En la última escena de la película “El Lobo de Wall Street”, el protagonista Jordan Belfort, interpretado con gran atino por Leonardo Di Caprio, aparece impartiendo una clase magistral de técnicas de venta a un grupo de hambrientos aprendices. Tras unos segundos observando al público, se acerca lentamente a la primera fila, saca un bolígrafo del bolsillo y se lo ofrece a uno de los asistentes mirándole fijamente a los ojos, mientras le dice: “Véndeme este bolígrafo”.
El asistente en cuestión traga saliva, coge el bolígrafo con mucho cuidado y empieza a describir sus virtudes. “Este es un bolígrafo que bla, bla, bla.” Belfort escucha impasible durante unos segundos. Después se lo quita sin mediar palabra y se lo da a la persona que está al lado.
“Véndeme este bolígrafo”, repite.
Y tras varios asistentes intentándolo, la película termina.
Años después. en una entrevista con el auténtico Jordan Belfort, una persona del público le pregunta sobre la escena del bolígrafo. Belfort responde que todos los intentos de venta en aquella escena de la película fallaron, porque los asistentes empezaron a venderle las virtudes del bolígrafo sin saber lo que realmente le interesaba a él. “En primer lugar, tendrían que haberme hecho algunas preguntas para conocerme mejor. Empezaron a venderme a ciegas, sin saber quién era yo ni lo estaba buscando. Ese fue su error”.
Según Belfort, las personas deseamos cosas diferentes por motivos diferentes. Esos deseos planean en nuestras cabezas de forma ininterrumpida y nos impulsan a comportarnos de una forma o de otra ante las situaciones que se nos presentan. Y si queremos conseguir algo de los demás, es crucial que primero intentemos entender lo que esas personas desean y por qué, para poder abordarles mejor. Si no lo hacemos, estaremos actuando “a ciegas”.
Este es un enfoque interesante, porque nuestra perspectiva natural de enfocar las situaciones es vernos a nosotros mismos como el centro del universo. La realidad que percibimos a través de los sentidos no es la realidad objetiva, sino la versión sesgada que ya ha recorrido el filtro de nuestra conciencia. El mundo real es aséptico, incoloro e indiferente, pero nuestro cerebro recibe la información del exterior y elabora una historia repleta de significado personal, con nosotros mismos como protagonistas principales.
Protagonistas repletos de virtudes y carentes de defectos, por supuesto. Mi opinión es la buena, mi dios es el verdadero, mi ideología política es la acertada y mi equipo de fútbol es el más virtuoso. Es todo es tan obvio que no entiendo cómo los demás no se dan cuenta de ello.
Debido a la influencia tan poderosa – y tan subliminal – de esta perspectiva sesgada sobre el mundo, el ponernos en el lugar de los demás para intentar entenderles (lo que comúnmente denominamos “empatía”) requiere un esfuerzo consciente que no es menor. Ese río no fluye de forma natural, ni mucho menos. Hemos de pausar la película que nuestro cerebro proyecta automáticamente desde que nacemos, cambiar de registro y observar la realidad con nuevas gafas, incorporando a otros protagonistas con idiosincrasias, deseos y circunstancias diferentes a – y a veces incompatibles con – las nuestras.
El problema es que la casuística de la empatía es ilimitada. Cada persona tiene sus particularidades únicas, y es impracticable intentar comprenderlas todas para adaptarnos al caso concreto que tenemos delante. No siempre tenemos tiempo, ganas u oportunidades para hacer preguntas antes de vender un puñetero bolígrafo.
Sin embargo, hay un fenómeno de comportamiento que prácticamente todos nosotros compartimos, porque es consustancial al ser humano desde el principio de los tiempos. De él emergen la mayoría de nuestras motivaciones y deseos más relevantes como miembros de una sociedad. Y si entendiéramos un poco mejor la naturaleza de este fenómeno, probablemente seríamos capaces de desarrollar un nivel de percepción más fino sobre los demás – y nosotros mismos – sin necesidad de profundizar en los detalles concretos que rodean cada situación. Eso nos permitiría conseguir nuestros objetivos, sean los que sean, con mayor destreza.
¿Y cuál es ese fenómeno tan troncal del comportamiento humano del que se derivan deseos, objetivos y motivaciones?
Veámoslo.
La búsqueda de estatus
Las personas buscamos, lo primero de todo, tener las necesidades básicas cubiertas. Comida, bebida, abrigo, cobijo. Pero una vez conseguido todo eso, empezamos a buscar otras cosas. Continuamos ascendiendo sin descanso por la empinada pendiente de la pirámide de nuestras aspiraciones, Maslow dixit.
Después de haber satisfecho las necesidades más primarias y acuciantes, un nuevo horizonte se extiende ante nosotros. La pertenencia al grupo y la conexión con los demás aparecen en nuestro mapa de deseos como por arte de magia. La tribu nos protege, física y emocionalmente, y anhelamos sentir el cálido manto de esa protección, cueste lo que cueste. Por eso, al relacionarnos con otras personas en entornos relativamente nuevos, tendemos a ser particularmente “majos”. Mostramos nuestra mejor cara. Nos gusta gustar, como saben muy bien los arquitectos de las redes sociales. Y viceversa, nos disgusta no gustar. Mucho más de lo que nos gusta gustar.
Todo esto es vox populi. La inmensa mayoría de nosotros lo conocemos o lo intuimos sin necesidad de ser Pitágoras. Sin embargo, en este punto de nuestro trayecto vital se empieza a desarrollar un fenómeno psicológico más sutil, que no es tan obvio como los otros que hemos descrito hasta ahora.
Las personas no sólo queremos pertenecer y conectar. Queremos medrar, progresar y mejorar. No solamente con respecto a la versión anterior de nosotros mismos, sino también, y muy especialmente, en relación con las personas que nos rodean.
Somos constantemente conscientes de, y especialmente perceptivos a, nuestra posición relativa con respecto a los demás.
La concepción mental de dónde estamos ubicados con respecto al resto del grupo está presente en nuestra perspectiva relacional en todo momento. Nuestra posición con respecto a los otros, y la de cada uno de los otros con respecto a los demás. Hay un ranking de posiciones relativas que vive y late dentro de nuestras cabezas, y que construimos y actualizamos constantemente a través de un complejo entramado de percepciones, creencias, experiencias prácticas y símbolos de todo tipo.
Esto es lo que llamamos “estatus”.
¿Y por qué el estatus está siempre presente en nuestras cabezas? ¿Por qué es tan importante desde una perspectiva biológica y evolutiva?
El estatus es la gasolina que más contribuye a que consigamos – o no consigamos – lo que queremos. En un contexto de interdependencia social, económica y profesional, el lugar percibido que ocupamos en el ranking de nuestro grupo de referencia es el ingrediente que más peso tiene en nuestra capacidad de conseguir recursos. En la prehistoria, esto consistía en la simple capacidad de obtener comida, protección de los miembros de la tribu y acceso a parejas sexuales. Hoy en día esto consiste en la capacidad de influenciar a los demás para conseguir nuestros objetivos, sean cuales sean, en un entorno de reglas sociales mucho más complejas.
El ranking relativo que los demás nos asignan es un gran determinante de cómo de efectivos seremos jugando al inescrutable juego de la vida. En una sociedad civilizada, nuestra capacidad de conseguir lo que queremos depende muy mucho de nuestra capacidad de conseguir que los demás nos faciliten las cosas. Con el respeto y la cooperación de los demás podemos atravesar océanos y alcanzar cimas que nunca serían posibles si jugáramos a este juego solos, o si no contáramos la cooperación de los demás.
Pero ese supuesto ranking del que hablas, Frank, ¿en qué consiste? ¿Cómo se mide? ¿Qué criterio utilizan las personas para asignar una posición relativa a alguien dentro de un grupo?
Esa es una buena pregunta.
La respuesta es… depende.
Los juegos de la vida
Cuando Frank Spartan habla con otras personas sobre este anhelo compartido y natural de conseguir estatus, a menudo percibo que existe cierta reticencia a aceptar su existencia, o al menos a justificarlo desde una perspectiva moral. Es como si nos avergonzara admitir públicamente que queremos mejorar nuestra posición relativa dentro de nuestro grupo de referencia. Como si fuera una tara o un defecto que diluye nuestra calidad humana a ojos de los demás.
Sin embargo, por mucho esfuerzo que hagamos por presentar nuestra mejor imagen en el plano social, nos estamos haciendo trampas al solitario. Las investigaciones a este respecto son concluyentes:
- Nuestros sistemas de satisfacción son más relativos que absolutos. Importa más lo que recibimos con respecto a los demás que lo que recibimos en sí mismo. Preferimos recibir 3 si el otro recibe 2, que recibir 4 si el otro recibe 5. ¿Ilógico? Sí. ¿Real como la vida misma? También.
- La pérdida de estatus en el grupo de referencia y la sensación de imposibilidad de recuperarlo es una de las causas más relevantes de ansiedad y depresión, y la humillación pública es uno de los catalizadores de ejercicio de la violencia más poderosos que existen.
- Las personas de nuestro grupo de referencia que elevan su estatus por encima del nuestro no suelen despertarnos demasiada simpatía, porque nos hacen sentir pequeños. Tenemos la sensación de que nosotros “perdemos” algo cuando los otros se elevan, porque la diferencia con ellos – que es lo que realmente nos importa – se expande.
Esta es la naturaleza del ser humano. Queremos subir en el ranking, porque intuimos – acertadamente – que así podremos conseguir más de lo que deseamos y vivir una vida mejor. Nos aterra deteriorar nuestra posición relativa, y no nos alegra particularmente – aunque lo expresemos diferente en público – que los demás mejoren la suya con respecto a nosotros.
El estatus es algo que nos otorgan subjetivamente los demás. Como tal, es un elemento elusivo, frágil, que no podemos controlar del todo. Y nuestra sed por mantenerlo o mejorarlo es insaciable, porque a pesar de su naturaleza inestable, lo vemos como la piedra angular del acceso a nuestros deseos a lo largo de las diferentes fases de la vida.
Nadie se convierte en un asesino en serie por admitir que todo esto es un comportamiento humano natural. Desde un punto de vista biológico y evolutivo, desear estatus es absolutamente lógico, y una de las razones por las que todo este empeño que tenemos por la igualdad en nuestra cultura actual nunca alcanzará los resultados que sus promotores – que curiosamente suelen desear encarecidamente conseguir estatus para ellos mismos – anhelan.
No queremos ser iguales que los demás, sino mejorar (o al menos no empeorar) nuestra posición con respecto a ellos. Unos lo consiguen, fruto de una combinación de privilegios genético-circunstanciales y cierta dosis de fortuna, y otros fracasan. Y no hay nada de malo en ello. Siempre ha sido así, y siempre así será. Por mucha discriminación positiva y restricciones a la libertad que se inyecten artificialmente en el sistema, siempre habrá desigualdad entre nosotros. Tendemos natural e inevitablemente a ella.
Ahora que hemos aclarado que la idea de desear estatus no es una maldad abominable y propia de una mente retorcida y criminal, sino algo totalmente natural, pasemos a otro tema muy relevante:
No todos jugamos al mismo juego.
Hay muchas formas diferentes de conseguir estatus.
- El dinero, por ejemplo, es uno de los juegos de estatus más habituales. Dentro de este juego, el que parece que tiene más posesiones materiales – percibido por los demás a través de comportamientos y símbolos como el trabajo que tiene, la casa en la que vive, el coche que conduce, la ropa que viste, las aficiones que tiene, con quién se relaciona, etcétera, etcétera – consigue (o los demás le asignan) mayor estatus.
- La importancia de la posición profesional es otro juego de estatus muy popular. En él, el que parece que tiene un título o posición profesional “que suene importante” en cierto tipo de organizaciones, recibe mayor estatus por parte de los otros jugadores.
- La calidad y profundidad de la red de contactos es otro juego popular de estatus. En él, el que exhibe mayor capacidad de conseguir cosas valiosas a través de sus relaciones personales o profesionales recibe mayor estatus.
- El poder político dentro de una organización es otro juego de estatus. En él, el que más manda (poder ejecutivo) recibe mayor estatus.
- El éxito es otro juego muy popular de estatus. En él, el que más y mayores triunfos (que sean relevantes para los jugadores) colecciona dentro del ámbito concreto, recibe mayor estatus. La promoción profesional, el objetivo de ventas, el campeonato de liga, la carrera universitaria, la compra de un piso, la venta de la empresa.
- El atractivo físico es otro juego muy popular de estatus. En él, el que mejor se ajusta a los cánones de belleza de la cultura del momento recibe mayor estatus. La explosión del fitness, los filtros de Instagram, las liposucciones, la cirugía plástica, los implantes capilares, el bótox, etc. son diferentes estrategias que los jugadores utilizan en este juego.
Estos son algunos de los juegos más habituales en los que millones y millones de personas participan intensamente, todos los días del año, afanándose por escalar posiciones con respecto a los otros jugadores del mismo juego. Muchos de nosotros, quizá la inmensa mayoría, jugamos y jugamos sin ser ni siquiera conscientes de ello. No lo somos, porque no vemos el agua en la que nadamos.
“This is water”
Hace 20 años, el 21 de mayo de 2005, el autor David Foster Wallace se presentó ante la clase de graduados del Kenyon College y pronunció el discurso de graduación anual.
Foster Wallace comenzó su discurso con una simple parábola:
“Dos peces jóvenes están nadando juntos y se encuentran con un pez más viejo que nada en dirección contraria. El pez viejo hace un gesto con la cabeza y les dice: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Los dos peces jóvenes siguen nadando un rato, y finalmente uno de ellos mira al otro y pregunta: “¿Qué demonios es el agua?»”
Las realidades más importantes se esconden a simple vista. Nuestras creencias. Nuestras suposiciones. Nuestras interpretaciones. Nuestros valores predeterminados. Conforman toda nuestra realidad sin que nos demos cuenta de su existencia.
Foster Wallace añade: “La clave está en mantener la verdad siempre presente en la conciencia diaria.”
Estás jugando a uno o varios juegos de estatus. Es muy posible que no te des cuenta, pero lo estás haciendo. Todos lo hacemos. Y debes ser dolorosamente consciente de ello. Si no lo eres, no podrás elegir bien el juego al que merece la pena que juegues, y dejar pasar el juego que no.
Pero no nos adelantemos. Sigamos con el discurso de Foster Wallace:
“En realidad, no existe el ateísmo. No existe la falta de adoración. Todos adoramos. La única opción que tenemos es qué adorar. Si adoras el dinero y las cosas materiales, si esas son las fuentes de tu significado vital, nunca tendrás suficiente. Adora tu cuerpo, tu belleza y tu atractivo sexual y siempre te sentirás feo. Adora el poder y terminarás sintiéndote débil y asustado, y necesitarás cada vez más poder sobre los demás para insensibilizarte a tu propio miedo. Adora tu intelecto y, al ser visto como inteligente, terminarás sintiéndote estúpido, un fraude, siempre a punto de ser descubierto.
Lo insidioso de estas formas de adoración no es que sean malvadas o pecaminosas, sino que son inconscientes. Son configuraciones predeterminadas. Son el tipo de adoración en la que uno se va deslizando gradualmente, día tras día, volviéndose cada vez más selectivo con lo que ve y la forma en la que mide el valor, sin ser nunca plenamente consciente de ello.”
Cuando caemos ciegamente en la adoración de estos valores culturales predeterminados (riqueza, bienes materiales, posición profesional, títulos, poder) nunca nos sentimos libres. La verdadera libertad proviene de la conciencia (primero) y la elección (después). Sólo una elección consciente del juego de estatus al que queremos jugar, del dios al que queremos adorar, de la forma en la que medimos el valor de la vida, lleva a la manifestación práctica de la auténtica libertad, que es el ingrediente básico de nuestra satisfacción vital.
El discurso de Foster Wallace termina con un poderoso pensamiento:
“El verdadero valor de una verdadera educación no tiene casi nada que ver con el conocimiento, sino con la simple consciencia; la consciencia de lo que es tan real y esencial, tan oculto a plena vista a nuestro alrededor, todo el tiempo, que tenemos que recordárnoslo a nosotros mismos una y otra vez: Esto es agua. Esto es agua.”
Ahora que tenemos el foco de luz – o de consciencia – en el problema de jugar a ciertos juegos sin darnos cuenta, pasemos a evaluar lo siguiente.
¿A qué tipos de juegos de estatus tiene más sentido jugar? ¿Y a qué otros juegos de estatus, a pesar de su enorme popularidad, no lo tiene tanto?
El auténtico atractivo de un juego de estatus
En este tema podría extenderme mucho, pero voy a ir directo al grano.
Hay una brújula infalible para detectar cuándo un juego de estatus es realmente atractivo para ti y cuándo no lo es tanto, y es ésta:
El que las reglas del juego las marques tú o las marque otro.
En otras palabras, que tengas libertad de jugar como quieras, y que haciéndolo puedas ganar.
Los juegos de estatus tradicionales suelen tener un elemento común: Las reglas las marca otro. Y si no juegas con esas reglas, no puedes ganar.
Para obtener y mantener un título profesional deseado, tienes que satisfacer permanentemente a tus jefes.
Para proyectar que tienes dinero, tienes que manifestar tu riqueza en objetos y actividades visibles para los demás, de forma permanente y cada vez más exigente.
Para obtener y mantener una imagen de éxito, tienes que lograr premios y recompensas públicas y notorias cada vez más grandes.
Para obtener los codiciados “me gusta” en las redes sociales, tienes que postear cosas que la gente quiere ver.
Tu victoria en estos juegos de estatus depende íntegramente de los caprichosos e inestables deseos y preferencias de los demás. Y como tal, estos juegos te llevan irremediablemente a un estado de ansiedad y a una incómoda sensación de falta de control. Ganes o pierdas. No estás en paz, porque el suelo tiembla constantemente bajo tus pies.
Estos tipos de juegos, a pesar de su enorme popularidad, no tienen atractivo vital auténtico. Guárdate muy mucho de caer en sus fauces. Si no te das cuenta de que el agua está ahí y defines tu identidad en base a tu posición relativa en estos juegos, estás jodido, por muy arriba que estés en el ranking.
Sí, puede que no seas del todo consciente de que estás jodido, porque te hallas en nutrida compañía. Pero lo estás.
Aunque un poco consciente de ello sí que lo eres, ¿no es así? Esa voz de tu interior, que te susurra al oído en los momentos de tranquilidad, te lo dice de vez en cuando.
Lo sabes.
Simplemente, te da miedo dejar de jugar.
Te da miedo perder tu posición en el ranking.
Los juegos de estatus con auténtico atractivo no son tan populares. No brillan tanto. Nadie tira cohetes, ni recibe piropos, ni sube a escenarios, ni recibe medallas. Pero son juegos en los que tú eliges cómo jugar, y en los que aun así puedes ganar.
En estos juegos sigues dependiendo de los demás, porque el estatus te lo asignan ellos. Pero las reglas las pones tú, en ámbitos que te interesan de verdad. Con el objetivo de estar orgulloso de ti mismo y del uso que das al tiempo del que dispones en este mundo. El estatus que te asignan los demás en estos juegos es una segunda derivada de esa motivación, no un fin en sí mismo.
Por ejemplo, puedes dedicarte a ser extremadamente competente en un aspecto de tu trabajo, o en una actividad o hobby particular. Aprendiendo, experimentando, descubriendo, comprometiéndote. A tu manera, con tus circunstancias y tu personalidad. Y eso, además de proporcionarte satisfacción personal intrínseca, te generará el respeto y la admiración de los demás. Posiblemente, también recompensas económicas, oportunidades y éxitos. Pero todo eso es una derivada del objetivo principal y no el objetivo en sí mismo.
Puedes dedicarte a ser el mejor amigo de tus amigos. Servicial, atento, comprensivo, detallista, honesto, paciente. Simplemente, porque te gusta tener relaciones excepcionales, y decides dedicarle a esto una energía y atención que otros no dedican. Esto, además de la satisfacción intrínseca de hacer bien algo que merece la pena, hará que obtengas el cariño y la apreciación de los demás, y ellos probablemente harán cosas por ti en el futuro que no harían por otros. Pero eso, de nuevo, es una derivada del objetivo principal y no el objetivo en sí mismo.
Puedes dedicarte a vivir con libertad y autenticidad en tu vida. Puedes poner límites, puedes renunciar, puedes arriesgarte, puedes honrar la llamada de tu fuero interno en cada decisión importante y aceptar las consecuencias. Eso, además de la satisfacción intrínseca de ser fiel a ti mismo, hará que los demás te admiren por tu valentía, y probablemente inspires a otros a vivir de forma más libre y auténtica. Una vez más, esto último es una derivada del objetivo principal, y no el objetivo en sí mismo.
Todos estos son juegos de estatus también. Y están ahí, disponibles para todo aquel que quiera jugar. Pero no tienen una hilera de focos de luz apuntándoles, como tienen otro tipo de juegos.
Recuerda: Hay muchos juegos de estatus por todas partes. No todos son igual de populares, ni conducen al mismo tipo de recompensas, ni a la admiración y cariño del mismo tipo de personas, ni al mismo nivel de paz interior, ni a la misma sensación vital de autenticidad, ni al mismo convencimiento al final del camino de haber aprovechado bien el tiempo.
Cuando observes el conjunto de tu vida en tus últimos años, jugarás al juego de estatus al que nadie se escapa, por mucho que corran. Ese en el que tu Yo Auténtico, el Yo desprovisto de excusas y mentiras, te mira directamente a los ojos y te pregunta si has vivido como debías haberlo hecho. Cómo de lejos te encuentres entonces con respecto a las expectativas de ese Yo Auténtico es el ranking que más debe importante. Quizá el único que deba importarte.
Debes ser consciente de todo esto y elegir, o el mundo elegirá por ti. No olvides el agua, porque está ahí.
El arte de la vida no es tanto saber cómo ganar, sino saber dónde jugar.
Pura vida,
Frank.