Por qué debes equivocarte para saber acertar

Cuando hemos de tomar decisiones de cierta trascendencia en nuestras vidas, como por ejemplo qué trabajo debemos elegir, si debemos romper una relación o no, o si nos conviene donar todas nuestras posesiones a la beneficencia e irnos a vivir al bosque en taparrabos, recurrimos a diferentes estrategias para llegar a la respuesta. Pero solemos utilizar dos de ellas en concreto con más frecuencia que las demás:

  • La primera es buscar la opinión de personas que creemos, por la razón que sea, que saben más que nosotros sobre ese tema en concreto. Personas que consideramos “expertas” y cuya opinión valoramos.
  • La segunda es reflexionar. Nos enzarzamos en un proceso de dar vueltas y más vueltas a la decisión en nuestra cabeza, con la esperanza de que esa batidora mental nos ayude a aclararnos sobre qué camino tomar. Y una vez que nos aclaramos, movemos ficha.

Éstas suelen ser las dos estrategias o pautas de actuación más frecuentes a las que recurrimos en decisiones importantes. Y nuestro objetivo al utilizarlas no es otro que minimizar la probabilidad de equivocarnos, porque equivocarnos no nos gusta nada.

A primera vista, esto parece absolutamente lógico, ¿no es verdad? De hecho, es probable que esta forma de actuar te sea muy familiar, porque tú mismo o tú misma la hayas puesto en práctica en innumerables ocasiones a la hora de tomar decisiones.

Sin embargo, Frank Spartan te dice que, por muy lógico que esto parezca, no es la mejor forma de saber con suficiente certeza lo que realmente quieres. No es la estrategia que mejor te guía en la dirección correcta. De hecho, es hasta contraproducente.

¿Por qué?

Bueno, veámoslo.

¿Por qué tendemos a decidir así?

Para entender por qué solemos enfocar las decisiones importantes de esta manera, observemos algunos fenómenos que pueden arrojar un poco de luz sobre nuestro comportamiento en estas situaciones.

Tres, en concreto:

  1. Nuestras creencias sobre la equivocación
  2. El sesgo de autoridad
  3. El origen de nuestra autoestima

Vamos a analizarlos uno por uno y a extraer algunas conclusiones.

Nuestras creencias sobre la equivocación

Salvo que seas un aborigen del Amazonas, con toda probabilidad te habrás formado en el sistema educativo tradicional. Ese sistema industrial, anacrónico y obsoleto, donde se uniformizan procesos y soluciones, y que no es, ni de lejos, la forma más adecuada de preparar a las personas para sobrevivir y prosperar en el mundo en el que vivimos.

La filosofía del sistema educativo tradicional tiene muchas limitaciones, pero hay una en concreto que a Frank Spartan le toca especialmente las narices: La noción de que solamente hay una respuesta correcta a cualquier pregunta.

Los incentivos que gobiernan este sistema no favorecen la creatividad, el pensamiento paralelo o la versatilidad en el proceso de aprender, sino la obediencia al patrón y la rapidez en llegar al único resultado que se nos presenta como correcto. Y cuando una persona se encuentra expuesta a esta dinámica durante las primeras etapas de su vida, tanto en el sistema educativo como en el entorno familiar, acaba interiorizando la creencia de que sólo hay una forma adecuada de hacer las cosas y que todas las demás están equivocadas. La creencia de que en cada decisión importante sólo hay un camino bueno y los demás son malos.

El que esa creencia germine en nuestras jóvenes mentes es algo muy pernicioso, ya que reduce nuestra tolerancia a asumir riesgos en la edad adulta, cuando nos adentramos en el mundo real.

¿Por qué?

Sencillamente, porque cuando empezamos a tomar decisiones por nosotros mismos estamos enormemente incentivados a acertar y enormemente desincentivados a equivocarnos. La conexión neuronal que se forma durante nuestra experiencia en el sistema educativo tradicional tiende a permanecer ahí durante el resto de nuestra vida, salvo que la interrumpamos de alguna manera.

Por esta razón, al decidir tendemos a buscar desesperadamente la validación de los demás, en particular de las personas que consideramos nuestro entorno de referencia. Sí, nos decimos que estamos decidiendo en base a lo que es mejor para nosotros. Nos decimos que buscamos la verdad. Pero esa verdad que buscamos no es realmente la que resulta más útil para nosotros, sino la que los demás bendicen como buena. Y es que nuestra tranquilidad interior está condicionada a que podamos envolvernos en el cálido manto de la reafirmación externa.

Ésta es la razón por la que tendemos a gravitar hacia creencias universalmente aceptadas a nuestro alrededor. La razón por la que buscamos referencias de los demás antes de decidir. La razón por la que inconscientemente concluimos que la respuesta correcta debe encontrarse en el consenso del grupo. Y la razón por la que muchos de nosotros no tenemos nada claro quiénes somos y qué queremos en realidad.

Apenas nos damos cuenta de este fenómeno, pero está ahí, moviendo los hilos de nuestras decisiones. Y, curiosamente, toda esa presión por acertar que nos autoimponemos acaba trabajando en nuestra contra.

El sesgo de autoridad

El sesgo de autoridad es un desequilibrio cognitivo que provoca que las personas estén predispuestas a creer y obedecer las indicaciones de las figuras de autoridad, incluso cuando no están obligadas a hacerlo

Una de las investigaciones más famosas en este ámbito fue el experimento realizado por Stanley Milgram, un profesor de psicología de la Universidad de Yale, en 1961. En este experimento, se ordenó a los participantes administrar descargas eléctricas cada vez más potentes a una persona si ésta respondía de forma equivocada a una serie de preguntas. La mayoría de los participantes (2/3) cedió a las órdenes de la figura de autoridad y aceptó elevar la potencia de las descargas eléctricas al máximo, a pesar de causar grave dolor al infeliz individuo que se presentó voluntario para recibirlas, probablemente sin anticipar cómo se comportarían sus estimados semejantes.

Qué maquiavélicos y retorcidos eran los participantes, ¿no?

A primera vista sí, pero quizá las cosas no sean tan sencillas como parece.

El experimento de Milgram es un ejemplo extremo de cómo el sesgo de autoridad puede afectar a nuestro comportamiento con independencia de nuestros valores y creencias. Situaciones similares se han repetido en cabinas de avión, hospitales, organizaciones religiosas y otros contextos en los que las órdenes de la figura de autoridad eran claramente erróneas e incluso peligrosas, pero los subordinados no dudaron en acatarlas.

Este sesgo cognitivo tiene una enorme influencia en nuestro comportamiento a través de múltiples dimensiones. Investigaciones recientes indican que las personas tendemos a infravalorar significativamente esa influencia, especialmente cuando consideramos que la figura de autoridad es legítima. Una condición que a menudo percibimos que se cumple sin problemas en el caso de cualquier persona considerada como “experta” en el ámbito en el que estamos tomando nuestra decisión.

Lo que suele ocurrir en estos casos es que damos la visión de los expertos como buena sin prácticamente reflexionar sobre ella. Y esto puede ser muy peligroso, porque esos supuestos expertos no tienen por qué tener todas las respuestas, ni tampoco las respuestas más útiles para nosotros.

De hecho, parece lógico que ningún experto pueda conocer nuestros valores, nuestras emociones, nuestros objetivos vitales y nuestras palancas de felicidad mejor que nosotros mismos, ¿no es así? Y si es así, ¿por qué asumir alegremente que ellos pueden discernir mejor que nosotros lo que nos conviene?

Un detalle sin importancia que a menudo pasamos por alto.

El origen de nuestra autoestima

Un tercer factor que influencia nuestra forma de enfocar decisiones, muy relacionado con los otros dos, es de dónde elegimos que emane nuestra autoestima.

La autoestima es la base de todo, porque la relación que mantenemos con nosotros mismos determina la forma en la que nos relacionamos con todo lo demás. Si estamos contentos con nosotros mismos y nos aceptamos tal y como somos, es más probable que tengamos una relación constructiva y equilibrada con el mundo, a pesar de las dificultades de la vida. Si por el contrario estamos frustrados y nos reprochamos a nosotros mismos nuestra imperfección, es más probable que eso cristalice en una visión pesimista sobre el mundo y una forma poco sana de relacionamos con los demás.

Sin embargo, tener autoestima no es suficiente. Es clave que seamos conscientes de su origen, porque no todos los orígenes son igualmente recomendables.

La dinámica de nuestra sociedad provoca que nuestro centro neurálgico de autoestima se encuentre a menudo anclado a factores extrínsecos: Los logros profesionales, la posición social, las posesiones materiales, los signos de aceptación de los demás. Eso es peligroso, porque es algo que no controlamos. Y como tal, es inestable y efímero. Pero es lo que perseguimos, porque es lo que más reluce.

Al elegir una fuente extrínseca de autoestima, nos vamos desconectando de nosotros mismos. Nuestro foco está en las percepciones de los demás, en estimar cómo va a reaccionar el mundo a nuestro alrededor, no en qué nos hará sentirnos mejor con nosotros mismos. Por eso dudamos tanto al decidir. Por eso recurrimos a opiniones supuestamente expertas. Por eso damos innumerables vueltas a las cosas intentando vislumbrar qué hay más allá de la niebla que nos rodea.

Y no es para menos, porque nuestra brújula interior está atrofiada.

Neo: ¿Why do my eyes hurt?

Morfeus: You’ve never used them before.

The Matrix 

La cruda realidad

Una vez que hemos hecho todas estas reflexiones, vamos a darnos de bruces con la cruda realidad: En la mayoría de decisiones importantes, es imposible saber lo que va a suceder. El mundo es demasiado complejo y las consecuencias de una decisión son resultado de una estructura de efectos multifactorial. Hay demasiadas variables que interaccionan entre sí de formas que no podemos comprender.

En otras palabras, no sabemos bien cómo funciona el universo. La información de que disponemos y nuestra propia capacidad cognitiva distan mucho de ser perfectas. Y cuanto antes aceptemos esas limitaciones y cuestionemos la solidez de nuestras interpretaciones sobre prácticamente todo, mejor para nosotros. Por dos sencillas razones:

  • En primer lugar, porque la verdad importa. Y es evidente que es así. Si dejamos el ego a un lado por unos instantes, lo comprobaremos fácilmente. 
  • En segundo lugar, como ya nos anticipó Sócrates (el filósofo, no el jugador de fútbol brasileño) esa forma de pensar genera una actitud humilde que favorece el aprendizaje. Mucho más que la actitud egocéntrica de creer que somos capaces de descifrar los enigmas del universo por haber tenido buena fortuna unas cuantas veces al decidir.

Las personas tendemos a evaluar la calidad de nuestras decisiones en base a sus resultados inmediatos. Pero conviene ser prudentes y distanciarnos un poco de esos resultados a la hora de evaluar si hemos decidido bien o mal. A veces obtenemos buenos resultados a pesar de decidir con torpeza y a veces obtenemos malos resultados a pesar de decidir con buen criterio. Y por si todo eso fuera poco, a veces lo que parece bueno a corto plazo acaba siendo malo a largo plazo, y viceversa.

Sí, es una jodienda, pero es que el mundo es mucho más complejo de lo que parece. 

¿Cuál es la conclusión de todo esto?

La conclusión es la siguiente: Cuando nos disponemos a tomar una decisión importante, escuchar a los demás es bueno. Consultar las opiniones de los expertos es bueno. Tomarse un tiempo para reflexionar sobre cuál es la opción correcta es bueno. Pero debemos hacer todo esto sin exagerar demasiado el valor real que tiene. Nos proporciona información útil, pero esa información no debe convertirse en el santo grial de nuestro proceso de decisión, porque, al fin y al cabo, está basada en un entendimiento limitado. Una limitación que afecta a cómo funciona el mundo en general y a cómo encajará en él nuestro caso particular.

Teniendo esas limitaciones en cuenta, quizá no debamos hacer lo que nos vemos naturalmente inclinados a hacer: Quizá no debamos resistirnos encarnizadamente a equivocarnos, ni asumir que solamente haya una respuesta correcta, ni priorizar las opiniones de otros en detrimento de nuestra brújula interior. Porque, si hiciéramos eso, estaríamos enfocando la decisión de forma profundamente equivocada.

Vale, Frank. Pero entonces, ¿cómo narices debemos enfocar estas decisiones?

El antídoto definitivo: La técnica de ensayo-error

En nuestra argumentación, hasta ahora hemos dibujado los siguientes puntos:

  • Nuestra capacidad de entender cómo funciona el mundo (y la de los expertos) es limitada
  • La necesidad de sentirnos aceptados nos influencia profundamente, desincentivando nuestra tolerancia a la equivocación y desconectándonos de nosotros mismos
  • Funcionamos con fuentes extrínsecas de autoestima que no podemos controlar, lo que nos pone en una situación vulnerable a los posibles cambios

Si unimos esos puntos, llegamos a un desenlace muy interesante: La forma más efectiva de encontrar lo que mejor encaja con nosotros no es buscar opiniones teóricas, tanto nuestras como de los demás, sino probar. Elegir un camino y actuar para ver qué sucede. Y con la información que obtengamos de esa prueba, afinar y volver a probar para acercarnos cada vez más a donde queremos llegar. 

Cuando obtengamos esa información, a veces nos reafirmaremos en nuestra decisión, a veces modificaremos pequeñas cosas y a veces haremos grandes cambios. Pero, hagamos lo que hagamos, ese proceso nos irá acercando, inevitablemente, al destino deseado.

Este método se conoce como la técnica ensayo-error y ha existido desde los comienzos de la Humanidad, hasta el punto de que prácticamente todos los grandes descubrimientos científicos se han basado en él. El mecanismo siempre es el mismo: a) Las cosas se hacían de determinada manera; b) alguien inquieto y abierto de miras probaba a hacerlas de una manera diferente para ver qué pasaba; c) De vez en cuando… voilá, se descubría algo completamente nuevo que mejoraba las cosas o que las hacía posibles cuando antes eran imposibles.

Pues bien, ese mismo proceso de ensayo-error es la forma más efectiva de encontrar la solución que mejor se adapta a tu situación concreta, por dos razones:

  • Te proporcionará información mucho más valiosa que los consejos de un supuesto experto o que las conclusiones de tu propio razonamiento, porque es una información que surge de tu experiencia directa. Y, por tanto, es una información mucho más veraz y fiable sobre lo que funciona para ti y lo que no.
  • Esa experiencia directa te va a permitir conectar con tu fuero interno y entender mejor quién eres y qué quieres en realidad. Va a ayudarte a reactivar una fuente intrínseca de autoestima, basada en principios y valores, y no tanto en factores externos que no puedes controlar. Y de esa forma, la probabilidad de que aciertes de verdad en tu proceso de decisión, según vas afinando y pivotando, es mucho mayor.

La técnica ensayo-error puede aplicarse a multitud de dimensiones de la vida: Cómo mejorar nuestro rendimiento profesional, cómo profundizar en nuestras relaciones, cómo gozar de mejor salud física y emocional, cómo tener una relación más equilibrada con nosotros mismos, cómo encontrar lo que nos apasiona, cómo saber qué creencias son útiles y qué miedos son injustificados, y un largo etcétera. En todas ellas tenemos potencial para mejorar gracias al ensayo-error.

La barrera principal que hemos de superar es mental: Liberarnos de la resistencia a equivocarnos. Porque es precisamente el estar dispuestos a equivocarnos con frecuencia y absorber las lecciones de esas equivocaciones lo que nos hace cada vez más sabios y nos permite entender mejor en qué dirección está la solución que más nos conviene.

Recuerda: Por mucha ilusión de conocimiento que tengamos, la realidad es que el universo es impredecible. Puede que bailar te guste, aunque creas que no. Puede que esa persona se sienta atraída por ti aunque parezca que está fuera de tus posibilidades. Puede que decir que no quieres hacer algo no tenga unas consecuencias tan negativas como asumes que tendría. O quizá sí. Pero hasta que no lo pruebes, no lo sabrás. Y si lo pruebas, apuesto a que te sorprenderás de lo que encuentras de vez en cuando.

Ésa es la forma más sabia de saber lo que realmente es bueno para ti y decidir lo que debes hacer, no el seguir las reglas y convenciones de los demás.

Do no listen to stupid rules. Think for yourself.

Jordan Peterson

Un último pensamiento: El método ensayo-error funciona mejor cuando las consecuencias de equivocarse en algo no sean graves. Equivocarse es un arte y para obtener buenos resultados hemos de encontrar un buen equilibrio entre el dolor y la clarividencia. Si el dolor potencial es muy elevado, quizá ése no sea el contexto correcto donde aplicar este método. Está bien que alimentemos nuestro espíritu aventurero, pero debemos saber discernir dónde podemos darle rienda suelta y donde debemos ponerle un bozal.

Si adoptas el ensayo-error como algo natural en tu vida, es posible que experimentes algunas sorpresas. Es posible que descubras que el mundo tiene muchas más posibilidades que las que podías apreciar. Es posible que conectes con dimensiones de tu personalidad que estaban dormidas. Y también es posible que algunas de esas cosas te atraigan más de lo que nunca hubieras podido imaginar y te proporcionen nuevas vías de expandir tu felicidad.

Si eso no suena mal, es porque no lo es.

Pura vida,

Frank.

Si este artículo le puede interesar a alguien que conozcas, compártelo

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.