Las grandes consecuencias de las pequeñas decisiones

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Hace unos días, Frank Spartan se encontraba tomando una cerveza con unos conocidos. Al cabo de un rato de conversación, alguien comentó que una persona de su entorno, al parecer un amigo cercano de varios de ellos, estaba atravesando una mala fase y no andaba precisamente en su mejor momento.

Habría unas seis o siete personas allí y todas parecían conocer al pobre diablo. Una de esas personas hizo un par de preguntas al respecto que quedaron sin contestar y en unos pocos segundos se cambió de tema. No recuerdo si fue primero el fútbol y después las declaraciones de no sé qué famoso, o fue al revés.

En cualquier caso, poco importa. En unos escasos instantes, la atención a la situación complicada de un amigo se había desviado como por arte de magia hacia temas más fáciles sobre los que hablar. Su presencia en el pensamiento de los demás duró menos que una pompa de jabón flotando en el aire, momentos antes de explotar y desaparecer.

Al regresar a casa esa noche, con alguna cerveza de más, pensé en cuántas de esas personas que estaban allí llamarían a ese supuesto amigo para ver cómo se encontraba, o harían cualquier otra cosa para intentar que se sintiera mejor. Y después pensé, con un atisbo de amargura, que ya sabía la respuesta.

Las pequeñas decisiones de todos los días

Me pregunto si las personas somos remotamente conscientes de las decisiones que tomamos y de sus consecuencias.

No me refiero a las grandes decisiones. Ésas que parecen tan cruciales en el momento, a las que prestamos tanta atención y nos tomamos tan en serio, sino a las aparentemente menos importantes. A esas pequeñas decisiones de todos los días, que no parecen ser tan relevantes en nuestra vida, al menos en el instante en el que decidimos tomarlas, pero que con el paso del tiempo nos convierten en seres torpes, zafios e insensibles.

Y es que, del mismo modo que nuestra identidad determina largamente nuestros hábitos de decisión, los hábitos de decisión que elegimos incorporar a nuestro día a día y repetir durante un tiempo moldean, y mucho, nuestra identidad. Puedes no querer ser una persona torpe, zafia e insensible, pero si en un montón de pequeñas decisiones te comportas como tal, acabarás siendo de esa manera.

Frank Spartan no es un prodigio de la virtud. Tengo innumerables defectos, muchos de los cuales son auténticas trabas para vivir una vida feliz. Pero, por una combinación de suerte, circunstancias y – quizás – buenas decisiones, ahora tengo tiempo para reflexionar sobre ellos. Y ese proceso de revisión, cuando se hace con interés y con frecuencia, te descubre cosas muy interesantes.

A pesar de mi mala leche, tengo sobrada evidencia de que soy una persona positiva. Una pequeña parte de esa forma de perspectiva vino de serie y una gran parte gracias a una buena dosis de trabajo personal tras conocer a una persona que me enseñó, no sin grandes dificultades, a hacerlo.

Ser positivo es algo bueno, sin duda. Pero a menudo no consigo evitar sentir que, en esos momentos de reflexión sobre mí mismo y el mundo que me rodea, perciba el efecto de una fuerza invisible que me empuja hacia adoptar una visión tremendamente pesimista de las cosas y a concluir que el mundo es una puñetera cloaca.

O, mejor dicho, que lo hemos convertido en una puñetera cloaca con nuestra forma de actuar.

Y es que, en lo que al comportamiento humano se refiere, todo parece suspendido en el aire con unas frágiles cuerdas que parecen deshilacharse con la mirada. A veces pienso que lo extraño no es el conflicto, sino el que sigamos en relativa armonía sin habernos descuartizado los unos a los otros hasta extinguirnos como especie.  

Por suerte, estas cosas no me pasan por la cabeza demasiado a menudo. Y cuando lo hacen, se suelen disipar rápidamente con un paseo por la naturaleza, un poco de meditación, ejercicio o una conversación con alguien que no sea un jodido zombie inanimado. Cosas que, por regla general, puedo encontrar con relativa facilidad salvo que me encuentre en ciertos ambientes. 

No me malinterpretes. Soy totalmente consciente de que, como sociedad, gozamos de una situación privilegiada en cuanto a medios se refiere. Hemos logrado construir un nivel de bienestar y acceso a recursos como nunca antes en la historia de la humanidad. Pero eso no ha llevado a que seamos más amables con nosotros mismos o con los demás, a que seamos más conscientes de nuestro lugar en el mundo ni a que hayamos aprendido a relacionarnos con él de forma más sabia.

No, lo que sucede es más bien todo lo contrario. Estamos en guerra emocional permanente. Una guerra silenciosa que tiene lugar en el interior de cada uno de nosotros. Una guerra que estamos, desafortunadamente, perdiendo. Si es que nuestro comportamiento de todos los días es un indicador fiable para poder juzgar, con cierto criterio, algo tan complejo como eso.

Nuestro comportamiento de todos los días refleja que cada vez estamos más alienados. Más desconectados. Más encerrados en nosotros mismos. Y que cada vez nos sentimos más desconfiados y temerosos los unos de los otros.

La pregunta es… ¿por qué? ¿Y qué podemos hacer para mejorar las cosas?

¿Qué nos sucede?

El ser humano es un animal muy curioso. Es capaz de lograr las proezas más grandes y de llegar a las cotas más altas de miseria y mediocridad. El problema está en que los incentivos que hemos construido a nuestro alrededor nos empujan con más fuerza hacia la miseria y la mediocridad que hacia las proezas. Por esa razón, la mayoría de las personas se suben al tobogán en el que se deslizan irremediablemente hacia una vida extraña. Una vida en la que el vacío de significado se llena con excesos, agresividad y múltiples formas de aislamiento emocional.

Eso es una elección. Una elección en toda regla. Las personas tenemos la potestad de elegir otra cosa, de intentar otras formas, de escoger otros caminos. Pero, más a menudo que lo contrario, no lo hacemos.

Y esto no es una sorpresa. Es difícil elegir otra alternativa. Los incentivos que nos empujan hacia el abismo son demasiado fuertes.

Conseguir lo que todos nos dicen que merece la pena conseguir es duro. Vivimos con la lengua fuera, intentando llegar a todo. Intentando conseguir un trabajo que nos pague lo suficiente como para poder permitirnos comprar todas esas cosas que representan que hemos conseguido un radio en la rueda de la sociedad y que contribuimos al movimiento de esa rueda. Esas cosas que pensamos evitarán que nos invada la sensación de desarraigo, de ser unos parias, de convertirnos en unos proscritos que viven al margen del orden establecido.

Todo ese esfuerzo nos agota física y mentalmente. Pero ése no es el verdadero problema.

El verdadero problema es que, de alguna manera quizá no consciente pero sí sutil, sabemos que todo es una gran mentira. Sabemos que todo lo que perseguimos no es lo que realmente necesitamos. Sabemos que necesitamos otra cosa, pero no atinamos a identificar cuál es. Y cuando esa sutil sensación nos acompaña día tras día durante muchos años, acaba emponzoñando nuestra alma hasta que acabamos agotados. No sólo física y mentalmente, sino también espiritualmente.

En ese estado, nos perdemos.

En ese estado nos vemos desprovistos de voluntad, de fuerza interior, de visión, de nobleza, de deseo de superación y de anhelo de auténtico significado vital.

Y entonces, ¿qué es lo que hacemos?

Elegimos lo fácil, porque quedamos a merced de las tentaciones.

Es más fácil elegir lo predecible que lo incierto.

Es más fácil tragar con las cosas que no nos satisfacen que tener una conversación difícil.

Es más fácil escoger el camino corto y cómodo hacia una satisfacción de poca calidad que escoger el camino largo y doloroso hacia una satisfacción de mayor calidad.

Es más fácil culpar a los demás de las cosas negativas que nos suceden que responsabilizarnos de nuestros actos.

Es más fácil creer que son los demás los que se comportan mal con nosotros que preguntarnos si podríamos hacer las cosas de otro modo y conseguir mejores resultados.

Es más fácil creer que nos merecemos la luna por nuestra cara bonita que asumir que el mundo sigue inexorablemente su curso sin tener nuestros deseos en cuenta, y que antes de recibir algo tenemos que ganárnoslo y además tener suerte.

Es más fácil ocultar nuestras carencias y pretender ser algo que no somos que mostrar nuestra vulnerabilidad.

Es más fácil hacer caso a las opiniones de los demás que tener suficiente confianza en nosotros mismos para creer que la respuesta válida está en nuestro interior.

Es más fácil ver el lado negativo de las cosas que el positivo.

Es más fácil ser exigentes que ser agradecidos.

Es más fácil ser agresivos que ser amables.

Es más fácil desconfiar que confiar.

Es más fácil reprochar que perdonar.

Es más fácil decir esa frase que hace de menos a la otra persona para demostrar que tenemos razón que callarse y aceptar que no hay por qué tener siempre razón.

Es más fácil gastar que ahorrar.

Es más fácil ver la tele que leer un libro.

Es más fácil mantenerse entretenido que intentar conocerse mejor a uno mismo.

Es más fácil rendirse ante la dificultad que seguir adelante.

Podría seguir durante varias horas, pero creo que captas el argumento.

Ahora dime: ¿Tienes idea del impacto que tiene en el conjunto de nuestra vida el elegir lo fácil en muchas de esas cosas que acabo de mencionar? Porque eso es lo que hace precisamente la inmensa mayoría de la gente, aunque no se den cuenta.

Adelante, piénsalo despacio. Te espero.

Así es. Un impacto descomunal. El elegir lo fácil en unas cuantas de esas áreas es lo que nos catapulta hacia esa vida miserable y mediocre que mencionaba antes. Una vida que navega un barco cuyo timonel se siente aislado, desconectado, desconfiado, temeroso. Y, sobre todo, vacío. Sin sensación de que su vida tiene un sentido que va más allá de protegerse continuamente a sí mismo de los supuestos peligros del mundo.

Todas esas pequeñas decisiones que tomamos en el día a día son las que determinan que esto suceda. Es esa fracción de segundo en la que decidimos hacer lo fácil, a pesar de saber, de algún modo que no acertamos a comprender, que no es lo que más nos conviene. Pero lo hacemos, en cualquier caso.

Éste es un problema profundo. Un problema que, una vez se materializa y su veneno empieza a fluir por nuestras venas, es realmente difícil de atajar. No es imposible, pero requiere mucho trabajo, un buen método, ayuda de alguien más desarrollado que tú en este proceso y una gran dosis de paciencia. Y éstas no son cosas que le sobren a la inmensa mayoría de personas.

Frank Spartan, sin ir más lejos, estaba metido hasta el cuello en este problema. Mi sistema de creencias y mis decisiones me condujeron, poco a poco y sin apenas darme cuenta, a caer en el hábito de elegir lo fácil. Logré salir de esa ciénaga como buenamente pude al cabo de algún tiempo, pero no tuve la clarividencia necesaria para elegir lo correcto en muchas de estas áreas durante las primeras etapas de mi vida.

La raíz del problema se encuentra en la base filosófica de la sociedad en la que vivimos. Y resulta muy difícil evadirse de ella, porque nos envuelve desde que nacemos y conforma nuestras creencias y nuestra visión del mundo a través de un complejo sistema de incentivos materiales, psicológicos y emocionales. Una buena parte del contenido de este blog va dirigido precisamente a este objetivo:  Desprogramarnos, desaprender, resetear, como paso previo a poder aprender e interiorizar formas alternativas de construir una vida más satisfactoria. 

Pero ya que estamos, Frank Spartan va a ir un poco más lejos.

¿Y si se pudiera atajar este problema desde su base? ¿No habrá una forma de hacer las cosas un poco mejor desde el principio? ¿No sería posible evitar caer irremediablemente en esa dinámica de elegir lo fácil y zambullirnos en la mediocridad y el vacío? ¿No existirá un camino más efectivo para aumentar nuestras posibilidades de vivir una vida más plena?

La escuela de la felicidad

Algunas veces, sin motivo aparente, me despierto en mitad de la noche. Y, muy a menudo en estas situaciones, cuando me despierto compruebo que una idea flota en mi cabeza. Cuando esto sucede no suelo conseguir volverme a dormir, porque la idea en cuestión se expande y conecta misteriosamente con otras ideas. Hay noches en las que este proceso no lleva a nada interesante – o eso creo – y hay noches en las que me levanto de la cama pensando: ¡Joder Frank, qué idea más cojonuda!

No entiendo muy bien por qué sucede esto. Si tuviera que apostar, diría que las cosas que leo durante el día plantan una semilla en mi cabeza de la que no soy muy consciente en el momento, pero que a veces germina cuando el cerebro está en modo sueño.

Sea como sea que funcione ese dichoso proceso, me pasa a menudo. Y gracias a haber sustituido el consumo de películas de Van Damme antes de dormir por el consumo de libros de diversas clases, ahora me levanto con ideas útiles en la cabeza, en lugar de con un deseo incontrolable de adoptar la posición de la grulla saltando sobre la cama con expresión facial de estreñimiento.

Ayer, sin ir más lejos, amanecí con la siguiente idea: ¿Cuánto mejorarían las cosas si los jóvenes cursaran una formación profunda centrada en valores y filosofía de vida, formación del carácter y las habilidades interpersonales y emocionales más importantes para ser feliz, con independencia de su profesión?

Esto sería la bomba. La repanocha. La madre de todas las revoluciones.

Sueña un poco e imagina una formación ampliamente disponible y centrada en cosas como éstas:

  • Teorías filosóficas fundamentales aplicadas a la vida moderna.
  • Autoconocimiento y profundización en el ser.
  • Filosofía de vida/valores y su reflejo en las decisiones del día a día.
  • Importancia de la visión y el propósito a largo plazo.
  • Proceso de formación de hábitos/agregación de pequeñas mejoras a lo largo del tiempo.
  • Relaciones interpersonales y resolución de conflictos.
  • Inteligencia emocional.
  • Comunicación no violenta, negociación, hablar en público.
  • Creatividad.
  • Finanzas personales.
  • Meditación y técnicas de concentración.
  • Gestión del cambio y cómo convivir con la incertidumbre.

Y unas cuantas cosas más.

Tras reflexionar sobre esta idea, pensé en mis hijos. Pensé en lo poco que probablemente les servirá la educación tradicional para sobrevivir y prosperar en el mundo en el que vivimos y lo mucho que les serviría aprender sobre todas estas cosas cuando todavía son jóvenes. Pensé en el grosor de la armadura con la que podrían salir al campo de batalla para labrarse su futuro y encontrar la felicidad. 

Y es que son éstas las habilidades de las que carecemos como sociedad.

Las habilidades que nos proporcionarían la fortaleza suficiente para evitar elegir lo fácil, lo cómodo, lo tentador, eso que nos desvía del camino en las primeras fases de nuestra vida y a menudo nos mantiene a la deriva durante el resto de ella.

Las habilidades que nos permitirían conocernos mejor a nosotros mismos, crecer y mejorar sin dejar de aceptar nuestra vulnerabilidad, ser más amables con los demás y relacionarnos con el mundo de forma más curiosa, más humilde, más altruista, más sabia.

Las habilidades que progresivamente nos llevarían a experimentar que lo que una vez parecía tan difícil, es en realidad lo más fácil de elegir, una vez que sabes que vas en la dirección correcta y sientes en quién te estás convirtiendo gracias a ese movimiento.

Esta forma de vivir, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos, no puede sino llevarnos a construir un mundo mejor y a contar, irremediablemente, con muchas más probabilidades de encontrar la felicidad.  

Sólo nos queda encontrar la forma de poner estas ideas en práctica. Pero eso es cosa de otro sueño.

Pura vida,

Frank.

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