.

Hay algo que podemos asegurar de forma contundente:

La inmensa mayoría de personas que tienen hijos no lo cambiarían por nada del mundo.

A pesar de las dificultades, las frustraciones y los sacrificios.

¿Por qué?

Porque da sentido a su vida.

Un sentido verdadero, genuino, poderoso.

Sí, hay muchas situaciones en las que las cosas no salen bien entre padres e hijos. Imprevistos, complicaciones, enfermedades, deterioro en las relaciones. Pero, aun así, el haber hecho las cosas lo mejor que has podido para que a otra persona que no eres tú mismo – y a la que quieres más que nadie en el mundo – le vaya bien, es un bastión existencial inexpugnable, capaz de dotar a tu vida de propósito incluso en las circunstancias más adversas. No sólo por la entrega a otro ser humano, sino por el convencimiento de que, en cierto modo, tú seguirás existiendo en esa persona después de tu propia muerte. Es la forma más efectiva que tenemos a nuestro alcance para rozar la inmortalidad. Y pocas cosas pueden competir con algo así, a la hora de preguntarte a ti mismo si tu vida tiene algún sentido.

Hoy en día muchas personas deciden no dar el paso, por las razones que hemos visto. Pero las que lo dan no se arrepienten. Todo lo contrario. Una vez están dentro, no concebirían su vida de otra forma. Si cruzas la puerta, la evidencia demuestra que no naufragas, existencialmente hablando. De un modo u otro, te las arreglas para llegar de una pieza al puerto del propósito vital.

El asunto es, entonces, si lo que te impulsa a cruzar la puerta es más o menos poderoso que lo que te impulsa a no cruzarla.

Y si esto es así, la pregunta clave es la siguiente:

¿Cómo puedo estar suficientemente seguro de que, si tengo un hijo, las cosas le van a ir bien?

Porque, si lo estuvieras, la decisión de cruzar esa puerta sería mucho más fácil, ¿no es verdad? Tener hijos es una fuente de propósito vital empíricamente contrastada, pero aun así no quieres jugártela, especialmente con la corriente cultural actual cada vez más en tu contra. Antes de decidir tener hios, quieres estar muy seguro de que les va a ir bien. Y a poder ser sin sacrificar tu felicidad individual por completo teniendo que comer sopa de sobre 7 días a la semana para poder pagarles el colegio.

Aquí es donde entra a jugar el concepto de libertad intergeneracional.

Reducido a su máxima esencia, la estrategia de libertad intergeneracional es la instauración de una serie de valores y hábitos de comportamiento que maximizan la probabilidad de que tus descendientes funcionen en el mundo con destreza y autonomía, y por tanto sus posibilidades de ser felices y de encontrar propósito a sus vidas. Lo cual redunda, a su vez, en propósito para la tuya propia.

¿Y cómo consigues que tus hijos funcionen en un mundo tan complejo e impredecible con destreza y autonomía?

No hay manera de saberlo con seguridad. Pero hay 3 elementos que elevan considerablemente las probabilidades de que así sea. Hay algunos otros, sí, pero ninguno tan importante como estos tres:   

  1. Habilidades clave y conocimiento distintivo
  2. Capacidad de adaptación al cambio
  3. Autonomía financiera

Veamos cómo puedes construir cada uno de ellos.

1. Habilidades clave y conocimiento distintivo

Las habilidades clave son un conjunto de cosas que el sistema de educación tradicional no cultiva en sus “usuarios”, pero que resultan fundamentales para desenvolverse con destreza en el mundo laboral (y no laboral) de cualquier época y lugar.

Y como el sistema de educación tradicional no las promociona, ni tiene aspecto de hacerlo en un futuro próximo en absoluto, vas a tener que facilitarles a tus hijos el acceso a dichas habilidades tú mismo. Al menos en un principio.

Y estas famosas habilidades… ¿cuáles son?

Pensamiento crítico. Argumentación. Síntesis. Comunicación. Carisma y persuasión. Hablar en público. Negociación. Creatividad. Habilidades sociales. Emprendimiento. Técnicas de venta.

Si quieres que tus hijos se desenvuelvan con destreza en el mundo que les espera cuando sean adultos, es tu responsabilidad educarles en estas áreas. El sistema educativo no lo hará. Tendrás que hacerlo tú mismo en la medida que puedas y delegar en otras personas especializadas en la medida que no puedas.

Pero Frank, eso significa…

Sí, correcto. Eso significa que tendrás que dedicar un dinero extra – y probablemente un tiempo extra – a educar a tus hijos en esas habilidades. Cuanto antes lo sepas, mejor te planificarás. Y cuanto antes empieces, mejor les irá a ellos. Si no lo haces, saldrán del colegio sin ningún tipo de competencia al respecto, y eso les limitará enormemente en el mundo real.

Si piensas que exagero, think again. No exagero en absoluto. El éxito en el mundo real depende, cada vez más, de la pericia en esas habilidades.

El conocimiento distintivo es un concepto diferente a las habilidades clave. Hace referencia a que tus hijos se hagan expertos en un área concreta, la que sea, en la que desarrollen un nivel de maestría que les diferencie de la mayoría. Eso requiere tiempo y concentración. Y, por tanto, requiere interés. El tema en cuestión les debe apasionar, o al cabo de poco tiempo perderán la motivación para aprender.   

Descubrir algo en lo que quieres profundizar de verdad no es sencillo. A veces, no sucede hasta bien entrada la edad adulta. Por eso hay que probar, y probar y volver a probar, hasta que la tecla suene. Y cuando encuentras aquello sobre lo que quieres aprender, has de comprometerte con ello de verdad. No basta con saber lo que otros saben. Tienes que ir más allá. Tienes que descubrir cosas nuevas, o combinar las existentes de una forma nueva. Tu conocimiento ha de ser distintivo, diferenciador, y actualizarse constantemente. Porque eso es lo que te proporcionará auténtico valor profesional y lo que atraerá a las oportunidades hacia ti.

2. Capacidad de adaptación al cambio

El mundo hacia el que vamos es incierto, pero una de las características que podemos arriesgarnos a predecir que tendrá, sin gran riesgo de equivocarnos, es que será “rápidamente cambiante”. Otras épocas también sufrieron cambios rápidos y recurrentes, pero el ritmo de cambio se ha acentuado muchísimo con la disrupción tecnológica de los últimos 20 años y la reciente aparición generalizada de la IA. La realidad es que no tenemos ni idea de cómo será el mundo hacia el que vamos, qué profesiones no sobrevivirán, qué profesiones cambiarán radicalmente y qué profesiones que aún no conocemos aparecerán de la nada.

En este entorno, hay una habilidad que proporciona un valor incalculable para la satisfacción laboral y vital: La versatilidad y la capacidad de adaptarse a los cambios del entorno.

A veces se nace con este talento. No suele ser el caso. La capacidad de adaptación es un músculo que se puede entrenar. Y la forma de entrenarlo, como en cualquier otro músculo, es someterlo a una dosis adecuada de estrés. En otras palabras, has de acostumbrar a tus hijos a situaciones nuevas y desconocidas mientras crecen, para que vayan entrenando su capacidad de adaptación. Se resistirán, sí. Sufrirán un poco, sí. Estarán mucho mejor preparados para lo que viene, también.

3. Autonomía financiera

“El dinero no da la felicidad”, y tal y tal y tal.

Gilipolleces.

El dinero es el hilo conductor de la experiencia vital en la civilización occidental. Si andas mal de dinero, tu experiencia vital se verá seriamente limitada. Si andas bien de dinero, tendrás mayor acceso a la posibilidad de vivir una vida más plena.

Acceso a la posibilidad. Sin garantías.

Si andas bien de dinero, pero lo usas mal, la pifiarás. Si lo usas bien, te ayudará a ser más feliz. Es así de simple. Por eso el dinero es importante. Y pensar que no es importante es una mentalidad perdedora, porque no hará sino truncar tus probabilidades de ser feliz.

Ahora que hemos aclarado este punto, pasemos a lo que el dinero significa en la práctica en el contexto de tener hijos.

Empecemos por el principio: Si quieres estar lo suficientemente seguro de que a tus hijos les va a ir bien en la vida, debes construirles los primeros trazos de un camino que se dirija hacia su autonomía financiera. Por la sencilla razón de que la autonomía financiera es necesaria para tener cierta libertad de movimientos, y la libertad de movimientos es un activo de valor incalculable en el mapa de su satisfacción vital. No solamente porque les permitirá mayor facilidad para poder adaptarse a un mundo en constante cambio, sino también para poder hacer realidad sus motivaciones vitales a medida que van viviendo su vida.

¿Y cómo demonios puedes “construir los primeros trazos de un camino que se dirija hacia su autonomía financiera”?

Bueno, aquí hay varios aspectos importantes, pero la primera piedra es siempre la misma:

Empieza por tu propia salud financiera.

Si quieres estar suficientemente seguro de que a tus hijos les va a ir bien, les vas a tener que poner gasolina en el depósito. El circuito de carreras del mundo al que nos dirigimos es complicado y es probable que vayan a necesitar tu apoyo para recorrer los primeros kilómetros. Pero es posible que tu apoyo emocional no sea suficiente. Puede que necesiten también apoyo financiero durante algún tiempo. También es posible que no, pero no es la hipótesis con la que debes funcionar. Ya sabes, por si acaso.

¿En qué áreas de su crecimiento pueden necesitar tu apoyo financiero?

Primero, para aprender las habilidades clave que el sistema educativo no puede enseñarles.

Segundo, para desarrollar su aprendizaje de conocimiento distintivo y su diferenciación profesional.

Tercero, para empezar la carrera en un ecosistema que favorezca la optimización de su desarrollo profesional y vital. En un lugar que sea adecuado y con personas a su alrededor que les ayuden a sacar lo mejor de sí mismos.

Todo esto va a necesitar, muy probablemente, apoyo financiero. No suele venir del aire. Y debes prepararte con antelación para eso, optimizando tu propia salud financiera: Tu valor profesional, tu capacidad de generación de riqueza y tus habilidades de gestión de esa riqueza con buenos hábitos financieros.

Sí, colega. El estar suficientemente seguro de que a tus hijos les va a ir bien empieza por poner tu propia casa en orden. Así dispondrás de recursos para favorecer que ellos empiecen a correr desde una buena línea de salida y en una buena dirección. Después, es cosa suya. Y así debe ser. Puedes ayudarles a empezar, pero nunca debes correr por ellos ni protegerles de poder aprender de sus errores.

Te dejo con una idea final, pero ésta ya es para nota.

Puedes también planificar tu propia vida para dejar a tus hijos, cuando abandones este mundo, suficiente riqueza para que, junto con los ahorros que ellos mismos hayan generado con su esfuerzo, dispongan de libertad financiera. O, dicho de otro modo, de capacidad para hacer lo que realmente les apetezca, sin que el dinero constituya una gran restricción.

Si has hecho las cosas bien y tus hijos las hacen medianamente bien, es posible que lleguen ahí por sí mismos. Es posible que su conocimiento distintivo, su valor profesional diferencial y los hábitos financieros que les inculcaste les conduzcan de forma natural por ese sendero hacia la libertad financiera. Pero es también posible que se encuentren dificultades. Es posible que su camino sea más duro del que anticipas y que tengan que sacrificarse más de lo deseable para poder vivir, a pesar de todo lo que has hecho para prepararles lo mejor posible.

En este contexto, regalar a tus hijos oxígeno y libertad para que puedan construir, una vez que hayan luchado y sufrido lo que les toca, una vida más acorde con sus intereses tendría muchísimo valor, porque incidiría directa y enormemente en su satisfacción vital. Eso sería un broche de oro en tu contribución hacia ellos y el sentido de tu propia vida. Y ellos se verían, posiblemente, inspirados para hacer lo mismo con sus propios hijos.   

Esto es la libertad intergeneracional: Un conducto para transmitir felicidad y propósito vital de padres a hijos, de forma continuada, con una estrategia intencional de construcción de valor a través de las diferentes etapas del camino, en un mundo en constante cambio.

Sí, tienes razón. No es una alternativa fácil. Resulta mucho más fácil decidir no cruzar la puerta de tener hijos y dedicarse a viajar y disfrutar de los muchos placeres que te puede ofrecer la vida, sin tantas preocupaciones y tribulaciones. Pero cualquiera que haya vivido muchos años te dirá, lo mismo que los grandes pensadores a lo largo de los siglos, que nada que merece de verdad la pena suele ser fácil.

Quién sabe. Quizá esta idea de libertad intergeneracional pueda dar a algunas personas el empujoncito que necesitan para cruzar esa puerta que tanto nos intimida en los tiempos que corren, y así poder disfrutar de esa gran fuente de satisfacción vital que son los hijos. Esa que se encuentra al otro lado de la derrotista y pusilánime cortina de humo de nuestra cultura.  

Pura vida,

Frank.

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Por qué debes generalizar https://cuestiondelibertad.es/generalizar/ Sun, 08 Dec 2024 11:40:24 +0000 https://cuestiondelibertad.es/?p=11451 Uno de los rasgos más característicos de nuestra era es la dificultad para acercarnos a la verdad sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Hay una gran cantidad de información que fluye hacia nosotros constantemente por canales diferentes. Nuestra capacidad de atención y asimilación es limitada. Una parte muy relevante de dicha información suele estar […]

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Uno de los rasgos más característicos de nuestra era es la dificultad para acercarnos a la verdad sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Hay una gran cantidad de información que fluye hacia nosotros constantemente por canales diferentes. Nuestra capacidad de atención y asimilación es limitada. Una parte muy relevante de dicha información suele estar sesgada, o incluso ser falsa. Y, por si todo eso fuera poco, el entorno en el que nos encontramos nos condiciona materialmente a la hora de sacar conclusiones sobre todo aquello de lo que recibimos información. 

La consecuencia de todo esto es que formar creencias sobre el funcionamiento del mundo con una base sólida es jodido. Y eso resulta un problema, porque nuestras creencias conforman la perspectiva mental con la que abordamos cualquier situación en la práctica, y por tanto son un ingrediente fundamental en los resultados que obtenemos… e indirectamente la felicidad que experimentamos.

Las creencias que vamos adoptando a lo largo del tiempo son largamente invisibles a nuestros ojos. Son como el agua en la que nada un pez. El pez no se da cuenta de que el agua está ahí, porque no conoce la experiencia vital alternativa de ausencia de agua. De igual forma, cuando adoptamos una creencia, nuestro cerebro no suele ser consciente de la existencia de esa creencia. La creencia está ahí, pero opera en un plano muy sutil. Y sin embargo, tiene una función tremendamente relevante en nuestra vida, porque filtra la información que recibimos del exterior, colorea su interpretación y determina las decisiones que tomamos.

Enfocar la luz hacia nuestro proceso de formación de creencias, y de esa forma hacernos más conscientes de él, es una herramienta fundamental para depurar nuestro entendimiento del mundo y mejorar nuestra toma de decisiones. Y una de las piezas clave de este ejercicio es hacer algo que tiene muy mala prensa en sociedad y que es habitualmente objeto de múltiples críticas.

Generalizar.

Veamos por qué nuestra predisposición y habilidad para generalizar no solamente no es algo malo, sino que en realidad es algo muy deseable para entender mejor el mundo y tomar mejores decisiones.

“No se puede generalizar”

Entremos en uno de los argumentos más malinterpretados en la historia de los debates y un ejemplo muy curioso de cómo muchas personas no piensan con demasiada claridad a la hora de elegir qué creen.

Con toda seguridad habrás oído la expresión “no se puede generalizar”, o “no siempre es así”. Es un comentario muy típico que suele surgir cuando dos personas tienen opiniones diferentes sobre el comportamiento de un colectivo. Una de ellas expone su tesis, discuten, y al final alguien dice algo así como “eso no es así, porque yo conozco un caso en el que bla bla bla”. Y esa anécdota personal se presenta como un argumento demoledor que refuta brutalmente la débil – y moralmente reprochable – postura del interlocutor.

La gran mayoría de personas huye de las generalizaciones precisamente por esta razón. Piensan que se exponen a que los demás les lancen ejemplos concretos de casos que parece que invalidan la generalización por completo. Por eso, las personas tienden a interpretar el mundo en términos de “no se puede generalizar”, “cada caso es un mundo”, o “depende”. Eso les parece lo más sabio y prudente.

Parece lógico, ¿no es verdad?

Pues bien, Frank Spartan te dice que eso es una gilipollez. Si te limitas a pensar así, tienes las gafas de interpretación manchadas de alquitrán. Y es probable que muchas de las cosas que crees sobre cómo funciona el mundo estén equivocadas.

Pero ¿qué es lo que estás diciendo, Frank? ¿Acaso dices que debemos generalizar? ¿Y si nos equivocamos? ¿No es eso imprudente e insensato?

Al contrario. Acostumbrarte a generalizar es lo más sensato que puedes hacer si quieres entender mejor el mundo. Las personas que piensan con claridad piensan en generalizaciones. Piensan en tendencias, patrones, probabilidades. Las que no piensan con claridad piensan en casos puntuales, en excepciones, en “dependes”.

Ahora bien, generalizar es un arte, colega. No vale hacerlo de cualquier manera, como vamos a ver a continuación.

Razonamiento inductivo vs. razonamiento deductivo

Empecemos por una aclaración importante. Tu objetivo a la hora de generalizar no es llegar a la certeza absoluta, sino al resultado más probable.

¿Por qué?

Por dos razones. La primera es que saber cuál es el resultado más probable de algo te ayuda a decidir sobre cómo debes actuar con respecto a ese algo. Y la segunda es que no vas a llegar a la certeza absoluta por mucho que quieras, porque al generalizar sobre el mundo estás haciendo razonamiento inductivo, no razonamiento deductivo.

En el razonamiento deductivo, la conclusión es cierta si las premisas son ciertas. Si “todas las tazas de esta casa son de color verde” y “tengo una taza de esta casa en la mano” son premisas ciertas, la conclusión “tengo algo verde en la mano” es necesariamente cierta. No necesito comprobar nada para llegar a la conclusión. Es un razonamiento deductivo lógico, sin ningún margen de error.

En el razonamiento inductivo, por el contrario, no pretendemos llegar a una conclusión absolutamente cierta. No partimos de premisas, sino de observaciones empíricas. Partimos de experiencias, de datos, de piezas sueltas del puzzle. Pero no tenemos todas las piezas. Tenemos algunas. Y en base a las piezas que tenemos, “inducimos” la conclusión. Una conclusión que no es necesariamente cierta con total seguridad, pero que sí consideramos probable.

Cuando la policía está investigando un caso, no están deduciendo. Están induciendo. Cuentan con una serie de pistas (datos empíricos), y con esas pistas llegan a una conclusión probable de lo que sucedió realmente.

En tu camino por la vida, estás constantemente expuesto a información sobre experiencias. Algunas de ellas te suceden a ti, otras les suceden a personas que conoces, otras les suceden a desconocidos y aparecen en los medios de comunicación o en investigaciones académicas o científicas.  Cómo interpretas esas experiencias con las que entras en contacto es lo que va conformando tus creencias sobre el funcionamiento del mundo. En concreto, tu pericia a la hora de observar e inducir. Si no induces, no estás entendiendo el mundo. Y si induces mal, estás entendiendo el mundo mal.

Esta es la razón por la que el argumento de “no siempre es así” es el argumento más vacío e inútil que existe contra una generalización. Evidentemente no siempre es así. Pero si coges un caso al azar, ¿es más probable que sea así o es más probable que no lo sea? Esa es la pregunta clave.

El debate en el que debes centrarte es si la generalización (= «inducción») está construida de una forma suficientemente robusta, o no lo está. Centrar el debate en casos aislados anecdóticos para refutar una generalización es una estrategia que dice a gritos que no estás pensando con claridad, porque no estás diciendo absolutamente nada de valor. Centrarse en la excepción a la regla no te da ningún punto. Lo que te da puntos es argumentar cuál es la regla más adecuada y por qué, no señalar excepciones a las reglas ajenas.

Ahora que hemos desplegado las virtudes de inducir para poder interpretar el mundo con destreza, veamos lo que debemos tener en cuenta para hacer una buena inducción.

Las bases de una inducción robusta

Inducir es un ejercicio que merece la pena, pero las bases del proceso de inducción deben ser sólidas. Y ello implica la combinación armónica de 3 ingredientes:

  1. Una cantidad de observaciones (datos) suficiente: No puedes inducir bien con una muestra muy pequeña
  2. La ausencia de sesgo en las observaciones: Los datos deben ser equilibrados, no sesgados hacia un lado u otro. En otras palabras, no puedes filtrar los datos que te interesan para llegar a la conclusión que quieres 
  3. Un proceso adecuado de extracción de conclusiones: Básicamente, matemáticas (y quizá estadística dependiendo de la complejidad del asunto) y lógica.

En el mundo de hoy, el ingrediente más complicado de conseguir es probablemente el segundo, por la sencilla razón de que las fuentes de información tradicionales (TV, periódico, radio, podcasts) están generalmente muy sesgadas desde un punto de vista ideológico y político. Si los datos que obtienes proceden de esas fuentes de información tradicionales, lo más probable es que tus datos no sean equilibrados. Y si tus datos no son equilibrados, tu conclusión de inducción no es válida.

Afortunadamente, ahora tenemos Twitter. O, mejor dicho, “X”. Y “X” te puede gustar más o menos, pero es el medio más eficaz actualmente, con muchísima diferencia, para obtener datos más o menos equilibrados mediante el contraste. En “X” puedes ver lo que dice una persona y qué evidencias tiene para apoyar lo que dice, y al mismo tiempo puedes ver lo que dice otra persona que opina lo contrario, y qué evidencias tiene para hacerlo. No es perfecto y no podrás llegar a la verdad absoluta, pero a través del contraste proactivo de la información es posible que te acerques bastante a la “verdad” sobre muchos temas.

Eso sí, vas a tener que estar dispuesto a leer regularmente a fuentes y personas con las que no congenias desde el punto de vista ideológico, y tener la mente abierta para intentar entender por qué dicen lo que dicen. Requiere esfuerzo. Sin esfuerzo, y sin un interés genuino por la búsqueda de la verdad, la probabilidad de que tus datos sean equilibrados se reduce, porque caerás en la trampa del sesgo de confirmación y solamente prestarás atención a la información que no contradice tus creencias previas.

Ese es el precio de poder inducir bien. Nadie dijo que interpretar el mundo de forma adecuada fuera cómodo y fácil. No lo es. Por eso hay tan poca gente que lo hace.

El papel de la generalización en nuestra cultura

A pesar de lo valioso que pueda resultar el ejercicio mental de generalizar (= “inducir”) a la hora de interpretar el mundo, no es lo más políticamente correcto que existe en la cultura que nos ha tocado vivir. En otras palabras, a muchas personas les incomoda que alguien generalice, y es posible que le critiquen por ello.

¿Por qué?

Bueno, las posibles razones de este fenómeno son variadas. Puede que se perciba que es una generalización mal hecha. Puede que esas personas se sientan atacadas por la conclusión y la consideren injusta para aquellos casos que son “excepciones a la regla”. Puede que la conclusión, por muy robusta que sea la inducción, choque con su ideología dominante. Puede ser que esas personas no piensen con demasiada claridad. Y puede ser una combinación de todas ellas.

La realidad es que las personas que inducen con atino están en minoría. Y como quizá hayas comprobado alguna vez, una persona que no está acostumbrada a inducir con atino, o a no inducir en absoluto, no suele entenderse bien con alguien que sí lo está. Tienen gafas diferentes y hablan idiomas diferentes. Y las probabilidades de que se produzca un conflicto inútil en un intercambio de opiniones son elevadas. Por eso, lo más prudente es que te guardes tus inducciones para ti mismo y las utilices como guía de comportamiento propio, o a lo sumo que las compartas explícitamente con personas con claridad mental suficiente. Todo lo demás es una pérdida de tiempo y una receta muy eficaz para generar malos tragos.

Bueno, basta de rollo. Ilustremos toda esta palabrería con un par de ejemplos prácticos de generalizaciones sobre fenómenos de actualidad. Y por supuesto, elijamos algunos que sean políticamente incorrectos, relevantes para el bienestar general de nuestra sociedad y con alta carga emocional. Ya sabes, para que sea entretenido.

1. La guerra de sexos

La constante comparación entre hombres y mujeres alimentada por el feminismo nos ha dado pie a intentar entender mejor las dinámicas reales entre ambos sexos. Estamos inmersos en una cultura en la que la importancia y las virtudes del papel de la mujer en sociedad se ensalzan constantemente, mientras que las de los hombres se demonizan. Pero… ¿es así como funciona realmente el mundo?  ¿Es eso lo que refleja la evidencia empírica? ¿Qué tipo de inducciones podríamos hacer aquí?

Veamos algunas posibles.

La inmensa mayoría de las cosas que nos proporcionan calidad de vida y utilidad práctica, así como su mantenimiento para que sigan funcionando, las crean los hombres.

¿Es esta generalización cierta? En base a la observación empírica, sí.

Los hombres más capaces consiguen mejores resultados que las mujeres más capaces en la inmensa mayoría de las ocupaciones profesionales.

¿Es esta generalización cierta? Si observamos los profesionales reconocidos como los más competentes en cada profesión, tanto a nivel nacional como global, es así.

Los hombres son más violentos y cometen más crímenes que las mujeres.

¿Es esta generalización cierta? En base a la observación empírica, sí.

Las mujeres proporcionan más y mejor apoyo emocional en momentos difíciles que los hombres.

¿Es esta generalización cierta? En base a la observación empírica, sí.

Los hombres salvan más vidas y protagonizan más actos de heroísmo que las mujeres.

¿Es esta generalización cierta? En base a la observación empírica, sí.

Los hombres son violadores y asesinos en potencia.

¿Es esta generalización cierta? No, porque es una falacia de razonamiento deductivo. Es como decir que los humanos son suicidas en potencia, porque solamente los humanos se suicidan. Hay muy pocos suicidas en proporción al número de humanos, y por tanto no es una característica típica, sino muy atípica, de los humanos.

Contrastando estas generalizaciones y algunas otras podemos interpretar mejor lo que realmente está pasando con la guerra de sexos, qué tipo de argumentos tienen validez y qué tipo de soluciones tienen sentido.

La interpretación políticamente correcta en el momento actual es que las mujeres están repletas de virtudes y no tienen más impacto en el funcionamiento del mundo porque el oscuro fantasma del patriarcado lo impide. Esta interpretación no resiste el primer soplido de análisis de razonamiento inductivo. Sin embargo, es la narrativa predominante en nuestra cultura. Y eso dice mucho de las habilidades de inducción de las personas, así como de su interés y compromiso por encontrar la verdad.

Lo que la observación empírica nos lleva a concluir mediante inducción es que los hombres son más capaces de protagonizar los extremos de la distribución de comportamientos. Son más violentos, pero también más heroicos. Tienen más presencia en los trabajos más deseados, pero también en los menos deseados. Son más capaces de destruir, pero también más capaces de crear. Son menos capaces de dar apoyo emocional, pero también más capaces de trabajar más horas en condiciones más difíciles y de jugarse la vida para dar soporte a su familia.

“El crimen es una perversión de la inteligencia del hombre. Es el equivalente asocial a la filosofía, las matemáticas y la música. No hay un Mozart mujer porque no hay un Jack el Destripador mujer.”

Camille Paglia

Así que podemos decir, sin mucho riesgo de equivocarnos, que la adopción de la narrativa de la demonización del hombre en la cultura actual es un gigantesco montón de mierda ideológica y política, empíricamente incierta y con resultados de convivencia social poco alentadores. Y que sería deseable que cada vez más personas llegaran a esta conclusión para poder construir una interacción entre sexos más equilibrada, más sana y con base más sólida en la realidad observable.

2. La polarización política entre derecha e izquierda

La polarización política entre derecha e izquierda se encuentra en uno de los momentos más intensos de la historia. El tamaño del grupo poblacional que apoya ciegamente a partidos políticos de izquierdas es muy similar al del grupo poblacional que apoya ciegamente a partidos de derechas. La crispación entre ambos grupos va en aumento, y ello tiene consecuencias perniciosas para todos.

Dejemos a un lado las emociones por un momento y centrémonos en la realidad observable. ¿Qué es lo que podemos observar a lo largo de la historia?

¿Hay una correlación positiva entre libertad individual y progreso?

Sí, la hay.

¿Hay una correlación positiva entre recompensa al mérito individual y progreso?

Sí, la hay.

¿Hay una correlación positiva entre comunismo, pobreza y muerte?

Sí, la hay.

¿Hay una correlación positiva entre alta desigualdad económica y conflictos sociales violentos?

Sí, la hay.

¿Hay una correlación positiva entre libertad de pensamiento y riqueza de valores humanos?

Sí, la hay.

¿Hay una correlación negativa entre magnitud del estado y eficiencia en la asignación de recursos?

Sí, la hay.

¿Hay evidencias de que suele ser un muy pequeño grupo de personas quien suele crear los grandes beneficios para todos los demás, con su capacidad de innovación, asunción de riesgos, genialidad y esfuerzo?

Sí, las hay.

La historia demuestra que las sociedades que mejor han evolucionado son las que han promocionado activamente los valores de la libertad, la recompensa del mérito individual, el esfuerzo, la investigación, el emprendimiento. Las que han establecido un sistema de incentivos que recompensa los resultados obtenidos. Las que aceptan que haya desigualdad de situaciones, porque las personas tienen diferentes capacidades y no obtienen los mismos resultados si les permites operar libremente.

Sin embargo, la historia también demuestra que, si ciertos límites de desigualdad entre clases se superan, se producen conflictos violentos que pueden – y suelen – destruir lo creado. A veces, estos conflictos son legítimos porque los que triunfan medran con argucias, injusticias y engaños. A veces, los conflictos son simplemente fruto de la envidia. Y es que la historia demuestra, una y otra vez, que la envidia es un elemento consustancial al ser humano, desde los tiempos de Platón hasta hoy.  

Mediante la observación, llegamos a la conclusión de que la historia ha sido, en su mayor parte, monarquías hegemónicas, con breves periodos de interludio de democracias. Y que, incluso en esos periodos democráticos, los gobiernos solían funcionar con ansias de poder y de beneficio propio, en lugar de priorizar el beneficio del pueblo. Las situaciones en las que los gobernantes hicieron bien su trabajo – favorecer la felicidad y la prosperidad del pueblo – son muy poco comunes en la historia. Quizá uno de los pocos sea el periodo de la “Paz Romana”, desde el gobierno de Nerva hasta el gobierno de Marco Aurelio, los denominados “los 5 emperadores buenos” según Maquiavelo (The lessons of history, Will Durant).  En ese periodo, se priorizó la libertad, la competencia y el mérito de una forma benévola, justa y equilibrada. Y el ser humano prosperó en todos los sentidos, porque tenía los incentivos adecuados a su alrededor.

El razonamiento inductivo nos lleva a la conclusión de que la libertad, la justicia y los incentivos al mérito individual son la base del progreso de una sociedad, porque con ellos se obtiene lo mejor de los seres humanos. Y necesitamos extraer lo mejor de los seres humanos para que el desarrollo del potencial individual redunde en el bienestar común y el desarrollo de la especie. En vista de que la historia demuestra que los gobernantes no suelen funcionar más que en beneficio propio salvo en casos excepcionales, el estado debe tener un tamaño y un nivel de intromisión en la sociedad reducidos, limitarse a proporcionar los servicios públicos necesarios, proteger a los desfavorecidos y mantener las desigualdades sociales bajo control, para minimizar las probabilidades de conflictos violentos que desestabilicen el progreso humano. Nada más, y nada menos.

Este es el sistema que la observación empírica de la historia y el razonamiento lógico demuestran que funciona mejor, por mucho que tus emociones personales y tu opinión subjetiva de “lo que es justo” te digan lo contrario.

Conclusión

No tengas miedo de generalizar. Para poder entender el mundo debes intentar generalizar mediante un procedimiento sólido de inducción, especialmente en las áreas de la vida que te importan de verdad por su potencial impacto en ti y los tuyos.

Debes intentar descubrir patrones y tendencias, y debes aprender a leer probabilidades. Esas son las fibras de la realidad, y si no te esfuerzas en verlas, irás como un tronco a la deriva y no entenderás gran cosa de lo que sucede a tu alrededor.

Pero si no quieres hacer el esfuerzo, no te preocupes. Siempre podrás recurrir al “no siempre es así” y al «no se puede generalizar», con expresión de que has dicho algo realmente inteligente y políticamente correcto sobre cómo funcionan las cosas. Seguro que estarás en nutrida compañía.

Pura vida,

Frank.

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