Todos los días suceden cosas extraordinarias.
Sin embargo, a menudo no nos damos cuenta de ello. Nuestra mente, repleta de pensamientos y distracciones, pasa muchas de estas cosas por alto.
Cuando no desarrollamos ese hábito de atención lo suficiente, nuestra memoria se centra en recordar los grandes acontecimientos. Pero con el tiempo, esos grandes acontecimientos se vuelven cada vez menos frecuentes.
La vida no es sólo grandes acontecimientos. Es, sobre todo, pequeñas cosas que suceden todos los días. Esas pequeñas cosas, que nuestra mente falla en apreciar, son las que hacen la vida realmente especial.
Esta sección incluye historias, con cierta licencia poética, sobre esas pequeñas cosas que suceden y que quizá merece la pena recordar.
Lista de historias
- La policía del aeropuerto
- La amabilidad de la bailarina
- La fiebre que creó un momento especial
- El escondido momento mágico de los martes
- En el refugio con Joe Pesci
- Un poco de pomada para la frialdad
- El café que se tornó un jarro de agua fría
- El malabarista y la sonrisa
- Cuando el tiempo se detuvo
- Y se hizo la luz
- No es lo mismo
- El vendedor ambulante
- La cueva
- La resonancia
- El pescador y la cascada
- El sillón
- El profesor
- El momento que pudo no ser
- El fluir del agua
- El joven y la barandilla
- El enigma
- El pequeño salvador
- Los ojos
- El cantautor
- Es curioso
- La niebla
- Los muñecos
- Sin Navidad, mal asunto
- El consejo de fin de año
- Feliz cumpleaños
- El Coyote
- Tiempo
- 100 toques
1. La policía del aeropuerto
Desde el final de la cola de la máquina de rayos X del aeropuerto, pude apreciar la recia expresión de su cara. La mandíbula en tensión. Los bruscos gestos que acompañaban sus órdenes a los desprevenidos individuos que atravesaban la máquina con algún objeto metálico en el bolsillo. La vena que latía en su cuello cuando alguna persona se despistaba y no seguía sus indicaciones.
Era una mujer dura. Policía. Tenía mal día y llevaba una porra al cinto.
Yo iba justo de tiempo y podía perder el avión. No era el momento de ser registrado con guantes de látex por aquella agresiva señorita.
Mi mejor estrategia era conectar de algún modo con ella. Así que atravesé la máquina con la mejor de mis sonrisas y le dije con voz grave: «¿Qué tal señorita? Le estamos dando mucho trabajo, ¿no?»
Ella me miró, perpleja. Parecía que estaba decidiendo si sacar la porra del cinto o no.
Tras unos segundos de tensión, una pequeña sonrisa apareció lentamente en su rostro y respondió, sarcástica: «Algunos estarían mejor en su casa. Adelante, por favor».
1Y así, gracias a una sencilla sonrisa y a su reflejo, todo salió bien aquel día.
2. La amabilidad de la bailarina
La noche era joven. El grupo bailaba despreocupado en un local de la zona. Yo la miraba, impresionado por su capacidad innata de hilar los pasos al son de la música sin dejar de hablar con su amiga. Era una escena perfecta, que representaba la armonía de la maestría en un arte.
Yo me afanaba en seguir sus pasos, envueltos cuidadosamente en aquel vestido azul, pero me resultaba imposible hacerlo. Sin embargo, me gustaba estar cerca de ella, por si la providencia decidía traspasarme unas gotas de su magia.
De repente, ella me miró durante unos segundos. Como si pudiera leer mis pensamientos, me cogió de la mano y me meció suavemente por la pista de baile, sonriendo con amabilidad ante mis pasos en falso y enseñándome el camino, lentamente, como si no tuviera nada mejor que hacer en aquel momento.
Y yo me dejé llevar por mi amable bailarina hasta que la canción llegó, cruelmente, a su fin.
3. La fiebre que creó un momento especial
Se fue a la cama con más docilidad de la habitual. Sus rizos dejaban entrever unos ojos cansados. Su cara ardía como el fuego y los movimientos de su cuerpo transmitían debilidad.
Por la mañana, cuando abrió los ojos, la fiebre aún le envolvía. Recorrió el largo pasillo hasta su habitación, donde intentó, a duras penas, ponerse la ropa del colegio con unas pequeñas manos que no se movían con la destreza de antaño.
Al verle, decidimos recoger de aquellas pequeñas manos un día lejos de sus padres, y depositar en ellas, como un regalo, otro día diferente. Un día que compartiría con nosotros de principio a fin, repleto de atención y actividades que alejaran a la fiebre de su pequeño cuerpo.
Y al final, curiosamente, ese regalo que le hicimos volvió multiplicado hacia nosotros. Todos esos momentos con él que, sin esa fiebre que creíamos inoportuna, no habríamos podido vivir.
4. El escondido momento mágico de los martes
Allí me estaba esperando, como cada martes, con la comida preparada. Tan pronto como oyó la llave adentrarse sigilosamente en la cerradura, abandonó lo que estaba haciendo y vino, sonriente, a darme la bienvenida.
Mientras calentaba la comida, que con tanto cariño había preparado horas antes, me preguntaba sobre mi vida. Yo respondía distraídamente, como muchas otras veces, lanzando miradas furtivas al móvil. Prestando más atención a personas para las que yo no significaba ni una pequeña fracción de lo que significaba para ella.
Entonces me di cuenta de que aquél era un momento especial. Un momento en el que debía estar presente, absorbiendo la fragilidad de permanencia de aquella situación en el tiempo. Lo mismo que debía haber hecho todos los momentos que compartí con ella, a la hora de la comida, cada uno de los martes anteriores.
Apagué el móvil y empecé a hablar de verdad, por primera vez desde que había entrado por la puerta, con aquella señora tan servicial y cariñosa que era mi madre.
5. En el refugio con Joe Pesci
Hoy he subido al monte para hacer ejercicio y reflexionar. El aire era fresco, como suave y agudo a la vez. Ideal para sentirte despierto.
Era miércoles y reinaba la calma. El bullicio habitual del refugio de la cima no era tal cuando llegué, y tuve la oportunidad de sentarme en mi mesa favorita: la que está frente a la barra al otro lado de la chimenea. Pedí un café y me puse a escribir sobre lo que había estado pensando mientras ascendía por la ladera camino hacia allí.
A mi lado había dos personas charlando animadamente. Debían de tener, diría yo, alrededor de 50 años. Uno de ellos, con un peculiar parecido físico al actor de las películas de gangsters Joe Pesci, aunque con una nariz algo más grande, parecía enfadado por algo. El volumen y tono de su voz, así como los violentos gestos de su brazo derecho, dejaban poco espacio para la duda.
No pasó mucho tiempo hasta que los bufidos de Joe Pesci ahuyentaron de malos modos a la musa de la creatividad que me había acompañado hasta que me senté allí. Así que dejé de escribir y me dediqué a saborear mi humeante café, sin poder evitar prestar atención a la conversación de mis compañeros de refugio.
“Todo da por el saco”, dijo Joe Pesci, airado. “No sé qué narices pasa con el BBVA en bolsa. Un día sube, al día siguiente baja…no entiendo nada. Estoy comprando y vendiendo todo el rato, como hace Felipe, para aprovecharme de todos esos vaivenes. Pero lo que gano un día lo pierdo al siguiente. Y luego está ese capullo de Trump, que no para de decir chorradas. Y los políticos que tenemos dan pena. Yo no sé ni para qué salimos a la calle ya.”
Joe Pesci hizo una pausa y se levantó con dificultad para dirigirse a la barra. Al de poco tiempo volvió abrazando dos pedazos de chorizo, una cerveza y una cantidad de pan que podría alimentar durante varios días a media Etiopía.
Miré mi reloj. Eran las 10.30 de la mañana. El bueno de Joe no se andaba con chorradas.
Cuando acabó de despotricar sobre el mundo, cruzó su mirada con la mía y dijo: “¿A que sí?”, abriendo mucho los ojos y levantando las cejas. No me había fijado en sus cejas hasta ese momento. Eran frondosas y me pareció que no encajaban con su pelo. La verdad es que casi nada encajaba con el pelo de Joe.
Tras oír su pregunta, reflexioné durante un breve instante y respondí: “Bueno, usted disfrute de que estamos aquí muy a gusto ahora mismo. Mientras tengamos esto, no estamos del todo mal, ¿no?”
“Ja, ja, ja… ¡eso es verdad!”, dijo. Y acabó la cerveza que había abierto hacía escasamente 45 segundos, para después aplastar la lata, con su inclemente manaza, como si fuera un acordeón.
Sonriendo, recogí mis cosas y me despedí de Joe Pesci y de su amigo. Cuando cerré la puerta detrás de mí, volví a oír su vozarrón despotricando sobre Dios sabe qué.
Y cuando bajé por la ladera del monte, pensé en la facilidad con la que nos complicamos la vida.
6. Un poco de pomada para la frialdad
Hoy fui a la farmacia a comprar una pomada anti-inflamatoria para un amigo al que la mala fortuna había saludado con un tirón en las lumbares. Uno de esos que hacen que sea difícil ver el lado bueno de las cosas mientras te acompañan y que, por tanto, requería solución inmediata.
Cuando entré en la farmacia de la esquina, había dos chicas atendiendo a los clientes. Una de ellas, la que parecía estar a cargo del establecimiento, escuchaba pacientemente a una señora que hablaba sobre las coberturas sanitarias de no sé qué medicamento. La chica asentía con la cabeza de vez en cuando, pero sus ojos cansados decían a gritos que prefería estar en otra parte.
La otra chica se acercó al mostrador a atenderme. Le expliqué lo que quería y le pregunté por cómo iba su día. Pero ella simplemente abrió un cajón, sacó una caja de su interior y la pasó por la máquina expendedora. Después dijo: «8.50», sin levantar la cabeza para mirarme.
Y claro, aquello no podía suceder de ese modo. Habría sido otra tachuela más en la pared de la mediocridad. Y esa pared tiene ya demasiadas tachuelas.
«Perdone, señorita» – le dije.
Soy plenamente consciente de la escasa frecuencia de uso de la palabra «señorita», pero la verdad es que la saco de la chistera constantemente porque, por alguna razón, capta la atención del interlocutor mucho más que no decir nada.
Ella me miró por primera vez desde que le había dicho, al entrar, lo que estaba buscando.
«¿Podrías explicarme por qué ésa es la pomada que crees que debo comprar?» – pregunté, señalando la caja que tenía en su mano izquierda.
Ella me miró, extrañada, y después miró a su compañera. Su compañera se volvió hacia mí e intervino en la conversación.
«¿Has dicho qué es para un tirón de espalda?» – preguntó.
Me pareció curioso que lo hubiera podido escuchar, en medio de la ráfaga interminable de comentarios a la que la señora que hablaba sobre la cobertura de medicamentos la estaba sometiendo.
«Sí, eso es» – dije sonriendo.
«Ésa es buena. Es la que yo me llevaría si me pasara a mí» – dijo, devolviéndome la sonrisa.
Volví a mirar a la chica que me estaba atendiendo.
«Bueno, te la llevas o no?» – preguntó.
«Ahora sí» – le dije.
Pagué los 8.50 y salí de la farmacia con mi pomada, dirigiéndome raudo al rescate de mi tullido amigo. Pero antes dije adiós a las dos dependientas.
Aunque creo recordar que, al hacerlo, solamente miré a una de ellas.
7. El café que se tornó un jarro de agua fría
Hoy por la mañana quedé con una persona a tomar un café. Era un día radiante, no sólo en lo meteorológico sino también en todo lo demás. Uno de esos días en los que estás convencido de que todo va a ir bien, pase lo que pase.
Me hacía ilusión compartir unos momentos con aquella persona. Hacía tiempo que teníamos pendiente una conversación sobre cómo nos estaba tratando la vida. Yo la quería mucho, aunque no se lo había dicho nunca mirándola a los ojos.
Ella llegó, exhausta por el calor. Nos sentamos en una mesa de la cafetería en la que habíamos decidido encontrarnos, y dejamos que la conversación fluyera como mejor le viniera en gana.
Al de unos pocos minutos que parecieron segundos, me dijo que su pareja, alguien también muy cercano a mí, había desarrollado una condición cancerígena. Ella intentó quitarle hierro al asunto, pero en lo más profundo de sus ojos se podía vislumbrar la agonía de la preocupación. Y yo sólo podía ver lo más profundo de sus ojos en aquel momento.
Cuando me despedí de ella, traté de domesticar a mi mente, loca de dolor, para que no escupiera pensamientos desalentadores. No me resultó nada fácil. De hecho, pocas cosas me han resultado más difíciles que aquello.
Y al final, me alejé caminando, con un pensamiento que había conseguido que inundara con su poder todos los recovecos de mi mente: Todo lo que tiene un principio tiene un final. Y la mejor forma, la única forma, de que esa verdad no destruya tu alma, es aprender a abrazarla y poner toda tu atención en el disfrute del momento presente.
8. El malabarista y la sonrisa
Ayer fui al colegio de mi hijo pequeño para que su profesora me diera la actualización de fin de curso sobre él. Una de esas cosas donde prefieres que no te sorprendan demasiado.
Había apurado una conversación con un amigo minutos antes y llegaba unos minutos tarde a la cita. Atravesé el patio del colegio con presteza, saludando a todos aquellos adultos y niños que no conocía, y entablando un breve intercambio de palabras con aquellos que sí.
Cuando llegué al pasillo donde se encontraba ubicada su clase, mi hijo estaba saliendo al recreo. Su mirada se iluminó al verme, y continuó iluminada mientras le contaba a otros pequeños delincuentes amigos suyos quién era yo.
Cuando desapareció, como una exhalación, por la puerta que llevaba al patio, yo apreté el paso para entrar en la sala donde aguardaba su profesora. Pero, antes de llegar, me crucé con un niño de la misma edad que mi hijo. Llevaba un balón de color morado celosamente bajo el brazo y parecía un poco cabizbajo.
«¿Quién eres tú?» – preguntó.
«Soy el papá de Lorenzo» – dije.
La expresión taciturna de su rostro no pareció cambiar. Yo empecé a dirigir mis pasos hacia la sala de la reunión, pero me detuve. Desandé mis pasos y volví a su lado.
«Pero bueno, también soy malabarista.» – dije.
«Malabarista?» – preguntó él. «¿Y eso qué es?»
«Significa que puedo dar 10 toques a ese balón con la cabeza sin que toque el suelo» – dije.
Él me miró con expresión de incredulidad, miró el balón y después volvió a mirarme diciendo: «¡Nooooo!».
«¿Me dejas el balón?» – pregunté.
Él, con cierta reticencia, me lo ofreció con las dos manos. Su mirada seguía reflejando un atisbo de desconfianza.
Cogí el balón y dí los diez toques con la cabeza sin que el balón tocara el suelo. Al verlo, sus ojos se abrieron y una gran sonrisa inundó de luz su pequeño rostro.
«Pero no se lo digas a nadie, ¿eh?» – dije, devolviéndole el balón. «Es un secreto.»
Y él salió al patio, abrazando el balón con sus manitas, con intención de convertirse también en malabarista.
9. Cuando el tiempo se detuvo
El sábado decidí llevar a mis hijos, después de su flamante actuación en la representación de fin de curso del colegio, a pasar el día con un amigo de la universidad y su familia. Fuimos como uña y carne cuando éramos jóvenes, pero la vida nos llevó por caminos diferentes durante muchos años.
A medida que pasa el tiempo, las personas van evolucionando. Los hitos vitales, las responsabilidades, su dinámica laboral, la influencia de sus parejas y el desarrollo de sus aficiones van creando pequeñas muescas en su carácter.
Cuando tienes contacto frecuente con esas personas, aprecias su evolución de forma gradual y sutil. En estos casos, generalmente la relación se amolda como la mantequilla al cuchillo. Pero cuando no se produce ese contacto frecuente, a veces te encuentras de sopetón con una persona completamente diferente a la que conociste una vez. Y en esos casos generalmente compruebas, con decepción romántica, que prácticamente ya no conectas con esa nueva persona. Compruebas que os une más el recuerdo del pasado que la realidad del presente.
Mi amigo y yo no nos habíamos frecuentado demasiado en los últimos 18 años. Él era, sin duda, diferente a como era antaño. Más centrado, más cauto, más reflexivo en sus aseveraciones. Y yo, en cierto modo, compartía su evolución en ciertas áreas, pero no tanto en otras.
Y cuando tuve la oportunidad de empezar a compartir más tiempo con él, la pregunta surgió en mi cabeza: ¿Seguiremos conectando como antes? ¿O estaremos en otra onda?
Y ayer, prestando atención a los pequeños detalles, encontré la respuesta. Su esencia continuaba siendo la misma. Detrás de la influencia de las experiencias de todos aquellos años que pasamos separados en su carácter, seguía siendo aquel joven loco y salvaje que velaba por mí en la universidad. El que me daba la mitad de su bocadillo cuando yo tenía hambre, me levantaba del suelo cuando me encontraba bajo de ánimos y me salvaba de todos los líos en los que mi imprudencia me metía.
El tipo de hambre, desánimo y líos que tengo a veces ahora son distintos de los de entonces. Pero ese joven loco y salvaje sigue estando ahí, a pesar de los años, dispuesto a ayudarme como sólo él sabe hacer. Basta con mirar con un poco de atención para poder verlo.
Y es que a veces, cuando prestas atención, el tiempo no pasa tan deprisa como parece.
10. Y se hizo la luz
El día transcurría lentamente. Era una de esas mañanas en las que el aire parecía pesar como el plomo.
Entré en el vestuario y me dirigí a mi taquilla predilecta: La que tiene el nombre de Freddie Mercury en la puerta. Sin embargo, al acercarme a ella, vi que estaba ya ocupada.
«Joder, vaya día. Y seguro que el mamón que la ha cogido oye más Christina Aguilera que Freddie», pensé. Y luego me di cuenta de que pensar algo así era una auténtica gilipollez. Probablemente lo que oía era Britney Spears.
El día no parecía mejorar en absoluto. Me dirigí a la zona de pesas a hacer mis ejercicios y encontré a varios gandules imberbes entablando una conversación sobre lo que más les gustaba de las chicas, mientras bloqueaban el paso con la misma empatía que la de un mejillón hervido. Al abrirme paso entre ellos, tuve la fortuna de escuchar un par de expresiones que habría firmado el mismo Espronceda:
«A mi me gustan culonas», fue la primera. «A mi, con que no hablen mucho, ya me vale», fue la segunda. Y esta última fue coronada por una carcajada estridente, acompañada de los mismos sonidos guturales que emitían los Critters cuando los mataban.
Tras aquel baño refrescante en literatura contemporánea, me dirigí a uno de los pasillos a hacer estiramientos, casi deseando que el día acabara lo antes posible y amanecer, al día siguiente, a un mundo nuevo con ojos nuevos . Y allí, en aquel pasillo, fue donde la vi.
Estaba atándose una de sus zapatillas y no podía ver su rostro. Así que hice lo que hago siempre: Una broma, simple y directa. Una broma que siempre da resultado y que siempre hace que te presten atención. Para bien o para mal.
Al oír mis palabras, ella me miró. Y entonces, como por arte de magia, tiñendo la oscuridad del día con una luz cegadora, apareció de la nada: Una sonrisa sincera y amplia. Especial. Cautivadora. Una sonrisa roja y blanca, perfecta y completa, que hizo que aquel aire pesado, que me había envuelto durante todo el día, desapareciera en un instante y se convirtiera en una brisa, etérea, fresca y suave, donde todo flotaba.
Poco después, en un suspiro, la sonrisa desapareció con ella. Pero, curiosamente, la pesadez del aire nunca volvió a aparecer. Fue como si aquella sonrisa lo hubiera absorbido para siempre jamás.
Aquella sonrisa que solamente duró un instante, pero que para mí duró un mundo.
11. No es lo mismo
Llegamos de aquella fiesta de cumpleaños completamente exhaustos. Era tarde y tenían hambre.
Ella salía esa noche con unas amigas a tomar algo, así que no me quedaba más remedio que improvisar la cena. Mi objetivo era sobrio y frugal: Simplemente que comieran algo sin demasiados insultos o gritos dirigidos al plato, o peor aún, hacia mi persona, y después se fueran a la cama sin prender fuego a la casa.
Mi mejor baza era el agotamiento. Confiaba en que éste hiciera mella en su capacidad para distinguir la calidad de la comida que se llevaban a la boca.
No esperaba ninguna medalla a la exquisitez culinaria, pero, para mi sorpresa, ambos mequetrefes exclamaron que la cena estaba riquísima. Debían de estar aún más cansados que lo que yo creía.
Y yo, sin dejar escapar esa oportunidad, me aproximé a la mesa, inflado como un pavo, a dar la estocada final para recibir la medalla de padre modelo: «¿Queréis que os cuente una silly story?» Y los dos gritaron al unísono: «¡Sííííííí!»
Una silly story es básicamente una historia de Star Wars, improvisada sobre la marcha, en la que los personajes hacen todo tipo de cosas absurdas. Es algo que hago cuando se portan especialmente bien, porque sé que les encanta. Así que improvisé una silly story de las buenas, y ellos se rieron a carcajadas.
Bueno chicos, llegó la hora de dormir, les dije.
Pero ellos no querían. Y no porque tuvieran especial interés en seguir despiertos, sino porque querían ver a su mamá antes de dormirse.
No hubo razonamiento, negra predicción de futuro o desesperada petición de socorro que yo pudiera hacer y que les llevara a cambiar de opinión. Se negaron en redondo a cerrar los ojos hasta que su mamá llegara a casa.
Y yo, tras unos breves momentos de querer ahogarles con la almohada, sonreí. Porque pensé que por mucho que hiciera, por mucho que el azar multiplicara la calidad de mis platos, por graciosas que fueran mis bromas, y por apasionantes que fueran mis silly stories, no era lo mismo. Su mamá les hablaba, les escuchaba y les tocaba de una forma especial. Una forma que sólo ella conocía y que sólo ella sabía hacer realidad. Y ellos lo notaban.
Al final, el peso del cansancio venció su resistencia y cayeron dormidos, prácticamente al mismo tiempo. El momento en el que les dije que su mamá les daría un beso de buenas noches cuando llegara.
Y es que papá, aunque haga sus pinitos en el aire cuando los astros se alinean, no es lo mismo. Porque mamá sólo hay una.
12. El vendedor ambulante
Cuando caminaba hacia la playa, le vi. Estaba sentado delante de un puesto de bisutería, con el torso desnudo y la mirada fija en el horizonte. Los tatuajes cubrían sus brazos y una gran parte de su espalda.
Me acerqué, y su mirada se posó en mí. Era una mirada salvaje, profunda, escrutadora. Pero a la vez, extraordinariamente tranquila y conciliadora.
Le saludé con un leve movimiento de mi cabeza y él hizo lo mismo. Ninguno de los dos dijimos nada mientras yo observaba la mercancía.
Los objetos eran de gran belleza. No era el tipo de bisutería que se aprecia en un mercadillo tradicional. Estaba expuesta con simplicidad exquisita.
Al cabo de unos segundos, él habló.
¿De dónde eres?, preguntó en inglés.
Estuvimos conversando durante un rato. Me dijo que su nombre era Christos y que había nacido allí, en la isla de Creta. No hablamos de nada particularmente profundo, pero su mirada y su forma de hablar me decían a gritos que había mucho más de lo que se apreciaba a primera vista.
Mi cuerpo empezó a ladearse hacia la playa, como si quisiera que volviera a mi plan original, pero por alguna razón no le hice caso. Permanecí allí y le pregunté a Christos si quería tomar una cerveza en el bar de enfrente.
Él me miró durante unos segundos y después gritó: ¡Eva!
Una mujer morena de pequeña estatura llegó andando y Christos le dijo algo en griego. Después me miró y me dijo: “Ella cuida. Vamos.”
Mientras compartíamos varias cervezas, Christos me contó muchas cosas. Había trabajado en una gran corporación griega del mundo de la construcción durante muchos años, pero un día viajó a la India para estar allí dos semanas y acabó quedándose seis meses. Cuando volvió a Grecia, renunció a su puesto de trabajo y donó todas sus posesiones, incluido su casa y su coche, para dedicarse a fabricar y vender bisutería con piedras y otros materiales de la India.
Su dinámica de vida actual era trabajar durante seis o siete meses en Creta y viajar durante el resto del año a lugares exóticos para aprender cosas nuevas que poder aplicar en su trabajo. Tenía un hijo de 6 años y medio llamado Apostolos al que le asustaba la oscuridad. No lo dijo, pero asumí que Eva era su mujer.
Por su forma de hablar no parecía que tuviera ningún problema desde el punto de vista económico. Y el ver cómo la gente se apilaba sin cesar delante de su puesto me reafirmó en esa conclusión. En el tiempo que estuvimos allí, calculé que Eva había vendido 15 o 20 piezas de bisutería.
Hubo un sinfín de cosas, todas muy interesantes y muchas muy graciosas, que Christos me contó durante nuestra conversación. Pero hubo un tema en concreto que llamó particularmente mi atención.
«¿Cuál crees que es el secreto para ser feliz?», le pregunté.
Habíamos hablado durante aproximadamente hora y media cuando le hice esa pregunta. Él sonrió y reflexionó durante algunos segundos mientras miraba hacia el mar. El sol ya se empezaba a ocultar detrás de las montañas.
Después me dijo algo, y entonces comprendí por qué había decidido ofrecerle tomar una cerveza en lugar de continuar hacia la playa como era mi primera intención.
“Patrick” – me llamaba así – “ésa es una buena pregunta. Es LA pregunta. Y la respuesta no es nada complicada. Son dos cosas”.
Hizo una pausa, y dio un largo trago a su cerveza Kaiser.
“La primera es que debes dedicarte a algo que ames hacer. En mi primer trabajo yo ganaba mucho dinero y tenía muchas cosas. Casa, coches. Pero ahora soy muchísimo más feliz. Ahora soy libre y hago lo que quiero. Nada puede sustituir a esa sensación”.
Hizo otra pausa mirándome a los ojos, como esperando a que absorbiera aquella idea, y después continuó.
“La segunda es que debes profundizar en las relaciones. Hoy en día casi todo el mundo se queda en la superficie. No se conocen de verdad. Se comportan de forma desconfiada, no quieren abrir su corazón. Y por eso pierden una de las cosas más bonitas de este mundo, que es el contacto real con los demás”.
Mientras decía la última frase, su mano se cerró en un puño que chocó dos veces contra la figura que tenía tatuada en el pecho. Después siguió hablando.
“Yo tengo un grupo de amigos. Nos reunimos de vez en cuando y hablamos de las enseñanzas de los filósofos griegos. Hablamos de Plato, de Sócrates, de Aristóteles. Y de cómo podemos aplicar todas esas enseñanzas a nuestra vida y a cómo nos relacionamos con los demás. Hablamos de nuestros problemas y de cómo nos sentimos.”
Mientras le escuchaba no pude evitar pensar en la conversación que había tenido la semana pasada con un amigo, en la que le decía algo muy parecido. En la mayoría de nuestras relaciones, si no en todas, no compartimos de verdad. Nos limitamos a gilipolleces superficiales porque eso es el estándar social. Pero no conectamos de verdad, ni creamos nada, ni descubrimos nada. Simplemente, somos educados. Asquerosamente educados.
Christos siguió hablando.
“Los jóvenes de hoy tienen una situación difícil. Porque ya no leen. No leen libros. No saben nada de los grandes filósofos griegos. Todos van por ahí con su móvil, persiguiendo cosas que creen que les harán felices. Pero todo lo que necesitan para ser felices está en esos libros. Y es gratis”.
Se detuvo ahí, con expresión de cansancio. Yo levanté mi cerveza y se la mostré, invitándole a brindar. Él levantó la suya y la chocó con la mía, mirándome a los ojos y asintiendo con la cabeza.
Al de poco tiempo, nos despedimos con un abrazo. Él me agarró de los hombros y me dijo algo así como “Kalitichi”. Cuando le miré con expresión de no entender lo que decía, me dijo: “Good luck”.
Había entrado ya la noche. Me dirigí hacia la playa a darme el baño que había venido a buscar. Y mientras las olas se acercaban hacia mí, con oscuridad silenciosa, pensé en la locura del mundo.
13. La cueva
Mientras me adentraba en el interior de la cueva, mi mente se escapaba furtivamente hacia mis problemas. La persona que había reaccionado de aquella manera, el resultado que no había podido conseguir, el evento al que tenía que acudir, el calor que pesaba sobre mí en aquel momento.
⠀
Llegué a un recinto cerrado a través de un angosto pasillo. Me detuve durante unos momentos y miré por la fina apertura en la pared de roca, a través de la cual se distinguía el horizonte. Vi las marcas desesperadas en las paredes y en el suelo.
⠀
Y mientras estaba allí de pie pensé que, hacía no tantos años, las personas que estaban en aquel mismo sitio habían luchado para evitar que su vida y la de su familia fueran exterminadas.
⠀
Intenté imaginar la angustia de aquellos interminables momentos. Momentos en los que la mente se encuentra fija en la necesidad de supervivencia. En los que el hambre y la sed, el cansancio y el temor nada importan comparado con sobrevivir.
⠀
Después pensé de nuevo en mis problemas. Y, tras una sonora bofetada de la diosa Vergüenza, ya no volví a pensar en ellos durante el resto del día.
14. La resonancia
Habría diez o doce personas esperando, todas ellas con expresión de querer estar en otra parte.
Nunca me ha gustado el proceso de que el seguro médico apruebe un volante. Es siempre igual: Explicas en qué consiste el tratamiento que necesitas a unos ojos inexpresivos que se posan en ti durante unos instantes, para después girar hacia un ordenador en el que examinan tu póliza para comprobar si hay algún resquicio por el que pueden escabullirse y denegar la cobertura del tratamiento. Y durante esos interminables segundos, tu corazón pende de un hilo.
Bueno, estoy exagerando un poco. No tenía que hacerme un trasplante de médula, sino una simple resonancia magnética. Pero es que el dolor en la cadera me llevaba jorobando durante bastantes meses y mi tolerancia para escapatorias cochambrosas del asegurador era tan limitada como la alegría que reinaba en aquella sala.
Mientras me imaginaba las posibles maniobras con las que me podían arrojar una bomba de humo a los pies y volatilizarse como las cartas en la mano de un prestidigitador, escuché por megafonía: “D84, mesa número 7”.
Era yo.
Según me acercaba, escudriñé con mirada detectivesca el escollo al que me enfrentaba: Rubia, unos 55 años, morena de piel, expresión de melancolía y pulseras exóticas en la muñeca izquierda.
No cabía duda: Acababa de volver de unas vacaciones en la playa y la sala de la alegría era el último lugar donde quería estar aquella mañana.
La jodimos, pensé mientras llegaba a su mesa, allí donde dictaba el destino de los débiles mortales a golpe de póliza.
Piensa, condenado, piensa.
Al tomar asiento delante de ella, vi la llave de mi salvación: En su mesa había un bowl con todos los tickets con códigos de espera que los clientes habían ido dejando a lo largo de la mañana. Estaba a rebosar y alguno de ellos yacía arrugado y desenfadado sobre su mesa.
Buff, cómo tiene esto…vamos a tirarlo para que corra el aire – dije. Y acto seguido cogí el bowl, me levanté y lo vacié en la papelera más próxima.
Unos pocos minutos más tarde, salí por la puerta victorioso con el documento de aprobación de la resonancia. Y también con un resumen pormenorizado de las vacaciones de aquella señora. Un precio más que justo para que dos personas fueran un poco más felices aquella mañana.
15. El pescador y la cascada
El día se presentaba difícil. El sol abrasador, la creciente brisa que enturbiaba la superficie del río y la pesada carga de mi recién adquirida reputación de mejor pescador caían sobre mí como una losa.
Íbamos armados con redeños, uno de cada color. Pescapeces, los llamaba mi padre. Y desde que me enseñó a pescar con 6 años, yo también los llamaba así.
Los dos rapazuelos me observaban. Estaban atentos a cada uno de mis movimientos y comentarios, estudiándolos cuidadosamente como un aprendiz hacía lo propio con su maestro. Pero sus ojos decían que no se acababan de creer a pies juntillas todo lo que sus abuelos les habían contado sobre las hazañas de su padre en aquel mismo río cuando era chico.
Las capturas estaban premiadas con puntos en base a su dificultad. La loina tenía 10 puntos. El barbo, dada su escasez en aquella zona del río, 20 puntos. El cangrejo, por su rapidez sibilina en la escapada, 15 puntos. La rana, menos apreciada, 5 puntos. Y la trucha, el pez real de aquellas aguas en épocas de abundancia, ese santo grial escurridizo e imposible de encontrar, se erigía orgullosamente sobre todos los demás con sus flamantes 100 puntos.
Fuimos corriente arriba durante varios minutos, pero no se vislumbraba ni un sólo pez. El río, antes fuente inagotable de género, ya no era ni la sombra de lo que fue antaño. Me fui preparando para que la decepción asomara a los ojos de los pequeños rapazuelos, y como consecuencia, a los míos propios.
De repente, la vi. Una cascada de alrededor de un metro de caída. La conocía perfectamente. Me había resbalado intentando atravesarla muchas veces, porque mis ojos siempre seguían a Ana la pecosa, mi primer amor de juventud, en vez de velar por mi integridad. Mis ojos siempre habían sido muy rebeldes y no les culpo, porque Ana la pecosa era muy especial. Observar su sonrisa y la forma en la que se atusaba el pelo siempre había valido la pena, por muy alto que fuera el riesgo de romperme la crisma mientras hacía otra cosa.
Mi instinto me decía que debía explorar la cascada, justo allí donde rompía el agua. Así que me acerqué con cuidado y ejecuté la maniobra envolvente que había llevado a cabo tantas veces en superficies rocosas similares: Coloqué el pescapeces en diagonal, pisé en ciertos huecos y esperé a ver qué pasaba.
Casi simultáneamente, sentí su impacto contra la red. No podía ver nada pero supe, de algún modo, que tenía que alzar el pescapeces.
Cuando la red salió goteando del agua apareció, ondulándose armónicamente como una bailarina del lejano Oriente, la trucha. Brillante, poderosa, maravillosa. Una representación perfecta de la maestría de la naturaleza y de la belleza de la vida animal.
Cuando los rapazuelos repararon en el agitado movimiento de la red, acudieron corriendo a ver qué pasaba. Agacharon sus cabezas para observar la trucha, ensimismados. Y, prácticamente al unísono, alzaron su cabeza hacia mí con los ojos humedecidos por el orgullo.
Lo que sus abuelos les habían dicho era cierto: Papá era el mejor pescador del mundo.
Y allí mismo, en aquel río agotado y envejecido por el paso del tiempo, se creó un momento perfecto.
16. El sillón
Después de tantos años, todavía sucedía.
Siempre que entraba en la sala de aquel aeropuerto y veía aquel sillón, me acordaba de ella. Cuando viajábamos juntos por trabajo siempre se sentaba allí, con su café y la mirada fija en los mensajes de su teléfono. Era un manantial incesante de vitalidad, incluso a aquellas crueles horas de la mañana.
Inevitablemente, me vino a la cabeza el momento en el que decidió cambiar de trabajo y marcharse. Recordé la sensación de vacío que me invadió, ni bienvenida ni esperada, cuando la noticia me golpeó en aquel pasillo lleno de luces, que se tornó oscuro y frío en cuestión de segundos como por arte de magia. Recordé la humedad de sus ojos cuando se sentó a mi lado durante aquella fiesta de despedida, diciendo tantas cosas sin pronunciar palabra. Y recordé el tenue y silencioso dolor de hacer mi trabajo después de aquel día, sin poder compartirlo ya con ella.
Los años pasaron y nuestra vida transcurrió por caminos diferentes. Nos veíamos cada vez menos, pero siempre que lo hacíamos las emociones de antaño emergían con rapidez a la superficie, como si fueran corchos que el destino mantenía con puño férreo bajo el agua y que de vez en cuando decidía soltar. Esas emociones eran ahora más nítidas, maduras y profundas que entonces, pero seguían reflejando que ambos ocupábamos un lugar especial en el corazón del otro, por muchos años que pasaran. A pesar de todos los kilómetros de distancia que había entre nosotros. Y a pesar de que ya nunca pudiéramos sentarnos juntos en aquel sillón del aeropuerto, sobre el que ahora mismo estoy sentado escribiendo esta historia.
Brindo por esta nueva ilusión familiar que llega a tu vida y te deseo lo mejor.
17. El profesor
Sus movimientos eran lentos y pesados. Sonreía, pero de forma tenue y descolorida, nada que ver con las risas burlonas llenas de confianza de antaño. Se estaba haciendo mayor y lo sabía.
A pesar del inclemente ritmo de las agujas de su reloj vital, mi padre aún conservaba su poder magnético. Le observé mientras explicaba a mi hijo mayor el teorema de Pitágoras en una hoja de papel. Conseguir que Mario prestara su atención completa a algo era siempre una tarea hercúlea. Es un niño muy curioso y la cabeza le va en mil direcciones distintas al mismo tiempo. Sin embargo, allí estaba, con los ojos fijos en el papel en el que mi padre dibujaba un triángulo y sin hacer el más mínimo ruido.
Siempre me había sorprendido la naturalidad con la que su vocación de profesor se plasmaba en cualquier situación en la que tenía que explicar algo relacionado con números a otra persona.
Pero a pesar de ese embriagador magnetismo, su luz se apagaba lentamente. Ya no tenía la vitalidad de entonces, ni me daba la mano con fuerza, ni atravesaba la piscina del pueblo buceando de lado a lado. Su desánimo le ganaba terreno minuto a minuto, día tras día. Probablemente porque se veía cada vez menos capaz de hacer con su cuerpo lo que su aún lúcida mente recordaba haber hecho sin titubeos hace escasamente unos años.
Tanto me gustaría poder hablar con él. Atravesar su coraza y escuchar el corazón sangrante, por muy incómodo que eso pudiera ser para ambos. Compartir mis fracasos y temores con la persona a la que más he admirado en toda mi vida. Que él me eligiera a mí, entre todas las personas del mundo, para abrir su alma de profesor, llena de sabiduría a través del goteo constante de todos aquellos años en los que se convirtió en una luz de conexión y confianza para tantos alumnos que tenían miedo de la oscuridad.
Tanto me gustaría que sucediera todo eso, probablemente porque es la única forma que tengo ahora de agradecerle todo lo que hizo por mí cuando yo era un crío. Y de agradecerle también todos los pasos que he dado y daré en el futuro para ser mejor persona, en los que vi y veré, como en un espejo intemporal, su huella.
Hasta entonces,
Te quiero, papá.
18. El momento que pudo no ser
La tarde se deslizaba a través de mí suavemente, sin esfuerzo. Cuerpo y mente habían absorbido con agradecimiento la práctica física y mental de la mañana e irradiaban energía. Y también un apetito creciente por zambullirse en algún momento especial antes de que acabara aquel día.
Sin previo aviso, pensé en él. Era el día de la semana en el que solía salir por los alrededores de su casa a tomar algo. Un hábito que había compartido con él todas las semanas en las que me encontraba en esa misma ciudad, hasta que, por alguna razón, dejé de hacerlo. Quizá porque aquello había dejado ya de tener sentido para mí. O quizá por otro motivo que ahora mismo no acierto a identificar.
Algunos recuerdos llegaron galopando a mi cabeza. El tiempo en el que lo hacíamos todo juntos. Todos aquellos años en los que no había ninguna persona con la que me entendiera mejor. Todas las noches en las que habíamos vuelto juntos a casa a altas horas de la madrugada, él siempre andando muchos más metros que yo para recorrer la misma distancia.
Sentí la picadura de la curiosidad. ¿Podría crear un momento especial con él aquella noche? ¿Podríamos compartir algo más que una conversación sobre cosas sin importancia? ¿Seríamos capaces de saltarnos la etiqueta de la barra de bar y conectar a un nivel más profundo? ¿Podríamos volver a ser como antes, aunque solamente fuera aquella noche?
Miré el reloj. Eran las 9. Oí los inquietantes acordes de la música de Tiburón en mi cabeza, lo que me decía que se aproximaba una importante decisión.
Sentí la tentación de quedar con otras personas. Sentí la tentación de leer un libro. Y la madre de todas las tentaciones: La película Sospechosos Habituales estaba a punto de empezar.
Al final, decidí llamarle.
Estuvimos juntos alrededor de dos horas. Tenía la intención de sacar algún tema de conversación que nos hiciera conectar más profundamente, pero no encontré la manera. La conversación giraba en torno a temas sin importancia, que se encadenaban unos con otros como por arte de magia.
Al salir del bar en el que habíamos quedado, anduvimos juntos hasta la esquina donde nuestros caminos para ir a casa se separaban en distintas direcciones, como lo habíamos hecho tantas veces. Chocamos la mano y nos dijimos adiós.
Yo hice un amago de marcharme, pero me detuve durante unos segundos y observé cómo se alejaba calle abajo. Reconocí enseguida aquella forma de andar tan familiar, que había visto en él desde que era un crío. En ese momento, él se giró y me miró. Al verme, sonrió y levantó su mano con el puño cerrado. Después se dio la vuelta y siguió andando.
Entonces comprendí que, a pesar de no haber sabido mantener con vida la virtud de expresarlo como antes, seguíamos teniendo una relación especial. Una relación en la que el corazón de aquella relación perfecta de años pasados seguía latiendo con fuerza.
Cuando puse la televisión al llegar a casa, Sospechosos Habituales había acabado. Pero, con cierta sorpresa, comprobé que no sentía lástima alguna por habérmela perdido.
19. El fluir del agua
Mientras paseaba por la orilla del río en el que tantas veces me había bañado cuando era niño, noté que mi alma no se encontraba tranquila. A pesar de haberme desecho de tanto lastre, la sensación de paz no había llegado aún. Puede que nunca lo hiciera.
Muchas eran las cosas que no funcionaban bien. Muchos los inconvenientes que superar en mis proyectos personales, muchas las barreras que saltar en mis relaciones familiares, muchas las mediocridades que aceptar en mis relaciones de amistad.
Un pensamiento pusilánime aprovechó mi publicitada debilidad y se coló impunemente en mi cabeza: ¿Es esto todo? ¿No hay otro remedio que plegarse a esta baratija de vida y narcotizarse con comer, beber, ver la tele y sacar putas fotos con sonrisas falsas? ¿Tan triste es la realidad? ¿Tan desprovisto de sentido se encuentra todo? – pensé.
Mis ojos se posaron en la corriente que se formaba tras la pequeña cascada del río. El fluir de las aguas siempre me había ayudado a ver las cosas con perspectiva. Instintivamente, pedí socorro al río que me había visto crecer.
Cerré los ojos durante unos segundos y escuché el latido del agua. Mi mente se vació de pensamientos. Al de poco tiempo, el propio observador se retiró lentamente, desapareciendo de la escena.
Sólo existía el latido del agua. No había tiempo, ni materia. Sólo el sonido de la corriente.
Abrí los ojos y observé el río. El agua fluía, ajena a los problemas del mundo. Una rama de árbol cayó por la cascada y se perdió en un pequeño remolino.
Pensé en cuántas cosas estarían sucediendo ahora mismo. Cosas que sucedían sin noción alguna de mi existencia y mis tribulaciones. Viento que soplaba, animales que se reproducían, personas en países lejanos que vivían como mejor podían, y otros mundos que se hallaban más allá de nuestra consciencia y de los que nunca conoceríamos su existencia.
Me sentí pequeño. Muy pequeño. Había tantas cosas para las que yo no era el centro del universo, como mi traicionera mente se empeñaba en hacerme creer. Cosas para las que yo y mis problemas no significaban un carajo.
El problema estaba dentro de mí. Y la solución en el fluir del agua.
Ante el significado profundo de aquel fluir, todos mis problemas se convertían en anécdotas sin gran importancia. Lo único que importaba era actuar de forma recta, conforme a lo que mi voz interior creyera que era lo correcto, en armonía con el universo que me trascendía. Hacerlo a pesar del miedo, la duda, la vergüenza, la envidia. Porque todos esos sentimientos y las muescas enormes que hacían en mi ánimo y conducta en los momentos de debilidad, perdían toda su fuerza ante la sabiduría profunda que se encontraba en aquel río.
Supe que la respuesta a todos mis problemas estaba allí, en el fluir del agua. Y la raíz de esos problemas en haber creado, año tras año, tantas barreras que me separaban de aquel fluir. Un fluir que tan bien comprendía cuando era un crío.
Permanecí allí de pie durante unos minutos, y después deshice el camino andado para volver a adentrarme en la locura del mundo.
20. El joven y la barandilla
Era un día nublado de verano. Como de costumbre, me levanté pronto y fui andando hasta la playa a hacer ejercicio. Al llegar, me detuve en la barandilla blanca que rodeaba la entrada para cambiarme.
A pocos metros de mí había un grupo de jóvenes charlando. Tendrían, calculé yo, en torno a dieciocho o diecinueve años. Hablaban muy alto y su fluidez verbal denotaba que habían desayunado algo más que café y tostadas. A juzgar por las botellas de plástico de dos litros casi vacías que yacían a su alrededor, probablemente alguna mezcla demente que podría estudiarse en el curso de alquimia avanzada.
Había un joven en particular que hablaba más que los otros. Estaba de pie, y no paraba de hacer movimientos bruscos con brazos y piernas, como si quisiera llamar la atención o impresionar a alguien.
Observé a los demás. Había otros dos chicos y dos chicas sentados en un banco frente a él. Tres de ellos le escuchaban mientras una de las chicas escribía algo en su móvil.
El joven continuó haciendo aspavientos y saltó encima de la barandilla que bordeaba el paseo de la playa. Los tres que estaban prestando atención se rieron. La chica del móvil le miró un segundo y después volvió a sumergirse en la pantalla. El joven saltó de la barandilla al suelo, adornando el salto con una pequeña cabriola, y continuó hablando. Cada cierto tiempo, hacía una pausa y lanzaba miradas furtivas a la chica del móvil.
Ya veo lo que pasa aquí, me dije.
Pensé en mí mismo cuando tenía esa edad, incluso un par de años menos. Recordé a aquella chica que pasaba las vacaciones de verano en el mismo sitio que yo. Cuántas veces había querido decirle que me gustaba y cuántas veces había fantaseado con que ella me hubiera correspondido. Pero nunca se lo dije. Lo único que hice fue subirme a unas cuantas barandillas para impresionarla, igual que el joven con dos copas de más que estaba a mi lado ahora, hasta que un melenudo mal vestido que sumaba con dificultad empezó a salir con ella ante mi cara de incredulidad.
Sentí la tentación de hablar con aquel joven. Sentí la tentación de decirle que no dejara que el miedo le frenara y que compartiera con aquella chica lo que sentía. Que fuera cual fuera su respuesta, ella apreciaría su valentía y él se sentiría mejor consigo mismo. Y que no tendría que preguntarse, al cabo de muchos años, qué habría pasado si se hubiera decidido a hacerlo entonces.
Después pensé que era 2019 y que quizá esos jóvenes venían de tener una sesión maratoniana de sexo en grupo tras conocerse aquella noche a través de las redes sociales. El mundo funcionaba de otra manera. Las cosas ya no eran tan románticas como antes, o al menos no parecían serlo.
Observé la situación con mayor atención. Sí, no había duda. Por mucho que hubieran cambiado las formas de relacionarse entre los jóvenes de ahora, mi radar no se equivocaba. Aquel joven estaba deseando abrir su corazón, que bombeaba más alcohol que sangre, a la chica del móvil. Y la única forma que encontraba de hacerlo era subirse a aquella barandilla a hacer gilipolleces.
Me reí por dentro, pensando en la ironía oculta de aquella imagen. El mundo entero estaba haciendo exactamente lo mismo que aquel joven. Nuestro alcohol era el entretenimiento pasivo, la televisión, las redes sociales, el adoctrinamiento social y familiar que desplegaba una pesada niebla ante nuestros ojos y nos impedía ver las cosas con claridad. Y nuestra barandilla era el afanarnos constantemente en mostrar al mundo lo felices que éramos haciendo más y mejor de todo lo que ya hacían los demás.
Y a pesar de aquel espejismo de placer eufórico en el que nos sumergíamos constantemente, seguíamos sin encontrar la forma de conectar con aquello que de verdad nos importaba. Nuestros sueños, nuestras pasiones, el valor de nuestras inquietudes, seguían dormidos, sin mostrar expresión alguna en nuestras vidas. No conseguíamos comunicarnos con ellos sin sucumbir al miedo de parecer estúpidos a los ojos de los demás. Igual que aquel joven no conseguía encontrar la forma de abrir su corazón a la chica del móvil aquella mañana en la playa.
Me alejé de ellos y anduve lentamente por la arena. El mar se erguía salvaje y desafiante ante mí.
Al llegar al punto de la playa al que me dirigía, miré hacia atrás. El joven estaba sentado al lado de la chica del móvil y le hablaba al oído. Ella reía.
Sonreí satisfecho, miré de frente a las malhumoradas olas y empecé a vencer al día.
21. El enigma
Eran las tres de la mañana. La noche nos había deparado los momentos de diversión y las conversaciones intensas sobre temas intrascendentes en los que siempre confiábamos cuando decidíamos encontrarnos algún día para salir de fiesta.
Pero las fuerzas flaqueaban, y con ellas los momentos en los que hablar era mejor que estar callados. Mi curiosidad, esa fuerza indomable que siempre me impulsaba a quedarme un poco más de tiempo en la calle para ver qué pasaba, se iba apagando poco a poco.
El único amigo que quedaba en pie quería tomarse una última cerveza, lo que, a juzgar por su temblorosa trayectoria sobre la acera, con toda probabilidad le mandaría directo a las profundidades del infierno. Sea como fuere, hicimos caso omiso al agrio fantasma del arrepentimiento del día siguiente y nos detuvimos en un bar de la zona. Él pidió una bebida para cada uno que a ninguno de los dos nos apetecía.
Ella se encontraba a pocos metros de nosotros tomando una cerveza. La había visto antes, pero casi siempre al otro lado de la barra. Acababa de terminar una dura jornada de trabajo y parecía estar tomándose un respiro.
La saludé con una sonrisa y un leve gesto con la cabeza. Ella hizo lo mismo. Durante un momento, pensé si sería igual a este lado de la barra que al otro. Su forma de mirar y su sonrisa dejaban entrever algunos rasgos que sugerían sutilmente que podría ser alguien que merecía la pena conocer, a pesar de que sus palabras, su tono de voz y sus movimientos acelerados proyectaban una contradictoria frialdad. Había un acertijo oculto en ella que no acertaba a descifrar. Algo la impulsaba a ser cínica, beligerante y desconfiada, pero mi intuición me decía que su verdadera cara no era sino la que reflejaban su mirada y su sonrisa.
Todos esos pensamientos se agolparon velozmente en mi cabeza, pero antes de llegar a conclusión alguna, mi atención se desvió hacia mi amigo para asegurarme de que no se caía del taburete mientras daba un largo sorbo a su cerveza y se abría la cabeza contra la pared que tenía detrás. Le sujeté por la espalda para evitar que perdiera el equilibrio y él me miró, mascullando algo ininteligible sin apenas poder abrir los ojos.
Entonces, ella me dijo algo. No fue nada particularmente cálido, ni particularmente sugerente. Pero lo dijo de una forma que me confirmó que era una persona observadora, sensible, curiosa, con mucha vida interior. Quizá también algo insegura de sí misma. Pero sin duda interesada en conectar, al menos con las personas adecuadas. No pude evitar pensar que quizá la razón de su aparente frialdad era el haber conocido demasiadas personas inadecuadas.
Miré el reloj, y después a mi amigo. A pesar de lo interesante de aquellos momentos, sabía que la noche sólo podía ir cuesta abajo desde ahí. Susurré a mi amigo unas palabras en el oído y le convencí para sumergirnos suavemente en el ocaso de la inconsciencia, previo paso al inexorable dolor de cabeza de la mañana siguiente que ya casi podía vislumbrar en el horizonte.
Y así, mi amigo se fue sin puntos de sutura en la cabeza y yo me fui con las ideas más claras sobre una cosa, pero con muchas preguntas sobre algunas otras. Preguntas para las que no hallaría respuesta aquella noche, ni posiblemente ninguna otra. Y eso estaba bien, porque siempre me habían gustado los enigmas.
Cerré los ojos y dejé que el sueño me envolviera.
22. El pequeño salvador
Allí estaba, derrotado en el sofá, repasando una y otra vez todas las cosas que tenía que hacer al día siguiente.
Llovía. Hacía frío. Me sentía débil y con un incipiente resfriado. El mundo entero entraba en mi prisma y salía transformado en una realidad horripilante y putrefacta.
El aire pesaba. Me costaba respirar. Las imágenes se sucedían en la televisión sin que ninguna de ellas consiguiera estimularme lo más mínimo. Sólo podía pensar en lo poco que me apetecía enfrentarme a la frialdad de los monstruos que me aguardaban a la vuelta de la esquina del hoy.
Vi la luz del teléfono parpadear. Eso significaba que alguien me había enviado un mensaje. Lo abrí y lo leí. Sentí que la sangre galopaba hasta mis sienes y embestía mis pensamientos como una brigada de infantería.
¡Aquel cerdo sin escrúpulos! ¿Cómo se atrevía a pedirme que hiciera aquello a esa hora de la noche? ¡Podía hacerse en la oficina a primera hora!
Furiosamente, empecé a escribir un correo electrónico de respuesta. Era un correo rojo de cólera, precipitado, de frases breves sin aire entre ellas que cortaban como cuchillas. Mientras lo escribía, no dudé por un momento de que aquella respuesta estaba justificada, lo que me espoleó a terminarlo cuanto antes para pulsar el botón de ignición.
En aquel momento, mi hijo Mario entró en el salón. Tenía tres años. Llevaba un libro en la mano que reconocí enseguida. Era su libro favorito, el que leíamos todas las noches cuando yo llegaba de la oficina antes de que se durmieran. Sin decir palabra, alargó su pequeño brazo y me ofreció el libro.
Dejé de escribir y le miré. Él sonrió y agitó el libro, como no entendiendo por qué tardaba tanto en cogerlo.
Aquel mocoso me recordó algo muy importante. Con todas las cosas buenas que había a mi alrededor, no tenía ningún sentido ceder un ápice de mi pensamiento, más allá de lo estrictamente necesario, a las no tan buenas. Era lastre que debía soltar, sin pena ni remordimiento.
Y así, limpié de cólera pantalla y corazón, cogí el libro que se alzaba ante mí y tomé, con una sonrisa, la mano de mi pequeño salvador.
23. Los ojos
Ayer estuve con un viejo amigo. Nos conocimos en otro país hacía muchos años y, aunque nos veíamos fugazmente de vez en cuando, habíamos perdido un poco de contacto.
Hablamos durante un rato sobre su trabajo, pero enseguida gravité hacia temas de conversación más relevantes. Sé muy bien que cuanto más esperas en sacar esos temas, más difícil y antinatural te resulta hacerlo y acabas hablando de majaderías durante todo el tiempo que duran esos bonitos encuentros. Así que, cuando la ocasión es propicia, no suelo aguardar mucho para saltar a la desprevenida yugular. Especialmente cuando no he visto a esa persona en algún tiempo y es una conversación de uno a uno.
Lo que sucede es curioso. Siempre sale algo de lo que es bueno hablar. Y cuando lo haces, las cosas son un poco diferentes. Es difícil explicar cómo y por qué, pero lo son.
Al de poco tiempo de conversación, llegamos al escollo. Había tenido un desencuentro con uno de sus mejores amigos y no se hablaban desde hacía unos meses.
Me explicó sus razones con pasión. Su historia y sus reacciones parecían tener sentido. Pero la tristeza de sus ojos se oponía, desafiante, a todo aquello. Y sus ojos decían que no deseaba aquella situación, aunque otras emociones guardaran celosamente las riendas de sus actos y sus palabras.
No le di ningún consejo. Simplemente le escuché, lo más atentamente que supe. Pero secretamente deseé que la tristeza que inundaba sus ojos hablara más alto que el orgullo y la decepción que dominaban su conducta. Deseé que encontrara la forma de volver, en lugar de seguir adentrándose en un desierto interminable hasta acabar exhausto y morir. Deseé que aquél que había sido tan buen amigo le ayudara de algún modo a hacerlo. Y deseé que el arrepentimiento, ese cruel verdugo que espera pacientemente a que se nos acabe el tiempo y que nunca perdona, no les atrapara cuando ya no les quedaran fuerzas para escapar.
Mientras me alejaba paseando tras despedirme de él, pensé en si mis ojos reflejarían también tristeza en el otro lado de esa conversación. Y mientras me fundía con la inexpresiva multitud que entraba apresuradamente en la boca de metro, recordé que tenía algo que arreglar y que no debía esperar más.
Al salir del metro, respiré hondo y pensé en lo que iba a decir. Después cogí el teléfono y marqué aquel número que no había marcado en tanto tiempo.
24. El cantautor
Tras una acalorada discusión, entré en la ducha. Me sentía nervioso, alterado, descompensado por dentro. Había sido un día extraño, donde ambos se habían levantado con el pie izquierdo y se erigían rebeldes delante de mí.
Les había dado instrucciones específicas mirándolos a los ojos, rodilla en tierra para ponerme a su misma altura, con un tono pétreo y dominante que era consecuencia natural de la hilera de desencuentros del día. Íbamos a hacer la cena al de poco tiempo y no estaba permitido comer nada en absoluto hasta entonces. Sus órdenes militares eran ponerse el pijama y jugar con sus juguetes hasta que yo saliera de la ducha y solventara la sinuosa tarea de hacer la cena y conseguir que se la comieran sin rechistar.
Tras repetir tres veces la prohibición de comer antes de cenar, imitando la expresión delirante del sargento Hartman en La Chaqueta Metálica, me dirigí a la ducha confiando en que aquello sería suficiente para que el programa de la noche siguiera su curso previsto.
Al de cinco minutos, cerré el grifo de la ducha y escuché. El habitual griterío de hienas embrutecidas brillaba por su ausencia. Y eso no era buena señal.
Apresuradamente, salí envuelto en una toalla de baño y asomé la cabeza por la puerta de la cocina con el sigilo de un reptil que acecha a su desprevenida presa.
Y allí, de espaldas, con sus rizos salvajes y como Dios lo trajo al mundo, me lo encontré sumergiendo la cabeza en una gigantesca galleta de chocolate.
Sentí la punzada del enfado y la frustración por el acto explícito de rebeldía. Pero después oí la canción. Y todas las emociones negativas se volatilizaron como por arte de magia.
Estamos aquí,
en la fiesta del comer,
estamos solos y nadie nos ve,
y somos felices,
en la fiesta del comer.
Hacia la mitad de aquel performance en directo, su hermano se dio cuenta de que yo estaba allí. Le hice un pequeño gesto para que no dijera nada y los dos nos miramos intentando aguantar la risa hasta que acabara el concierto.
Al poco tiempo, el pequeño cantautor nudista de rizos se dio la vuelta. Su expresión de delincuente juvenil descubierto por la policía se entremezcló con una frondosa capa de chocolate que le tapaba media cara.
Me puse serio para intimidarle e intenté sostener su mirada, pero la situación era demasiado cómica. Tras un fugaz instante de tensión disfrazada, los tres estallamos en carcajadas.
Y allí, en medio de aquella caótica cocina, se creó un momento perfecto.
25. Es curioso
Es curioso lo que sucede,
cuando cambias el color de tus ojos.
Es curioso que no vea ya ninguna persona tonta,
Sino a personas con talentos distintos a los míos.
Es curioso que no escuche ya ningunas palabras que me hieran,
Sino a personas que sufren mientras las pronuncian.
Es curioso que no me tope ya con ninguna persona maleducada,
Sino con personas que no se han aceptado aún a sí mismas.
Es curioso que no aprecie ya en los demás ningún ánimo de ofenderme,
Sino su instinto de supervivencia.
Es curioso que no encuentre ya ninguna persona envidiosa, cínica, o criticona,
Sino a personas que necesitan desesperadamente más cariño.
Es curioso que no me cruce ya con ninguna persona fea,
Sino con personas de una belleza que no soy capaz de comprender.
Es curioso que no experimente ya ninguna pérdida de tiempo,
Sino oportunidades para entender que sólo soy este instante.
Es curioso que no distinga ya ninguna diferencia,
Sino el miedo de aceptar la profunda conexión que existe entre nosotros.
Y quizá esto suceda por no prestar ya tanta atención a la voz de mi cabeza,
Sino al espectador que la escucha.
26. La niebla
Ayer por la noche fui a tomar una cerveza con un amigo. Era una noche suave de otoño, que te susurraba al oído que estabas mucho mejor entre sus brazos que en ninguna otra parte.
De pie en la barra de aquel bar, mi amigo y yo hablamos de muchas cosas. Las canciones asociadas a dulces momentos del pasado se sucedían una detrás de otra. Las estridentes quejas de los presentes hacia el partido inanimado de la pantalla del fondo del local se estrellaban contra las paredes y rebotaban en todas direcciones. Y los ojos de detrás de la barra se cruzaban en duelo durante un segundo, huían con temor un segundo después y volvían curiosos a cruzarse de nuevo.
Muchas fueron las revelaciones en la conversación de aquella noche. Muchas las lecciones aprendidas de momentos de otras épocas que habíamos olvidado. Muchas las dudas sobre cuál era el camino que escondía el anhelado destino, detrás de todas aquellas capas de niebla que, cual fieles compañeras, habían caminado a mi lado durante tanto tiempo.
En un momento de aquella noche, inesperadamente, él dijo que quizá no todo era tan difícil como yo parecía creer. Dijo que quizá el problema estaba en algún lugar profundo de mí al que aún no había sabido llegar. O al que quizá nunca había querido llegar.
Al escuchar aquello, abrí la boca para contestar. Pero no dije nada. Me quedé callado durante unos instantes, como si todo lo que había a mi alrededor hubiera desaparecido y en su lugar hubiera un espejo que reflejaba un rostro desconocido. Un rostro desconocido, aunque vagamente familiar, que me observaba inquisitivamente.
No recuerdo haber pensado en nada concreto. Sólo recuerdo el sonido de la música, desvirtuado por el filtro de mis capas de niebla. Sin embargo, en medio de toda aquella insensibilidad sensorial, sentí algo. Algo que, de alguna manera, se coló en lo más profundo de mí. Y ese algo no era sino el convencimiento, exacto e indiferente, de que había una profunda verdad en lo que mi amigo acababa de decir.
Tras observarle durante unos segundos, sonreí y alcé mi vaso para brindar con él. Él sonrió e hizo lo mismo. El limpio sonido del cristal celebró, como ninguna palabra hubiera podido hacerlo, la conexión que se había producido en aquel momento.
Y así, me fui a la cama un poco más despierto, y quizás un poco más sabio, de lo que me había levantado aquel día.
27. Los muñecos
En los días anteriores a su séptimo cumpleaños, sólo hablaba de sus muñecos favoritos. No había nada más para él en el mundo. Olvidaba muchas cosas, pero conocía con precisión quirúrgica cuántos muñecos de la colección tenía y cuántos le faltaban aún por conseguir.
Las palabras que salieron de su boca al preguntarle por los regalos que más deseaba no fueron de extrañar. Muñecos. De distintas series, colores y tamaños, pero nada más que muñecos. El brillo de sus grandes ojos oscuros se intensificaba cuando hablaba nerviosamente sobre sus inocentes estrategias para aumentar su preciada colección.
Hicimos todo cuanto pudimos para que su cumpleaños fuera perfecto. El lugar que más le gustaba, las actividades que más le divertían, sus mejores amigos de clase, su tarta de chocolate favorita con un flamante siete de color rojo que lucía un ondulante fuego por corona.
Y por supuesto, muchos muñecos. Decenas de ellos. Muñecos por todas partes.
Allí estaba él, feliz en el suelo de aquel local. Rodeado de sus compañeros de clase y jugando a pequeñas batallas con sus nuevos muñecos. Su atención era total. Su sonrisa era un torrente incontrolable y rebosante de alegría. Aquél fue, sin lugar a dudas, un momento perfecto.
Sin embargo, todo se vino abajo con la rapidez con la que la lluvia deshace la belleza de un poema escrito en papel. El pequeño se dio cuenta de que había perdido sus muñecos favoritos, los que eran más difíciles de conseguir. Su sonrisa se transformó vertiginosamente en un amargo y angustioso llanto.
Por mucho que buscamos, aquellos muñecos nunca aparecieron. Alguien, probablemente, los había cogido y se los había llevado.
Intentamos explicarle lo que creíamos que había pasado. Él tardó mucho en calmarse, debatiéndose entre la incredulidad de que alguien se hubiera apropiado de algo que no era suyo y la culpabilidad por no haber cuidado mejor de sus muñecos favoritos. Aquella imagen representó a la perfección cómo la dureza del mundo puede destruir, cruelmente, los sueños más puros. Especialmente los de un niño de siete años que aún cree que todo es exactamente como debería ser.
Nos pidió muchas veces que le compráramos los muñecos otra vez. Pero, por mucho que nos removieron sus lágrimas, le dijimos que no lo haríamos. No queremos privarle de que empiece a conocer a ese sabio consejero que es el dolor de la pérdida. Porque ese dolor es el único que puede enseñarle de verdad cómo proteger sus sueños futuros de la dureza del mundo. Y esos sueños serán, aunque él aún no lo crea, más importantes que sus muñecos.
Y así, tras aquellos convulsos momentos, el pequeño diablillo se quedó profundamente dormido, mientras sus padres le acariciaban el pelo y le pedían a su nuevo consejero que no fuera demasiado duro con él.
28. Sin Navidad, mal asunto
Hoy es Navidad.
A lo largo del día, ha habido un sinfín de pensamientos que se han paseado por mi cabeza sin ser invitados. He sentido la tentación de apartarlos como quien aparta un mal bicho, pero después he caído en la cuenta de que muchos de ellos, a pesar de su aparente carga explosiva, escondían una interesante lección.
La ola asesina que ha intentado llevarse todo este artesano ejercicio mental por delante ha sido el recuerdo de la sensación de antaño, cuando las navidades me parecían una auténtica farsa. Hace algunos años no tenía predilección alguna por esta época. Todo me parecía una enorme tragicomedia que giraba en torno al exceso y a situaciones forzadas que intentaban agarrarse desesperadamente a la fría e inmutable pared de la tradición. Un baile arbitrario y absurdo en el que unas piernas muertas intentaban moverse al son de una música muerta.
Sin embargo, ese recuerdo no ha durado mucho más que un caramelo en las manos de un niño goloso. Ha sido neutralizado por algunas ideas que lo han reducido a cenizas en cuestión de segundos. Tres ideas, en concreto. Tres unicornios que han sacado la cabeza de la espesura por un instante y me han guiñado un ojo, como cachondeándose de que siempre han estado ahí y nunca los había podido ver.
La primera idea es que cuando viajas y conoces diferentes culturas, te das cuenta de que todo el mundo celebra estas festividades de una forma similar. Cuando lees te das cuenta de que estas celebraciones tienen una base religiosa. Y cuando piensas un poco, te das cuenta de que, seas religioso o no, esas celebraciones han perdurado durante tanto tiempo porque sirven a un objetivo extremadamente importante: Mantener figuras colectivas como la sociedad, las comunidades y la familia en el buen camino. Son como terapias que obligan a todo el mundo a dejar de hacer el gilipollas durante unos días, compartir unos momentos con sus seres queridos, ser un poco más compasivos y sentirse agradecidos. Y eso, por muy trivial que parezca, nos hace a todos, misteriosamente, ser un poco menos capullos.
La segunda idea, ligada con la primera, es que la Navidad actúa como un termómetro espiritual. Es una época en la que las personas recuerdan que vivir con el piloto automático no tiene demasiado sentido y que es necesario hacer algo en esta vida que merezca un poco más la pena que estar pegado como una calcomanía a las series de Netflix, ver fútbol, ir de compras y hablar de majaderías. Es una época en la que muchas personas salen de su estado de hibernación, descubren que tienen dedos y marcan el teléfono de un amigo o amiga para compartir unos momentos de calidad y hablar de cosas que realmente significan algo. Es una época en la que un amigo que no muestra ningún signo de cariño durante el año sale del cascarón con el empujoncito de alguna copa de más y te dice que te quiere. Y eso, por muy efímero que parezca, te demuestra que hay mucho más de lo que se ve a primera vista.
La tercera idea, ligada con la segunda, es que la Navidad actúa como un mecanismo natural de reseteo. Nos brinda la oportunidad de introducirnos dócilmente en el juego mental de evaluar qué tal hemos bailado en el periodo arbitrario de los 12 meses anteriores y a no ser demasiado duros con nosotros mismos, porque podemos volver a empezar de cero en el periodo arbitrario siguiente y hacerlo un poco mejor. De una forma sutil, nos recuerda que el tiempo se nos está acabando y que no vamos a vivir para siempre. Nos recuerda que debemos aprovechar el tiempo que nos queda de la mejor forma posible. Eso se manifiesta en propósitos de año nuevo, muchos de los cuales no se cumplen, pero algunos de ellos sí. Y eso, por muy extraño que parezca, mejora poco a poco el conjunto de todo lo que nos rodea.
Así que, por mal que a mi yo de antaño le pudiera pesar, no puedo hacer otra cosa que estar muy agradecido a la Navidad.
29. El consejo de fin de año
Día 30 de diciembre. Faltan unos minutos para que las agujas del reloj se superpongan apuntando al norte y nos adentremos en el último día del año. Y lo haríamos sigilosamente, si no fuera por los gritos de la chavalería imberbe que se afana por arrastrar sus atrofiados cuerpos por debajo de mi ventana, rezumando alcohol de alta graduación mezclado con altas dosis de desbocada testosterona.
Qué mejor momento para escribir una historia… vamos allá.
Esta tarde, mientras mis dos rapazuelos paseaban a mi lado agarrados a una pizza margarita recién comprada como si fuera el santo grial, pensé en qué consejo les daría para el nuevo año.
Reflexioné un momento sobre lo que había pasado en el mundo. Hacia dónde se dirigía la corriente. Había muchas cosas que aún no funcionaban bien y algunas otras que lo hacían y por alguna razón habían dejado de hacerlo, pero también multitud de evidencias que sugerían que el mundo es un lugar mucho mejor de lo que era hace algunas pocas décadas.
A continuación, pensé en los jóvenes. Y también en los no tan jóvenes. Pensé en el amplio ejercicio que se hacía en estos tiempos sobre la libertad de expresión. En todo el esfuerzo de queja y denuncia que existía en nuestra sociedad actual. En todo el afán que existe hoy para señalar las imperfecciones de personas e instituciones y alistarse en movimientos solidarios para arreglar el mundo, empuñando un frondoso ramillete de verdades absolutas.
Y, justo en ese momento, vino. El consejo que estaba buscando para aquellos dos pequeños agarrados a una pizza más grande que sus dos cabezas juntas. Un consejo que fluyó en mi cabeza de una forma parecida a ésta:
***
Hijos,
Cuando crezcáis, comprobaréis que el mundo os empuja a que pongáis la atención en ciertos lugares. A que culpéis, denunciéis y protestéis contra personas y cosas, dándoos argumentos de peso para hacerlo. Os enseñará a apuntar con el dedo y buscar responsables de todo lo malo que sucede y que os separa injustamente del ideal que merecéis simplemente por existir.
Huid de todo eso. No son más que cortinas de humo que desvían vuestra atención de lo que es prioritario: Vosotros mismos.
Cuando vayáis creciendo, comprobaréis que sois torpes en algunas cosas. Puede que no tengáis autodisciplina. Puede que no seáis demasiado amables. Puede que seáis quejicosos. Puede que no sepáis relacionaros bien con los demás. Puede que os sintáis frustrados. Puede que no tengáis confianza en vosotros mismos. Puede que seáis rencorosos y que estéis repletos de creencias limitantes.
Ésas son las cosas en las que vuestra atención debe concentrarse. En convertiros en la mejor versión posible de vosotros mismos y utilizarla para mejorar el entorno cercano que os rodea. Sin dramatismos, sentimiento de culpa o dejar de ser amables con vosotros mismos.
El mayor poder de transformar el mundo a mejor surge de ahí. No de unirse a una manifestación de protesta, sino de poner vuestra propia casa en orden. Cuando tengáis la casa en orden, podéis poneros a salvar ballenas o a promover cualquier acción colectiva que os venga en gana.
Primero, arreglaos a vosotros mismos. Después podéis ir a arreglar el mundo si queréis.
Es posible que algunas personas os llamen egoístas por priorizar vuestro entorno cercano y no alistaros en causas grandilocuentes. Ignorad esas voces. Si alguien os llama egoístas, recordad que esa actitud en sí misma es una forma evidente de egoísmo. El que no es egoísta no dice nada. Simplemente, actúa.
Y quizá, si muchas personas os imitan, es posible que comprobéis que el mundo, misteriosamente, se va arreglando él solito sin vuestra ayuda.
***
Me temo que este consejo se quedará enrollado en el interior de su botella de cristal, flotando en el mar durante algún tiempo. Mis hijos son todavía demasiado pequeños para entenderlo. Y nada de lo que yo pudiera decir esta noche sería remotamente más importante que aquella pizza y el libro del Capitán Calzoncillos que aguardaba, paciente, sobre su mesita de noche.
Y es que algunas cosas, afortunadamente, tardan un poco en llegar.
30. Feliz cumpleaños
Para este nuevo año, los objetivos van con versos:
Éste es el año en el que se disipa el humo y la música suena,
El año en el que las dudas resbalan por la pendiente y desaparecen,
El año en el que esos gastados ojos ven a una boca decirles por primera vez “te quiero”,
El año en el que tocas suavemente el alma de quien mejor te conoce,
El año en el que esos labios que tanto ansían besarte oyen la verdad,
El año en el que tus hermanos de sangre adolescente ven todo lo que escondías,
El año en el que rompes el cristal de los compromisos envenenados,
El año en el que el corazón destrona a la lógica, el arte a los números, la fe a la ciencia,
El año en el que el tiempo que agota la inocencia de un niño transcurre más despacio,
El año en el que las sombras dejan de ser sombras, la luz deja de ser luz,
Y las aguas de ese mar tormentoso vuelven, lentamente, a su cauce.
31. El Coyote
Mientras paseábamos al lado del mar esta mañana, mi hijo pequeño me lanzó una inesperada pregunta.
¿Daddy, por qué el coyote nunca coge al correcaminos?
Pensé durante unos segundos antes de contestar y le respondí:
¿Te gustaría que le cogiera?
Él se quedó pensando y dijo: Sí.
Pero entonces se acabaría la historia, ¿no? Le pregunté.
Él sonrió y no dijo nada.
¿Qué es lo que más te gusta de los dibujos del correcaminos? ¿No son las persecuciones? ¿No es el coyote inventándose todas esas trampas para cazar al correcaminos? ¿No es el coyote fallando una y otra vez, cayéndose de culo al barranco y volviéndolo a intentar?
Él soltó una carcajada de diablillo y dijo que sí.
Yo sonreí. De alguna forma recordé que, cuando era pequeño, también quería que el coyote consiguiera atrapar a aquel dichoso pajarraco absurdo y sin gracia. El coyote molaba. Era un cabronazo con carácter.
No tengas tanta prisa, rizos. Disfruta de la historia mientras dure – le dije, mientras cogíamos piedras para tirarlas al mar.
Y pensé que, cuando creciera, me gustaría que se pareciera un poco al coyote.
32. Tiempo
Puede ser tiempo de seguir el movimiento de la muerte con la mirada fija,
tiempo de que el miedo penetre el corazón como un halo de hielo,
tiempo de peleas, desencuentros, gritos y reproches,
tiempo de aburrimiento, de espíritu apagado, de alma hibernada,
tiempo de abandono, dejadez, desorden y apatía,
tiempo de desesperanza, preocupación, terror e incertidumbre,
tiempo de separación y desconfianza, de fronteras y límites, de clases y razas,
puede ser ese tiempo,
pero también otro,
puede ser tiempo de parar, de reflexionar, de entender,
tiempo de apreciar que esta extraña y maravillosa aventura continúa,
tiempo de renovación, descubrimiento, evolución y superación,
tiempo de esperanza, coraje, solidaridad y comunidad,
tiempo de acallar voces, de calmar pensamientos, de escuchar al alma,
tiempo de desenmascarar a quien vive en nosotros y saber lo que de verdad le importa,
tiempo de acercarnos a los que bien nos quieren y decir lo que nunca dijimos,
tiempo de comprender que quien respira bajo el cielo pertenece a la misma familia,
y quizá, sólo quizá,
también tiempo de mirarnos al espejo y decirnos a nosotros mismos que, cuando la tormenta amaine, lo haremos mucho mejor.
33. 100 toques
Era una mañana limpia y vibrante. Una de ésas en las que todo el mundo está en otro sitio y se puede apreciar la belleza que nos rodea en todo momento cuando miras las cosas de cierta forma.
Yo estaba leyendo en la arena, mientras ellos intentaban pescar cangrejos. Inconscientemente, me veía contando los segundos hasta el siguiente cabreo fraternal, o la siguiente caída libre desde una roca a la que esos dos demonios nunca debían haber subido.
Pero no, no pasó nada de eso. Vinieron, sonrientes, y dijeron: Papá, tenemos hambre.
Pues vamos a comer, les dije. Y mientras recogíamos los bártulos, el pequeño se adelantó. Adelantarse era un hábito muy arraigado en él cuando la comida se hallaba en un lugar y la tarea de recoger en otro distinto. Cosas de la dualidad, supongo.
Mientras el mayor me ayudaba, tuvimos una interesante conversación.
Mario, ¿vas a dar toques al balón en verano? Le pregunté.
Él volvió de su mundo imaginario y aterrizó en mi pregunta. ¡Sí!, dijo con una sonrisa que a duras penas cabía en su cara.
Vale, dije. ¿Y hasta dónde crees que llegarás?
Él se quedó pensando y dijo: Pues… ¿50?
Yo sonreí y dije: Yo creo que puedes llegar a 100.
Su boca se abrió inmediatamente y soltó una carcajada. Eso es imposible, dijo. Mi récord es 49.
No, no es imposible. Parece imposible, pero no lo es. ¿Te acuerdas de la película Yo el Halcón? Le dije.
Sí, dijo.
Que el papá ganara aquel pulso al campeón del mundo parecía imposible, ¿verdad?
Sí, dijo con una sonrisa. El tío era enoooorme.
Pero ganó. ¿Y por qué ganó? Le pregunté.
No sé, dijo él.
¿Qué hizo antes del campeonato? Le dije.
Se entrenó mucho, dijo él.
Sí. Y cuando perdió una vez y le dolía el brazo, ¿se retiró?
No, siguió, dijo él.
Pues si haces lo mismo es muy posible que llegues a 100 toques este verano. Porque puedes hacerlo, pero sólo si te entrenas y no te rindes. Aunque no te apetezca, aunque estés cansado, aunque haya días que no te salga bien. Si haces eso, serás distinto. Y cuando seas distinto, 100 toques ya no será algo imposible.
Él se quedó pensando hasta que llegó su hermano gritando a pleno pulmón que quería una hamburguesa con bacon y queso. Así que no nos quedó más remedio que volver abruptamente a temas más mundanos. Ambos lo agradecimos.
Aquella conversación tuvo lugar un día de Mayo. Hoy, 30 de Julio, Mario ha conseguido dar 100 toques. Exactamente 100.
Quizá yo tuve algo que ver. O quizá el bueno de Stallone tuvo más que ver que yo. Nunca lo sabremos.
Lo que sí sabemos, probablemente, es esto:
En cómo se desarrolla una vida, hay una gran diferencia entre leer y no leer. O entre exponerte voluntariamente a lecciones importantes y no hacerlo.
También hay una diferencia entre exponerte a esas lecciones reflexionando sobre lo que has aprendido y hacerlo sin reflexionar.
Y también hay una diferencia entre reflexionar sobre esas lecciones sin actuar y encontrar situaciones para poner tú mismo esas reflexiones en práctica. Una enorme diferencia.
En esa escala, cuanto más abajo estemos, más posibles serán los imposibles. Porque muchos imposibles dejan de serlo cuando la persona que los observa se transforma. Y eso es lo que pasó aquí, ni más ni menos.
Mario, estoy orgulloso de ti. Lo malo es que ahora me veo con carta blanca para desplegar, sin cargo de conciencia, todos los grandes éxitos de Stallone en lo que te queda de infancia. Ya me pedirás cuentas cuando crezcas.
Hasta entonces, felicidades.