¿Cuál es la mejor forma de hacer cambiar a alguien?

Quien más, quien menos, todos tenemos a alguien en nuestro entorno familiar, social o profesional, que tiene esa característica que nos saca de nuestras casillas. Eso que creemos que le hace desperdiciar oportunidades, o no tomar buenas decisiones, o ser una persona con la que es mejor no compartir ciertas situaciones o con la que es mejor no hablar de ciertos temas.

Por ejemplo, Frank Spartan tuvo un compañero de piso que nunca iba al supermercado a comprar las cosas de consumo común. Nunca. Hiciera sol, lloviera o granizara. Fuera sábado, martes o jueves. Tuviera trabajo o no lo tuviera. Nunca iba. Era un tío simpático, pero a veces te daban ganas de ahogarle con una almohada mientras dormía y tirar su cuerpo desmembrado al canal.

Aquel amigo era una de esas personas. Hay otros casos parecidos en mi vida. Seguro que tú también tienes los tuyos, porque todos los tenemos. Y es que nadie es perfecto y nuestra mente a veces magnifica las imperfecciones ajenas.

En estas situaciones resulta muy fácil caer en la tentación de intentar cambiar a esas personas. Intentar hacerles ver todo lo malo de comportarse así y darles consejos para que enmienden ese supuesto defecto de conducta que nosotros, con nuestra infinita sabiduría, apreciamos con extraordinaria nitidez.

El pensamiento más habitual que nos viene a la cabeza en estos casos suele ser éste: ¿Pero cómo demonios no se da cuenta de lo que está haciendo? ¿Tan difícil es de ver?

Y entonces decidimos intervenir, dando rienda suelta a nuestro magnánimo paternalismo salvador, para librar a esos pobres desgraciados de sus miserias con nuestras agudas interpretaciones de la realidad y nuestros sabios consejos.

Pero entonces, algo sale mal.

Por alguna razón desconocida, no conseguimos que la persona cambie. Todo lo contrario. Paradójicamente, esa persona parece aún más comprometida con su nocivo comportamiento que antes. Y no sólo eso, sino que además está visiblemente cabreada con nosotros, bien de forma explícita o de forma sutil pasivo-agresiva.

¿Qué coño está pasando?

Tras unos momentos de incredulidad y desorientación, concluimos lo único que nos parece razonable: Esa persona es incapaz de ver sus propios defectos y demasiado egocéntrica para cambiar. Nosotros hemos hecho lo que hemos podido para ayudarla, así que ella se lo pierde.

Y después nos alejamos de allí montando nuestro caballo blanco de supremacía moral, con la cabeza bien alta y la melena al viento, con música dramática de ópera de Wagner de fondo.

Resulta obvio que hemos hecho lo correcto, ¿no es así? Eso nos parece, al menos.

Sin embargo, nos equivocamos.

Nos equivocamos porque quien ha metido la pata, bien hasta el fondo, somos nosotros.

Veamos por qué.

Cómo influenciar los comportamientos ajenos

Entremos en algunas ideas básicas sobre el comportamiento humano, ¿te parece?

Para empezar, los seres humanos tendemos a pensar que somos criaturas racionales. Creemos que la parte lógica de nuestro cerebro guía nuestras decisiones durante la inmensa mayoría del tiempo y que solamente en situaciones muy puntuales nuestras emociones toman las riendas y nos hacen desviarnos del camino.

Esta creencia está ampliamente extendida. Debido a ella tendemos a asumir que, si disponemos de argumentos lógicos sólidos, deberíamos poder convencer a otra persona con relativa facilidad para que cambie su comportamiento. Al fin y al cabo, si lo que decimos es lógico, todo caerá por su propio peso.

Pero ¿funcionan las cosas realmente así?

Nada más lejos de la realidad.

A pesar de la aparente solidez de nuestras veneradas teorías económicas, fundamentadas desde los tiempos de Adam Smith en el comportamiento racional del ser humano como hipótesis central e inexpugnable, lo que los investigadores de la rama de la psicología y las ciencias del comportamiento han descubierto con el tiempo es que la parte de nuestro cerebro que determina la inmensa mayoría de nuestras decisiones no es la parte racional.

Es la parte emocional.

En la economía y en todo lo demás, son las emociones las que mandan. Nuestra mente racional no hace sino seguir sus directrices, afanándose en fabricar argumentos con las piezas que tiene a mano para dar la impresión a nuestro ego de que estamos actuando con lógica. Pero lo único que estamos haciendo, seamos conscientes de ello o no, es reaccionar a una emoción.

Sí, no eres un animal tan lógico como crees. Para nada. Sorry.

De hecho, todo ese rollo de la parte racional y la parte emocional del cerebro que tanto hemos oído en las últimas dos décadas no es más que una simplificación inexacta de la realidad. La neurociencia ha descubierto recientemente que no hay una parte del cerebro que regula la lógica y otra parte que regula las emociones, sino que existen sistemas centrales que operan en todo el cerebro y crean (= fabrican) esas emociones. Y no las fabrican como reacciones inevitables a las cosas que suceden en el mundo exterior, sino como predicciones internas basadas en el aprendizaje de cómo hemos reaccionado en el pasado a acontecimientos y situaciones similares.

No es lo que creías, ¿verdad? Pues es lo que hay. Ésa es la opinión más actual de la ciencia, al menos. Si quieres saber más sobre este tema, ve este vídeo o lee este libro

Lo mismo que a nivel físico somos, fundamentalmente, agua, a nivel de comportamiento somos, fundamentalmente, emociones. No lógica. Las mujeres suelen estar algo más expuestas a ellas que los hombres debido a razones biológicas y hormonales, pero todos nosotros somos, en gran parte, un producto de las emociones que nuestro cerebro va creando. Y eso tiene implicaciones muy relevantes cuando intentamos conseguir que alguien cambie de comportamiento.

En concreto, hay varios principios psicológicos que aplican de forma prácticamente universal en este tipo de situaciones y que transgredimos sin piedad una y otra vez en nuestra forma habitual de proceder.

Veámoslos.

1. Inmiscuirse en el espacio de la otra persona

El primer principio psicológico se fundamenta en la idea de que invadir el espacio mental de toma de decisiones de otra persona sin ser invitados genera una reacción de resistencia y rechazo.

Cuando alguien, por muy cercano que sea, invade nuestro espacio personal físico para interactuar con nosotros, nos sentimos incómodos. La distancia concreta a la que ese fenómeno empieza a producirse depende de muchos factores, tal y como indica este artículo, pero se produce de forma generalizada en prácticamente todos los países del mundo.

Y si bien este concepto suele hacer referencia al espacio físico, invadir el espacio mental de toma de decisiones de otra persona sin ser invitados suele generar una reacción idéntica. Cuando eso nos sucede, lo que queremos es que esa persona salga de nuestro espacio y nos deje respirar. En otras palabras, que meta las narices en sus propios asuntos o que al menos no cruce ciertos límites.

Esto es algo que los intrépidos “salvadores” de miserias ajenas no suelen acertar a apreciar. Su intromisión, por muy bienintencionada que sea, se interpreta como una sutil falta de respeto por la otra parte. Y si lo piensas un poco, verás que esto es algo perfectamente natural, porque se están tomando unas libertades que nadie les ha otorgado.

No te metas donde no te llaman. Aunque la reacción de animadversión de la otra persona sea inmerecida en tu opinión porque tus intenciones son buenas, esa persona tiene muy poco control sobre ella. Su cerebro está programado para fabricar esa emoción de rechazo. Y te conviene ser muy consciente de eso si de verdad deseas que cambie su comportamiento o simplemente ayudarla a que se sienta mejor.

2. Despojar de su autonomía a la otra persona

El segundo principio psicológico se fundamenta en la idea de que acudir al rescate de alguien que no ha pedido ser rescatado es una actitud paternalista que refleja nuestra falta de confianza en que esa persona tenga la capacidad de solucionar el problema por sí misma. Y eso presupone que ella también vea lo que tanto nos preocupa como un problema que requiere solución urgente, cosa que a menudo no suele ser el caso en absoluto.

Al hacer esto estamos despojando a la persona de su autonomía para gestionar su propia vida. Eso es como quitarle el mando cuando está jugando una partida a la PlayStation.  Por muy mal que juegue, a nadie le gusta que le quiten el mando de la PlayStation. Nunca. Y mucho menos en el tiempo de exaltación de libertades individuales en el que vivimos.

No intentes apropiarte de la libertad de decisión de nadie. Es muy pretencioso y tienes todas las de perder.

3. Provocar una explosión de orgullo en la otra persona

El tercer principio psicológico se fundamenta en la idea de la paradoja de la confrontación. Cuando vemos que alguien insiste en que hagamos algo, los seres humanos tenemos una forma muy curiosa de reaccionar: Tendemos a hacer exactamente lo contrario. Es lo que se conoce en psicología como reactancia y en física como la tercera ley de Newton o el principio de acción-reacción.

Cuando somos adolescentes y alguien, desde una posición de supuesta autoridad, nos dice lo que debemos hacer, nuestra respuesta suele ser reaccionar en sentido diametralmente opuesto. ¿Me reprochas que beba? Fuck you, ahora voy a beber el doble. ¿Me reprochas que haga ruido? Fuck you, ahora voy a gritar lo más fuerte que puedo. ¿Me dices que mi novia no me conviene? Fuck you, ahora me voy a escapar con ella para casarme en Las Vegas y vivir en una caravana.

Puede que tu instinto natural sea pensar que esto es exclusivo de la adolescencia, cuando nuestro sentimiento de rebeldía y nuestras hormonas están desbocadas como búfalos de la sabana con el trasero espolvoreado de pimienta. Pero no, la influencia de este principio psicológico es mucho más amplia, porque está enraizado en nuestro ego. Y nuestro ego es muy orgulloso.

La influencia del ego provoca que seamos naturalmente desconfiados a las críticas y consejos de los demás, porque estamos emocionalmente apegados a creer que nuestro juicio es correcto, que nuestra interpretación de la realidad es la buena y que nadie mejor que nosotros mismos conoce lo que nos conviene.

Eso es con lo que te vas a encontrar en la cabeza de la otra persona. Así que no, si lo que quieres es conseguir que cambie su comportamiento, la confrontación directa no es una buena estrategia.

¿Cuál es la solución?

Ya hemos visto por qué las técnicas que nos vemos naturalmente inclinados a utilizar para convencer a otras personas de que cambien su comportamiento no suelen dar sus frutos. Pero la pregunta es ¿entonces qué demonios hemos de hacer? ¿Cruzarnos de brazos y ver cómo esa persona se va al carajo?

Ésta es una pregunta interesante, porque puede que esa persona esté actuando de una forma que no le conviene en absoluto. Y si nosotros sentimos aprecio por ella, es normal que queramos ayudarla.

Y sí, como ya esperabas, Frank Spartan tiene algunas recomendaciones para hacer esto de forma más efectiva, teniendo en cuenta todo ese rollo psicológico que hemos mencionado hasta ahora.

Empecemos por lo más obvio: No intentes cambiar el comportamiento de esa persona de forma directa, sea mediante críticas, consejos, comentarios irónicos o retorciéndole un brazo.

Eso no funciona prácticamente nunca. Incluso si la persona te hace caso, es probable que lo haga simplemente por complacerte o por presión externa, y no por interés propio. Esa motivación no suele llegar muy lejos, porque la decisión no surge de forma libre de ella misma. Si esa persona encuentra una forma de repetir el comportamiento que intentas reprimir sin que tú te enteres de ello, lo hará. Tarde o temprano. Es inevitable.

Y es que hay una cosa que debes tatuarte en la frente y no olvidar nunca cuando quieras influenciar el comportamiento de alguien:

“La única forma de que una persona haga algo es que quiera hacerlo.”

–  Dale Carnegie

Esto parece una perogrullada, pero se nos olvida constantemente. Se nos olvida al tratar con nuestros familiares. Se nos olvida al interactuar con nuestros amigos. Se nos olvida al hablar con nuestros compañeros de trabajo. Y se nos olvida al educar a nuestros hijos.

Por esta razón, las estrategias que debemos utilizar deben ser otras. Lo que debemos hacer no es luchar como carneros y chocar nuestra cornamenta violentamente con la de la otra persona utilizando la fuerza de la autoridad, el chantaje emocional o la lógica, sino facilitar que el cambio surja por sí mismo en ella.

¿Y cómo podemos hacer esto?

Veamos algunas estrategias.

1. Ser un buen ejemplo

La primera gran estrategia es ser un buen ejemplo.

Hay una cita muy famosa de Gandhi que dice: “Déjame en paz de una vez, pesado de los cojones”. Aunque bueno, no estoy del todo seguro de que sea suya.

La que sí es suya es esta otra: “Sé el cambio que deseas ver en el mundo”. Y esa cita contiene una poderosa lección que resume todas las consideraciones anteriores.

La mejor forma de inspirar a una persona para que cambie de comportamiento es ilustrar los beneficios que la conducta que deseas que adopte genera en TU propia vida. Nada más, y nada menos.

Lo importante es entender que si esa persona ve en ti la realidad externa en la que se traduce ese potencial cambio de comportamiento que deseas inducirla a adoptar, es muy posible que se haga más consciente de ello y decida adoptarlo para sí misma por imitación. Y eso es mucho más efectivo que intentar convencerla de que lo haga con los métodos de confrontación habituales.

¿Qué significa esto en la práctica?

Significa que si la otra persona es gritona, tú demuestras calma. Que si la otra persona es impuntual, tú demuestras puntualidad. Que si la otra persona es impaciente, tú demuestras paciencia.  Que si la otra persona no cumple con su parte del trato, tú demuestras que siempre cumples. Que si la otra persona nunca admite sus propios defectos y culpa a los demás, tú demuestras capacidad de autocrítica.

A pesar de que esta estrategia es la que mayores probabilidades tiene de funcionar, puede que no obtengas la respuesta que deseas y que la otra persona siga en sus trece, totalmente ajena a ese despliegue ejemplar de virtudes que exhibes ante sus ojos. Si fuera así, tu ego te pedirá a gritos que te pongas a su nivel y adoptes una actitud de reproche y confrontación. 

Si te ves en esa situación, pisa el freno. No bajes al lodo a luchar.

¿Por qué? Porque has hecho lo correcto. Te has comportado de forma virtuosa. Si eso no ha inspirado a la otra persona para cambiar, quizá haya un motivo de peso para ello. Quizá esa persona no pueda o no deba comportarse como tú querrías que lo hiciera. Déjala. Lo único en lo que debes concentrar tu atención es en decidir cómo quieres relacionarte con esa persona de ahí en adelante en base a lo que has aprendido. 

2. Hacer preguntas

La segunda gran estrategia es conseguir que la otra persona llegue por sí misma a las conclusiones que deseas a través de hacerle preguntas.

Quizá pienses que la gente hace lo que hace después de haber reflexionado en profundidad. Pero no es así. La gente no suele hacerse demasiadas preguntas. Hacen lo que les han enseñado a hacer, lo que ven que otras personas hacen y lo que creen que les hará sentirse bien o les evitará sentirse mal. No van mucho más allá.

Por eso, hacer las preguntas adecuadas en las circunstancias adecuadas puede resultar tremendamente útil para despertar una nueva perspectiva en la otra persona. Esas preguntas pueden hacerle apreciar aspectos en los que no había reparado antes, o incluso hacerle entender con mayor claridad las consecuencias de ciertos comportamientos en su vida a medio y largo plazo.

Hacer buenas preguntas es un arma de gran poder a la hora de influenciar comportamientos. Es, en cierto modo, un arte. Y una habilidad que merece mucho la pena cultivar.

3. Mostrarnos cercanos

La tercera gran estrategia es sencillamente mostrarnos cercanos y desarrollar una relación de confianza con esa persona. Una relación en la que esa persona no se sienta criticada y juzgada, sino comprendida y apoyada.

Ya sé. Un verdadero amigo no te dice lo que quieres oír, sino lo que necesitas oír. Si la otra persona está haciendo el indio, debemos decírselo.

Frank Spartan no está en desacuerdo con eso. Pero con un pequeño matiz: Si el ambiente entre vosotros no es el adecuado, la otra persona no te verá como un verdadero amigo, sino como un auténtico capullo. Y no la culpo en absoluto. Te lo mereces, por torpe, sobre todo después de haber leído la primera parte de este artículo.

Si vas a hacer eso, primero has de crear un alto grado de confianza. Y para eso tendrás que mostrar empatía, comprensión, e incluso vulnerabilidad para que la otra persona se sienta cómoda y segura. En esas circunstancias, es posible que la persona decida sincerarse, abrirse a revelar inquietudes personales y compartir contigo algo relacionado con eso que tú consideras un problema. Y en ese ambiente quizá puedas permitirte decir algo que esa persona necesite oír y que ese mensaje llegue, aunque no sea agradable para ella oírlo.  

Si haces eso sin el clima adecuado, te darás de bruces contra una pared de ladrillos. O peor aún, te saldrá el tiro por la culata y tu relación con la otra persona se deteriorará. Frank Spartan lo sabe muy, muy bien.

Conclusiones

Por muy obvio y sencillo que parezca en nuestra mente, cambiar los comportamientos ajenos es una empresa extremadamente espinosa y complicada. Un terreno que requiere hilar muy fino y evitar cruzar una serie de líneas rojas en las interacciones con los demás que, de ser violadas, resultan contraproducentes para nuestros intereses e incluso para la salud de nuestras relaciones personales.

Las herramientas que hemos comentado en este artículo te ayudarán a navegar estas aguas con mayor destreza, pero no debes olvidar el mensaje principal: La gente no cambia así como así, por mucho que creamos que deben hacerlo.

Por eso, la apuesta más inteligente para conseguir tu objetivo es ser tu mejor versión con esa persona y confiar en que la buena suerte haga su trabajo. 

Y si eso no sucede, tendrás que aceptarlo. Algo que quizá deberías haber hecho en la casilla de salida, en lugar de decidir meterte en todos estos líos. Al fin y al cabo, es más que probable que tengas algunas cosas que pulir en tu propia forma de comportarte antes de afanarte en intentar cambiar a los demás.

Paradójicamente es ahí, en ese proceso de mejora de tu propia vida, donde se encuentra tu auténtica capacidad de generar cambio. No sólo en ti, sino también, indirectamente, en todo lo que te rodea. Y es ahí donde debes concentrar tu atención. 

Pura vida,

Frank

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