Dos cosas que no debes confundir

Un año más vivido, una nueva muesca en el cinturón.

Ha sido un año muy interesante. Un año repleto de hábitos y actividades con gran potencial para generar alta rentabilidad vital en las siguientes etapas de mi vida. Y también un año de notable decrecimiento en las actividades que empobrecen cuerpo, mente y espíritu.

En el sinuoso campo de lo que podemos controlar con nuestras propias decisiones, creo que Frank Spartan puede salir del ring de 2022 con la cabeza bien alta. Así que me debo a mí mismo una palmadita en la espalda y varias merecidas cervezas de celebración en buena compañía.

Sin embargo, hay una gran parte de lo que nos sucede que no podemos controlar. El azar ha golpeado este año en mi vida y lo ha hecho con dureza. Han sucedido cosas largamente inesperadas que han convulsionado mi día a día, hasta el punto de que todo lo demás, todo lo bueno, parecía verse inexorablemente succionado por un interminable agujero negro de apatía y desesperación.

A nadie le gustan los momentos oscuros. Ninguno tenemos particular interés por experimentar tristeza y dolor. Pero los momentos oscuros contienen un brillo oculto, porque cristalizan en una claridad mental de la que los momentos alegres a menudo carecen. Permiten a nuestra intuición discernir, de forma inequívoca, aquello que es realmente importante y aquello que no lo es tanto, especialmente en un campo concreto: Nos permiten entender qué relaciones personales debemos cuidar, honrar y agradecer por ser extraordinariamente valiosas, y qué relaciones personales son, en su esencia fundamental, circunstanciales y anodinas.

Puedes creer que ya sabes distinguir cuáles de tus relaciones pertenecen a cada uno de esos dos campos, pero es posible que te equivoques. No hay manera de saberlo con certeza hasta que llegan los momentos oscuros. Son estos momentos los que muestran la verdad.

Y la verdad, a veces, es dura de digerir.

Es posible que personas con las que creías que tenías un vínculo poderoso te decepcionen, y personas con las que creías que tenías un vínculo menos poderoso te sorprendan positivamente. Y es que hay un fenómeno muy curioso del que todos nos vamos haciendo conscientes, sea explícita o sutilmente, a medida que pasa el tiempo: Lo único que de verdad importa no es lo que las personas a tu alrededor piensan o sienten, sino lo que las personas a tu alrededor hacen o no hacen.

El mundo en el que vivimos no nos impulsa precisamente en la dirección adecuada. Estamos inmersos en una cultura que favorece, en todas direcciones, el progresivo adormecimiento del alma. Y la consecuencia de esta tendencia es doble: Por un lado, la desconexión con nosotros mismos. Y, por otro lado, la desconexión con los demás, por muchos “likes” que nos den a las gilipolleces banales que colgamos en las redes sociales y a otros despliegues narcisistas de nuestra marca personal.

Vivimos en un mundo “fake”. Las relaciones personales se están industrializando y siendo despojadas de profundidad, transparencia, sinceridad e intimidad a ritmo vertiginoso. Nuestros actos no emergen de un deseo genuino de hacer que los demás se sientan bien, sino del deseo egoísta de sentirnos bien nosotros mismos recibiendo validación y aceptación de los demás.  

Esta forma de vivir puede pasar largamente desapercibida en nuestras relaciones personales en algunas fases de la vida, pero se nota, y mucho, cuando los demás atraviesan momentos oscuros. Es en esos momentos cuando se ven nuestros auténticos colores.

En relación con este asunto, hablemos de dos cosas que a menudo confundimos: La sensibilidad y la compasión.

La forma más clara de explicar la diferencia entre ambas es ésta: La compasión se manifiesta en la realidad externa con actos intencionales que requieren esfuerzo y dedicación. La sensibilidad, aunque se viva intensamente, se queda muerta de risa en nuestro fuero interno.    

La mayoría de nosotros somos sensibles, pero no compasivos. En otras palabras, sentimos, pero no hacemos nada especial al respecto. De hecho, se podría decir que vivimos en un mundo de virtuosismo moral que recompensa la hipersensibilidad, aunque lo realmente meritorio – lo único meritorio – sea la compasión.

  • Ser sensible es mandar un mensaje a un amigo por su cumpleaños. Ser compasivo es cantarle una canción o ir a visitarle a su trabajo con una botella de vino.
  • Ser sensible es llamar a tu madre de vez en cuando. Ser compasivo es dejar a un lado las cosas que tienes que hacer para dar un paseo con ella y escuchar con paciencia cómo habla de los mismos temas y repite las cosas una y otra vez.
  • Ser sensible es decir “ánimo” cuando alguien está pasando por un mal momento. Ser compasivo es escribirle una carta o esforzarte por verle, mirarle a los ojos y decirle que vas a estar ahí cuando lo necesite, pase lo que pase.   
  • Ser sensible es decirle a alguien que piensas a menudo en él. Ser compasivo es alterar tu rutina diaria para hacerte más presente y que esa persona te sienta más cerca.
  • Ser sensible es no querer molestar y mantenerte a distancia. Ser compasivo es dedicar tiempo a encontrar formas creativas de transmitir tu cariño y ponerlas en práctica, aun a riesgo de que te equivoques al hacerlo.

Ser sensible es ser mediocre. Ser compasivo es ser especial.

Mi deseo de año nuevo para ti es éste: Que le jodan a tu sensibilidad.

Abraza la compasión. Haz más allí donde debes. Sé más valiente. Arriésgate. Sal de la mediocridad y sé alguien especial para aquellas personas en tu vida que se lo merecen.

Hay un mundo de diferencia entre practicar sensibilidad y practicar compasión en tus relaciones más importantes. Y los demás aprecian a la perfección cuál de las dos es tu brújula cuando te relacionas con ellos, especialmente en los momentos difíciles.

Felices fiestas y pura vida,

Frank.