Por qué debes decir lo que realmente piensas

A lo largo de su vida, Frank Spartan ha visto cómo muchas personas se ofendían por alguna razón. A veces porque alguien dijo algo que entraba en conflicto con su opinión. A veces por una crítica a su comportamiento. A veces por el fondo, a veces por la forma. A veces por algo relativamente importante, a veces por una auténtica chorrada. A veces eran otras personas las que se ofendían, a veces yo mismo. 

Algunas personas se ofenden con facilidad. Otras no. Y la personalidad que tenemos de base juega un papel muy importante en esto:

  • Hay personas sensibles y con un nivel de tolerancia muy bajo a comentarios de desacuerdo o desaprobación.
  • Hay personas inseguras que tienden a interpretar ese tipo de comentarios como un ataque personal, por mucho que ésa no sea la intención de su interlocutor.
  • Hay personas que no proyectan sensibilidad o inseguridad alguna, pero que han alimentado un ego de proporciones megalómanas y explotan como el Krakatoa ante cualquier señal de amenaza.
  • Hay personas que no tienen ninguna de estas “taras” psicológicas o emocionales y que solamente se ofenden cuando interpretan que los comentarios o el comportamiento ajeno están completamente fuera de lugar.
  • Hay personas que son como el Dalai Lama y no se ofenden nunca, pase lo que pase. No son muchas, pero también las hay.

Como se suele decir, hay de todo en la viña del Señor. Pero ¿cuál es la tendencia del mundo en que vivimos? ¿Hacia dónde evolucionan las cosas?

No sé qué opinas tú, pero lo que Frank Spartan percibe es que la costumbre de ofendernos va en aumento. O, dicho de otra forma, el listón que hay que superar para provocar que nuestros sentimientos salgan heridos por los comentarios o el comportamiento de alguien está cada vez más bajo. La gente se ofende con la facilidad con la que el cuchillo entra en la mantequilla. Sólo hay que meterles el dedo en el ojo durante unos pocos segundos para que quieran arrancarte la cabeza de cuajo.

Analicemos esta situación en mayor profundidad para ver a dónde llegamos.

¿Por qué nos ofendemos tan a menudo?

Hay muchos factores que pueden explicar esta tendencia: Cada vez estamos expuestos a más información sobre lo que sucede a nuestro alrededor; cada vez hay más grupos y asociaciones que impulsan una ideología particular o una determinada agenda política y social que entra en conflicto directo con otras; cada vez tenemos menos paciencia y cada vez tenemos más herramientas para conocer las opiniones de los demás y expresar la nuestra de forma prácticamente anónima, lo que favorece que la empatía esté cada vez menos presente en ese intercambio de opiniones.

A raíz de todo esto, el mundo se ha ido polarizando progresivamente. Ahora funcionamos cada vez más con mentalidad de grupo. Las fuerzas del exterior conspiran constantemente para ponernos una etiqueta y clasificarnos de alguna manera. Una etiqueta que diluya nuestra identidad individual y la someta a la voluntad homogénea de un colectivo. De esa forma, lo que de verdad importa a ojos de los demás no es tanto quiénes somos y lo que pensamos, sino a qué colectivo pertenecemos.

Esa etiqueta se convierte en el atajo que los demás utilizan para ubicarnos mentalmente en una categoría u otra y determina en un alto grado cómo esas personas se relacionan con nosotros: Qué actitud nos muestran, cómo responden a lo que decimos o hacemos en determinadas situaciones, incluso cuánta confianza están dispuestas a entregarnos. Y como el cerebro es muy sibilino, tendemos a filtrar toda la información que recibimos al interactuar con alguien y quedarnos solamente con aquella que es consistente con la etiqueta, para bien o para mal. Es, en cierto modo, una profecía autocumplida.

La obsesión por las etiquetas de pertenencia a un grupo es una de las grandes tendencias de los últimos años. Ahora, a ojos de los demás, nos vemos obligados a elegir: O eres feminista o no, o eres vegano o no, o eres ecologista o no, o eres capitalista o no, o eres padre modelo o no, o cuidas tu salud o no, o eres cool o no, o eres antisistema o no, o eres solidario o no. Los grises ya no valen. Son aburridos y complicados. Sólo se presta atención a lo que es blanco o negro. O eres o no eres. Y si lo eres, debes proyectarlo al exterior para que todos lo vean. Porque si te lo guardas para ti mismo, no nos fiamos de que lo seas.

La identidad de grupo está adquiriendo cada vez más importancia en nuestra vida, absorbiendo progresivamente nuestra originalidad e identidad individual. La polarización aumenta y con ella el conflicto. Los ataques y las críticas a cualquiera que se encuentre fuera de los límites de supuesto grupo al que creemos que pertenecemos se multiplican. Y con ello, la frecuencia con la que la gente se ofende y responde con ira, tristeza, ansiedad o frustración.

Esta mentalidad de grupo y el estilo de diálogo que estamos construyendo en todas partes no incita a la calma, al respeto y al equilibrio, sino que incita al conflicto, a la violencia verbal y a que los sentimientos salgan heridos. Y ésta es una de las grandes razones por las que la gente se ofende cada vez con mayor facilidad.

La otra gran razón es que, además de las crecientes deficiencias en la dinámica de nuestro diálogo, la era de la información y la proliferación de las redes sociales han incentivado el desarrollo de uno de los mayores obstáculos psicológicos para ser feliz: Cada vez parece importarnos más la opinión que otras personas tienen de nosotros.

Sin reconocimiento y validación no somos nada. O, para no ser demasiado duros, digamos que cada vez dependemos más del exterior para la supervivencia de nuestra sensación de valía. El flujo de autoestima que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos no nace en nuestro interior, sino en los sinuosos, inestables y engañosos hilos de la aprobación de los demás. Sólo hay que echar un vistazo a los objetivos que persigue la inmensa mayoría de personas para llegar inevitablemente a esa conclusión. Son objetivos que giran en torno al estatus, al reconocimiento y a la adoración social, no en torno a la realización personal y el servicio a los demás.

Y así, nos encontramos con que las dos partes de la ecuación están dañadas. No solamente somos más vulnerables a la opinión de los demás que antaño, sino que estamos expuestos a un estilo de comunicación más agresivo, más polarizante y menos empático. En estas circunstancias, el que nos ofendamos cada vez más ante los comentarios y comportamientos de los demás es un resultado absolutamente lógico y natural. Lo raro sería que esto no sucediera.

Ahora bien, si Frank Spartan acierta con este diagnóstico, ¿cuál es la mejor estrategia?  ¿Cómo debemos comportarnos? Cuando nos encontramos en el lado emisor, ¿conviene expresar nuestras opiniones aun a riesgo de ofender al otro? ¿Conviene ser sinceros y actuar con naturalidad? ¿O resulta más conveniente frenar nuestros impulsos y suavizar el ejercicio de nuestra libertad de expresión para evitar los conflictos? Y, cuando nos encontramos en el lado receptor, ¿qué debemos hacer? Si algo no nos gusta, ¿debemos echárselo en cara a nuestro interlocutor? ¿Debemos defendernos y contraatacar? ¿O debemos ignorarlo en aras de evitar rencillas?

Veámoslo.

Como emisor, ¿qué debemos tener en cuenta?

Partamos de una pregunta básica: ¿Debemos asumir que decir lo que realmente pensamos es algo bueno?

La pregunta tiene su miga, especialmente en el contexto de lo tanto que nos importa la aprobación de los demás.

¿Debo decir lo que pienso? ¿Y si me equivoco? ¿Qué dirán los demás? ¿Pensarán que soy idiota? ¿Dejarán de invitarme al aperitivo de los domingos o a la partida de póker semanal?

¿Merece la pena arriesgarse? ¿Para qué?

La respuesta es sí. Por dos razones:

  • En primer lugar, decir lo que pensamos es una de las formas de expresar nuestro sistema de valores y nuestra filosofía de vida: Qué cosas son prioritarias y qué cosas no, y qué cosas son más prioritarias que otras.

Es importante tener una filosofía de vida para navegar con cierto criterio. Y es bueno que los demás la aprecien, tanto en nuestra conducta como en las cosas que decimos y las opiniones que tenemos. Es posible que algunas de esas opiniones entren en conflicto con lo que otras personas piensan, pero eso no es malo. Sirve para depurar nuestras relaciones y entender más claramente quién piensa como nosotros y quién no tanto, lo cual es una información muy valiosa para saber con quién tenemos mayores probabilidades de tener mayor conexión y construir una relación profunda. Y por tanto dónde debemos priorizar la inversión de nuestro tiempo y atención.

Observa el escenario inverso: Si no expresas tus verdaderas opiniones no mostrarás tu verdadera cara. Mostrarás la máscara, la imagen adulterada de ti mismo que mejor se ajusta a las expectativas de los demás. Puede que eso te lleve a generar menos desavenencias y a que más personas te presten atención en el plano social, pero es probable que esas relaciones no pasen de un plano meramente superficial. Puede que te sirva para conseguir esa promoción en el trabajo o ese aumento de sueldo con mayor rapidez, pero a costa de un vacío existencial que surge de la inconsistencia entre lo que haces y dices y quién eres realmente. 

¿Qué es lo que quieres? ¿Cantidad o calidad? ¿Profundidad o superficialidad? ¿Autenticidad o tragicomedia?

Si quieres calidad, profundidad y autenticidad en tus relaciones con los demás y contigo mismo, vas a tener que expresarte con sinceridad y correr el riesgo de ofender a alguien. Como solía decir mi querido profesor de Lengua en el colegio, no hay triunfo sin dolor ni hortera sin transistor.

  • En segundo lugar, nadie está en posesión de la verdad. Todo lo que se dice es una interpretación, no un hecho.

¿Existe Dios? No lo sé. Nunca he visto una evidencia de que sea así. ¿Quiere decir eso que no es real? No. Y no importa lo que yo piense. Si Dios tiene un impacto en cómo vives tu vida, para ti es real. Diga lo que diga yo o digan lo que digan los científicos.

Friedrich Nietzsche dijo: “No hay hechos, sólo interpretaciones”. Para él no había forma de contemplar la realidad de forma objetiva, a pesar de los esfuerzos de la ciencia. Si estás familiarizado con Nietzsche, es posible que sepas que está considerado como uno de los filósofos con mayor autoconocimiento y capacidad analítica de la historia. Y en su creíble opinión, lo único que podemos hacer es interpretar.

Esta visión tiene dos implicaciones: La primera es que no conocemos la verdad absoluta. Y la segunda es que cada uno de nosotros tiene su propia versión de la verdad.

Esto, lejos de ser preocupante, es liberador. Significa que todo es cuestionable. Significa que cuando tu opinión no es la misma que la de otra persona, incluso si se trata de una persona que admiras profundamente, eso no quiere decir que haya nada malo en ti. No quiere decir que no seas lo suficientemente inteligente, perceptivo o sofisticado para ver la verdad. Simplemente significa que tu interpretación de la realidad es diferente a la suya. Nada más.

Tener opiniones sobre cosas importantes como tu carrera profesional, tus relaciones personales, tu idea de la felicidad y tus prioridades vitales aumentará tu conocimiento sobre ti mismo. Y compartirlas y expresarlas en las situaciones adecuadas acelerará tu desarrollo, te proporcionará confianza en ti mismo y te ayudará a llegar al sitio correcto. Así que nada de guardarte tus opiniones en el bolsillo. Déjalas volar y experimenta lo que sucede.

Ahora bien, a pesar de que compartir lo que verdaderamente pensamos sea deseable, no vale todo.

No pensarías que todo iba a ser tan fácil, ¿verdad?

Silly rabbit

Hay condiciones que debes cumplir para que esta forma de actuar sea correcta. Fundamentalmente dos:

1. Reflexionar antes de hablar

Debes reflexionar un segundo antes de hablar. Decir lo primero que te viene a la cabeza no suele ser una buena idea.

Hablar sin pensar es un mal hábito que puede traerte muchos problemas. Lo que dices moldea tu vida de muchas maneras. A lo largo del tiempo, te encontrarás en muchas situaciones en las que el resultado depende de lo que dices y cómo lo dices. No es solamente que tus palabras generen una reacción positiva o negativa en el mundo a tu alrededor, sino que lo que dices influencia, literalmente, cómo piensas. E indirectamente, acaba afectando a tu personalidad.

Por eso tomarse un segundo antes de hablar es tan importante. En ese segundo puedes calibrar si lo que vas a decir va a mejorar la situación (si vas a ayudar a solucionar algo que no funciona bien o a que alguna persona se sienta mejor), o por el contrario la va a empeorar. Muchos de los impulsos a los que obedecemos cuando expresamos una opinión o hacemos algún comentario no mejoran las situaciones, sino todo lo contrario. Son respuestas automáticas que surgen para proteger nuestro ego, aun a costa de dañar todo lo demás.

Ese segundo es clave. En ese segundo recuperas el control y puedes usar lo que dices para conseguir un objetivo que merezca la pena. O, como mínimo, evitar daños innecesarios. Decir “lo siento” después de hablar sin cuidado no cura las heridas. Por volver a citar a Nietzsche, «es fácil tirar una piedra a un estanque, pero una vez lo has hecho, no es tan fácil sacarla del fondo”.

Piensa antes de hablar. Pregúntate a ti mismo dos cosas sobre lo que vas a decir: Si es cierto y si es necesario. Si no estás seguro de que la respuesta a ambas es sí, quizá esa bala que ibas a disparar deba quedarse en la cartuchera.

2. Vigila las formas.

Por muy lógico y necesario que sea, y por muy bien argumentado que esté tu comentario u opinión, si la forma de expresarlo falla no conseguirás el efecto deseado. Cuando te decidas a expresar una opinión sobre un tema, especialmente si lo consideras importante, usa empatía y diplomacia, my friend.

Los temas importantes para nosotros requieren un tacto especial, porque son temas más cercanos a nuestra identidad y cuando hablamos de ellos tendemos a estar más cargados emocionalmente. Y lo mismo suele pasar con nuestro interlocutor. Por eso las formas son tan importantes. Si perdemos el control de las formas, la conversación se saldrá de los raíles con suprema facilidad.

Esto es mucho más fácil de decir que de hacer. Sin ir más lejos, hace unos días Frank Spartan se vio a sí mismo pronunciando las palabras «eso no es verdad», con tono airado y levantando la voz, dirigiéndome a un amigo que acababa de expresar una opinión. Esa noche, cuando reflexionaba sobre lo que había pasado durante el día, me dije a mi mismo: ¿Cómo he podido ser tan capullo?  Hice una nota mental del asunto, pero no me cabe duda de que meteré la pata muchas más veces en situaciones similares.

Las formas de expresarnos son extremadamente complicadas de mantener bajo control en situaciones emocionalmente intensas. Pero es algo en lo que podemos mejorar. El primer paso para hacerlo es ser conscientes de su importancia. Y el segundo, como hemos comentado antes, tomarnos un segundo antes de abrir la bocaza.

En resumen, cuando algo sea importante para ti, expresa tu verdadera opinión cuando y donde consideres oportuno, siempre pensando un momento antes de hablar y cuidando que las formas sean adecuadas. Puede que esa manera de actuar provoque que recibas alguna que otra bofetada a corto plazo, pero es lo que debes hacer para desarrollarte adecuadamente como persona a largo plazo y maximizar tus opciones para ser feliz siendo fiel a tu naturaleza.

Y si alguien se ofende por ello, que se ofenda. Lo que nos lleva al otro lado de esta moneda.

Como receptor, ¿qué debemos tener en cuenta?

Ya hemos visto lo que tiene sentido hacer cuando somos los emisores de la opinión. Pero ¿y cuando somos receptores? ¿Qué ocurre si alguien dice o hace algo que no nos gusta?

Esta reflexión es mucho más corta que las anteriores. Sólo hay una idea fundamental que debemos tener en cuenta. Una idea simple, pero nada sencilla de interiorizar:

Tomarse los comentarios, opiniones o comportamientos de los demás como un ataque personal envenena el alma.

No caer en esta trampa es muy difícil. Primero, porque el ego tiene una gran representación en nuestras vidas. Y el ego tiene la curiosa manía de tomarse las cosas de forma muy personal. Y segundo, las personas solemos ser bastante torpes a la hora de comunicarnos.  Podríamos decir «me gustaría que cenáramos juntos charlando sin interrupciones», pero en vez de eso decimos «siempre estás mirando el móvil cuando cenamos, eres un [inserta insulto]» echando espuma por la boca. Y eso no ayuda, ¿verdad que no?

No hay una receta mágica para interiorizar esta idea. La estrategia que ha funcionado mejor para Frank Spartan es la preparación. El tomar conciencia de que alguien, en algún sitio, va a decirme algo o va a hacer algo que no me va a gustar. Y que lo más probable no es que esa persona esté tratando de hacerme daño deliberadamente, sino que simplemente esté actuando en su propio beneficio sin tener demasiado cuidado.

Empieza cada día diciéndote: Hoy me encontraré con interferencias, ingratitud, insolencia, deslealtad, mala voluntad y egoísmo, todo ello debido a la ignorancia de los ofendedores, que no distinguen el bien del mal. Pero yo he percibido la naturaleza y nobleza del bien, la naturaleza y maldad del mal, y también la naturaleza del ofendedor, que es mi hermano (no en el aspecto familiar, sino un semejante que comparte conmigo la presencia divina). Por tanto, esas cosas no pueden hacerme daño.

Marco Aurelio

Si no estás de acuerdo con lo que esa persona dice o hace, o cómo lo dice o lo hace, actúa como consideres oportuno. Dependiendo de las circunstancias, a veces conviene expresar lo que verdaderamente pensamos y a veces conviene callar y/o apartarse del conflicto. Pero, con independencia de nuestra decisión, es recomendable que nuestra postura de base sea asumir que la intención real de la otra persona, a pesar de sus torpezas de comunicación, no es atacarnos personalmente. Si partimos de la postura de base contraria, perderemos el equilibrio emocional con más facilidad y eso reducirá la eficacia de nuestra respuesta. 

Practica estas ideas, como emisor y como receptor, y conseguirás dos importantes beneficios: En primer lugar, desarrollar tu carácter en la dirección correcta. Y, en segundo lugar, ofenderte menos y ofender menos a los demás.

Pura vida,

Frank.

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1 comentario en “Por qué debes decir lo que realmente piensas”

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