La dichosa pregunta del sentido de la vida

¿Qué es lo que más destacarías de todo lo que has hecho hasta ahora?

Cuando le haces esa pregunta a alguien, escuchas diferentes respuestas. Podría clasificar esas respuestas de muchas formas diferentes, pero voy a elegir la que creo que mejor se ajusta a su auténtica naturaleza.

  • Grupo 1: Por un lado, están las personas que dan una respuesta rápida y firme. Personas que lo tienen muy claro y que reaccionan con una mezcla de excitación y perplejidad, como si les hubieras preguntado algo tremendamente obvio.
  • Grupo 2: Por otro lado, están las personas que se quedan pensando unos segundos y no tienen muy claro qué responder. A veces acaban eligiendo algo, pero se puede apreciar que no están demasiado convencidas de ello.
  • Grupo 3: Finalmente, están las personas que también dan una respuesta rápida y firme, pero que, detrás de esa apariencia de seguridad, tiene vías de agua. Son personas muy ligadas a una narrativa personal determinada – básicamente la historia que se cuentan a sí mismos sobre su propia vida y por qué hacen lo que hacen – políticamente correcta y generalmente aceptada, pero que no son del todo honestas consigo mismas. Sean conscientes de ello, o no.

Pues bien, Frank Spartan opina que la inmensa mayoría de las personas se encuentra en los grupos 2 y 3. Y que por definición hay muy pocas que se encuentran en el grupo 1.

Esto puede sonar extraño. ¿Cómo es posible? Todos estamos tremendamente ocupados. La cantidad de cosas que hacemos a lo largo del día, cada día, es desorbitada. Y gracias a la tecnología, cada vez somos más capaces de hacer más cosas, mejor y más rápido.

En otras palabras, nuestra capacidad de hacer cosas se ha multiplicado. Lo que debería, en teoría, impactar de forma positiva nuestra capacidad para elegir. Y una mayor capacidad para elegir debería, en teoría, aumentar nuestras posibilidades de estar en el grupo 1. En ese grupo de personas que han hecho algo, o lo están haciendo, de lo que se sienten orgullosas. Algo distintivo, que haya dotado a su vida de cierto significado o de cierta relevancia.  

Sin embargo, esa mayor capacidad en el plano teórico no se ha traducido en mejores resultados en el plano práctico. Muy pocas personas pueden mirarse a los ojos en el espejo, cuando están a solas, y enorgullecerse con sinceridad por algo que han hecho en su vida.

La mayoría de nosotros no vemos algo así cuando echamos la vista atrás. Lo que vemos es una amalgama borrosa de momentos, algunos felices y otros menos felices, en la que no destaca ningún gran proyecto, ningún gran triunfo, ningún gran objetivo que haya dotado a nuestra vida de sentido en base a lo que es de verdad importante para nosotros. No vemos ninguna luz que alumbre directamente algo a lo que podamos señalar y decir con la cabeza alta: “Mira, yo hice eso. Y estoy orgulloso de ello, joder”. 

Quizá hayas conseguido una promoción en el trabajo. Quizá hayas estado sumergido en el clamor del estadio cuando tu equipo de fútbol ganó la liga. Quizá hayas presenciado en directo un eclipse lunar. Quizá hayas terminado una maratón. Quizá te haya tocado un premio en la lotería y quizá seas muy popular en las redes sociales.

Si es así, bien por ti, colega. Seguro que han sido momentos que has disfrutado mucho.

Pero sabes que ésas no son las cosas a las que me estoy refiriendo ¿verdad?

No, sabes no va por ahí.

Sabes que me refiero a algo más profundo, más consustancial a la expresión de tu libertad y tu identidad a través de una acción con un objetivo que de verdad merece la pena para ti.  

¿Hay algo?

¿O sólo has saltado una serie de vallas para poder vivir una vida lo más cómoda posible?

¿Cuáles son las manifestaciones prácticas de lo bien que has vivido tu vida? ¿Cuáles son las fuentes de tu orgullo?

¿Son cosas materiales, como una casa grande, un buen coche, ropa de marca, un buen trabajo, unas buenas vacaciones, una agenda cargada de planes de entretenimiento o un carnet de socio en el club de golf?

¿O hay algo más?

Una respuesta muy común

Llegados a este punto del debate, no es infrecuente que decidamos sacar un conejo de la chistera. Algo que, convenientemente, nos suele servir para sostener la mirada a esos intimidatorios ojos del espejo que nos observan concienzudamente cuando nos hacemos la pregunta.

Los hijos.

Para aquellos que han decidido tenerlos, claro. Que no somos pocos.

 “Mis hijos son mi gran proyecto. Ellos dan sentido a mi vida”.

Bueno, eso suena sólido. Suena inexpugnable, incuestionable, inabordable.

Pero, ¿es realmente así?

A veces esa respuesta es cierta. A veces las personas que la dan pertenecen al grupo 1.

Pero, otras veces, no lo es tanto.  Otras veces esas personas pertenecen al grupo 3. Al grupo de personas que dan respuestas que parecen estar ancladas en los raíles de la certeza y la seguridad, pero que cuando prestamos un poco de atención con sinceridad podemos sentir en nuestro fuero interno que tienen algunas vías de agua.

Lo que nuestra pregunta inicial trata de averiguar es si hay algo, libremente elegido en base a nuestro sistema de valores y filosofía de vida, que hemos conseguido hacer realidad – o lo estamos intentando – y que da sentido a nuestra vida.

Hay dos palabras en ese pensamiento que son claves. Y esas palabras son “libremente elegido”.

Sin una libertad que emerja de nuestros deseos profundos, de quiénes somos y qué queremos en realidad, darle sentido a una vida es difícil. Sentirse orgullosos de algo es difícil. Mirar atrás y poder decir “yo hice eso, joder”, con la mirada alta, es difícil.

Posible, sí. Pero difícil.

Tener hijos puede ser, y de hecho lo es en la inmensa mayoría de los casos, libremente elegido. Pero después de ese momento de libre albedrío, nos ocurre algo muy curioso: Seguimos siendo padres (= padres y madres), queramos o no.

En ese momento pasamos a pertenecer a un club del que no podemos darnos de baja. Es, en el más puro sentido de la palabra, una decisión irreversible. Salvo que queramos convertirnos en infanticidas, cosa que no suele ser por lo general una buena solución.

En este contexto, no todos los casos son iguales.

Hay personas que viven profundamente su papel de padres a lo largo del tempo y convierten el proyecto de educación de sus hijos en algo único y especial, algo que da sentido a su vida de forma genuina.

Y esto es relativamente frecuente. Hay muchísima información sobre los demás que no tenemos, pero apostaría la barba a que muchas de las personas que conozco pueden encajar perfectamente en esta descripción.  

Pero también apostaría la barba a que hay muchas otras personas que no lo tienen tan claro.

Hay muchas personas que viven una dualidad de sentimientos, en algunos casos dolorosamente nítida. Por una parte sienten una satisfacción, más o menos profunda y con más o menos frecuencia, que emana de su papel de padres. Y, al mismo tiempo, también sienten una insatisfacción, que puede ser igual de profunda o de frecuente, que emana del peso psicológico de una obligación que les priva de libertad y les empuja irremisiblemente a renunciar a muchas cosas durante una gran parte de sus vidas.

Sin embargo, por mucha insatisfacción que estas personas puedan sentir, no pueden darse de baja de ese club. Lo comprado es lo comprado. No hay cambios, ni devoluciones.

Ante este panorama, muchas de estas personas adoptan la filosofía de supervivencia emocional más común: Deciden decirse a sí mismas que sus hijos son lo que da sentido a su vida. Y a fuerza de repetir ese mantra y relacionarse con otras personas que también lo repiten, esta idea acaba convirtiéndose en una creencia profunda. Una creencia que hace su vida más llevadera, porque facilita el desempeño de su irreversible papel de padres reduciendo el riesgo de naufragio emocional por el camino.

Frank Spartan no cuestiona el potencial de la experiencia de paternidad o maternidad como fuente generadora de sentido. Ese potencial es incuestionable porque esa experiencia está ligada a uno de los instintos más profundos del ser humano y es una vía repleta de oportunidades para el desarrollo personal.

Pero lo que sí cuestiono es que la inmensa mayoría de los padres de este mundo pasen la prueba de los ojos del espejo agarrándose solamente a eso.

Lo cuestiono, porque creo que hay muchas personas para las que la paternidad, con todas sus virtudes, es en realidad una respuesta del grupo 3, no del grupo 1. Una respuesta políticamente correcta y generalmente aceptada, pero con muchas vías de agua cuando se pasa por el filtro de la introspección y la sinceridad con uno mismo.

Creo que muchas personas necesitan algo más, algo que surja de la expresión auténtica de su libertad de elección, que se renueve constantemente, que les permita dar rienda suelta a su talento y creatividad y que encaje sutilmente con sus valores más prioritarios. Porque esos valores, generalmente, van cambiando a lo largo de la vida. Y nuestros objetivos han de cambiar con ellos para que esa vida permanezca coloreada de sentido.

Y esto es posible. Es posible para las personas que no tienen hijos y es posible para las personas con hijos, sin que éstas últimas deban renunciar en absoluto a su papel de padres y todo lo bueno que ello conlleva.

Pero para poder conseguirlo necesitamos dos cosas fundamentales. Dos cosas que muchos de nosotros hemos sacrificado sin ninguna piedad según hemos ido avanzando por la vida.

Una es tiempo. Y la otra es atención.

Ambas son necesarias. Y ambas están indisolublemente unidas.

El dilema del tiempo

El tiempo es uno de los recursos más escasos de los que disponemos. Es un bien finito. Por muy inteligentes, privilegiados o afortunados que seamos, y por mucho que nos empeñemos, no podemos crear más.

El tiempo es también uno de los recursos más igualitarios, porque todos nosotros, ricos o pobres, rubios o morenos, de derechas o izquierdas, de Coca-Cola o Pepsi, disponemos, en teoría y como promedio en base a la esperanza de vida de nuestra sociedad, de la misma cantidad de tiempo.

El tiempo es también uno de los recursos más versátiles. Podemos llenarlo con prácticamente cualquier cosa. Incluso podemos llenarlo… con nada.

Y finalmente, el tiempo es un recurso de lo más zen. Se lo toma todo bien. Hagas lo que hagas con él, le resulta indiferente. Corre igualmente, lo utilices bien o no.

El tema tiene mucha miga, pero hay dos aspectos fundamentales que a Frank Spartan le gustaría resaltar porque tienen una influencia desproporcionada sobre las implicaciones prácticas del tiempo del que disponemos. Y no del tiempo en general, sino del tiempo útil. De ese tiempo que podemos utilizar para hacer algo con lo que podamos responder a esa dichosa pregunta que nos planteábamos al principio.

1. La salud física

Sin salud física todo se oscurece. Sin salud física, nuestro espectro de posibilidades se ve reducido al tamaño de una partícula microscópica. Cuando no hay salud, nuestra atención se centra por completo en recuperarla, subordinando la importancia de todo lo demás.

Es muy posible que podamos tener una vida larga sin gozar de buena salud, gracias a los crecientes avances de la medicina. Pero eso no es tiempo útil, sino un espejismo que no nos ofrece nada más que un amargo sustituto.

Si esa vida no es de calidad, si nuestras posibilidades de actuación se ven radicalmente cercenadas por problemas de salud, quizá sigamos disponiendo de tiempo, pero no dispondremos ya de tiempo útil. Y el tiempo útil es el que importa, porque es la gasolina que nos permite continuar en movimiento para conquistar un objetivo que merezca la pena, sea cual sea.

La salud física es un multiplicador de creación de tiempo útil tremendamente efectivo. Por esta razón, invertir en una buena salud debería ser una absoluta prioridad en nuestro día a día.

2. La salud financiera

Se dice que el dinero no da la felicidad.

Eso es cierto. No hay una relación directa entre uno y otro.

Pero sí hay una relación directa entre dinero y libertad.

Y también hay una relación directa entre libertad y felicidad.

Cuando digo que hay una relación directa no estoy diciendo que la conquista de uno nos lleve irremediablemente al otro. Lo que digo es que la conquista de uno catapulta nuestras posibilidades de conseguir el otro.

Pero, claro, detrás de estos grandes axiomas hay letra pequeña. Y es esa letra pequeña la que determina si estamos navegando de un punto al otro con buen criterio o lo estamos haciendo como primates con intoxicación etílica.

Por un lado, la relación entre dinero y libertad no se basa en saber ganar dinero. Se basa en saber preservar dinero. Ganar dinero y preservar dinero requieren habilidades muy distintas.

Por otro lado, la relación entre libertad y felicidad no se basa en que ser libre te hará feliz. Se basa en el uso adecuado de esa libertad. Puedes ser libre, pero si usas esa libertad de forma equivocada no harás sino alejarte de la felicidad.

Si navegas toda esa letra pequeña con destreza, llegarás a una profunda verdad que permanece inmutable a lo largo de los siglos: La salud financiera te permite crear tiempo útil.

Y crear tiempo útil es una de las mejores cosas que puedes hacer.

El dilema de la atención

La atención es otro recurso escaso. Por muy capaces que seamos de hacer varias cosas a la vez, solamente podemos concentrar nuestra atención en un pequeño número de cosas en cada momento.

Hay muchas cosas a nuestro alrededor que demandan nuestra atención. Eso en sí, siendo la atención un recurso escaso como es, ya complica la situación, porque nos obliga a repartir pequeños fragmentos entre muchos destinos, diluyendo su impacto.

Pero hay más: Además de todas esas llamadas de atención de nuestro entorno a las que nos vemos obligados a responder en mayor o menor grado, tenemos nuestros hábitos de comportamiento. Y esos hábitos de comportamiento hacen que estemos predispuestos a que nuestra atención gravite hacia ciertas cosas, sean éstas útiles como generadoras de sentido en nuestras vidas o no.

Aquí nos adentramos en una nueva complicación, porque por lo general nuestros hábitos de comportamiento, especialmente los que se ponen en funcionamiento durante nuestro tiempo “libre”, suelen estar anclados a actividades placenteras y fáciles.

¿Y qué suele ocurrir con las actividades placenteras y fáciles?

Pues eso. Que no suelen ser grandes fuentes de satisfacción duradera o de sentido de la vida. Suelen ser cosas efímeras y largamente irrelevantes.

No me malinterpretes. No hay nada de malo en tener una buena dosis de estas cosas en nuestro día a día. Son cosas que nos producen emociones positivas y nos ayudan a sobrellevar las tensiones de la vida.

El problema es que sólo haya eso y nada más.

El problema es que asignemos a esas actividades todo nuestro tiempo útil.

El problema es que al hacer eso renunciamos a estar en el grupo 1 y nos conformamos con permanecer en el 2 o en el 3.

Y eso no mola.

Para estar en el grupo 1, para poder responder con firmeza y asertividad a la pregunta de qué es lo que destacaríamos en nuestra vida, a la pregunta de qué es lo que nos causa orgullo, a la pregunta de qué es lo que hace sentir que nuestra vida tiene un significado y una relevancia, es necesario que centremos nuestra atención lo suficiente en algo que merezca la pena para nosotros.

Y para poder centrar la atención lo suficiente, no nos queda otro remedio que renunciar a ponerla en otras cosas.

Renunciar es necesario. Sin renunciar, no podremos redireccionar la energía de la atención. Y sin redireccionar esa energía, no ocurrirá nada nuevo. Seguirá pasando lo mismo, una y otra vez, disfrazado de diferentes formas.

Nuestro estado de ánimo fluctuará en base a las vicisitudes del día, pero por mucha alegría o tristeza que sintamos en el momento, siempre habrá un vacío profundo que se hará más o menos palpable, más o menos obvio, más o menos consciente.

El vacío de saber que no estamos en el grupo 1.

El vacío de no poder responder con la firmeza que nos gustaría a esa dichosa pregunta.

Pero, aunque así fuera, eso no es ningún crimen. De hecho, estaríamos en nutrida compañía.

Quizá no sea tan horrible.

Quizá no merezca la pena meternos en líos.

Quizá no sea necesario rompernos la cabeza con estúpidas preguntas.

¿O sí?

Pura vida,

Frank.

Si te ha gustado el artículo, enróllate y comparte

2 comentarios en “La dichosa pregunta del sentido de la vida”

  1. La pregunta con la que arranca el artículo no es nada fácil de responder.
    Los hijos, el dinero, la familia, la salud puede ser la razón para hacerte ser más feliz , pero está claro que hay que tener un poco de todo y una compensación global.
    La relación tiempo-dinero que comentas es muy importante también. Si tienes mucho de uno pero no del otro es como si cojeara.
    Hay demasiados puntos para meditar.

    1. Es una pregunta complicada, sí. Y además de todo lo que mencionas hay que añadir que tus propias prioridades cambian con el tiempo.
      Sin embargo, la pregunta del sentido de la vida no va sobre el equilibrio. El equilibrio es deseable, pero no es suficiente. En tu vida puedes tener un conjunto de cosas que te hacen sentir que estás equilibrado y que tienes un poco de todo lo que «parece» deseable, y a pesar de ello puedes sentir que tu vida no tiene demasiado sentido.
      En mi opinión para que sintamos que la vida tiene un sentido ha de haber algo especialmente importante para nosotros, algo que sea difícil de conseguir, y que nos impulse a ser mejores a través de un esfuerzo en nuestro día a día. Y lo curioso es que eso se puede dar con o sin equilibrio. Puede que para que sientas que tu vida tenga sentido debas renunciar al equilibrio y dejar ir ciertas cosas que no son tan importantes para ti. Depende mucho de cada uno, pero el equilibrio no es un requisito en absoluto para sentir que tu vida tiene sentido. Si consigues ambos, chapó colega, pero no tienen por qué ir de la mano.
      En cualquier caso, por difícil que sea la pregunta, creo que si te la haces y meditas sobre ella tendrás más probabilidades de ser feliz, a largo plazo, que si no te la haces.

Responder a Frank Cancelar respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.